viernes, 19 de marzo de 2010

EL VALOR DE LA TIERRA


RESPUESTA DEL GRAN JEFE SEATLE AL PRESIDENTE FRANKLIN PIERCE DE LOS EE. UU

“El Gran jefe de Washington nos comunica su deseo de adquirir nuestras tierras. A la vez nos expresa su amistad y buenos deseos. Lo cual es muy amable de su parte: comprendemos que también él necesita de nuestra amistad.
No podemos menos que tomar en consideración su oferta, entendiendo que, si no, bien podría venir con sus armas a quitarnos nuestras tierras. Por eso le decimos: el Gran Jefe de Washington puede contar con nosotros tan sinceramente como nuestros hermanos blancos pueden contar con el regreso de las estaciones. Pero, ¿cómo es posible com¬prar o vender el cielo, o el calor de la tierra? No podemos ima¬ginárnoslo.

Si no somos dueños de la frescura del aire ni del fulgor de las aguas, ¿cómo podrán comprárnoslas? Cada trozo de estas tierras es sagrado para mi pueblo, cada brillante agu¬ja de pino, cada ribera arenosa, cada niebla en lo oscuro del bosque y hasta el zumbar de cada insecto son sagrados para la memoria y el sentimiento de mi pueblo. La savia que circula por los árboles lleva el recuerdo de los pieles rojas. Los muer¬tos del hombre blanco olvidan su tierra natal cuando parten rumbo a las estrellas. En cambio, nuestros muertos nun¬ca podrán olvidar esta generosa tierra, que es la ma¬dre de todos los pieles rojas, somos parte de ella y ella es parte de nosotros. Las flores perfumadas son hermanas nuestras; el venado, el caballo, el águila son hermanos nuestros. Los cerros escarpados, las praderas humedecidas por el rocío, el calor del cuerpo del caballo y el del hombre, todos somos una misma familia.

El Gran Jefe nos dice que, a cambio de las tierras que le vendamos, nos reserva otras donde podremos vivir en paz; él -agrega- sería nuestro padre y nosotros, sus hijos. Pero el deseo de comprar nuestras tierras, oferta que no podemos dejar de considerar, se nos hace difícil de entender: es¬tas tierras son sagradas para no¬sotros.

Las cristalinas aguas de ríos y arroyos no son sólo agua, son también la sangre de nuestros antepasados. Si les vende¬mos nuestras tierras, tendrán que recordar que son sagradas y enseñar a sus hijos que lo son, que los que se reflejan en sus aguas son los hechos y recuerdos de mi gente. Porque las que murmura el agua son las palabras de mis padres. Porque los ríos, nuestros hermanos, sacian nuestra sed, llevan nuestras ca¬noas, alimentan a nuestros hijos. Si les vendemos nuestras tie¬rras, tendrán que recordar que los ríos son hermanos nuestros (y de ustedes) y enseñar a sus hijos que lo son, y que hay que tra¬tarlos como a hermanos.

Sabemos que el hombre blanco no entiende nuestra forma de pensar. Para él, tanto da un trozo de tierra como otro: es un extraño que surge de la noche pa¬ra arrebatarnos la tierra allí donde le apetece. Trata a su madre, la tierra, y a su hermano, el cielo, como cosas que se pueden comprar y vender como si fueran objetos, ovejas o cuentas de colores. Su vo¬racidad destruirá a la tierra, dejando a sus espal¬das el desierto. No sé, pero nuestra manera de ser y de vivir es distinta a la de ustedes. Hasta la vista de sus ciudades es desagradable a los ojos del piel roja, Tal vez porque el piel roja es un salvaje y no comprende nada... No hay un lugar apacible en las ciudades de los blancos, un sitio donde per¬cibir el crecimiento de las hojas o escuchar el zumbido de los insectos. ¿Para qué sirve la vida si no podemos escuchar el canto de los pájaros ni el croar de las ranas?

Nada es tan apreciado por el piel roja como el aire, ya que todos compartimos el mismo aliento, respiramos el mismo ai¬re. El hombre blanco parece no ser consciente de eso. Pero, si les vendemos nuestras tierras, tendrán que re¬cordar lo inapreciable del aire, que comparte su espíritu con la vida a la que dio sustento. El viento, que infundió en nuestros antepasados el soplo vital, recibirá nuestro último há¬lito, el postrer suspiro Si les vendemos nuestras tierras, ustedes deberán conservarlas como sagradas que son, como un lugar donde incluso el hombre blanco pueda sentir el suave viento aro¬mado por las flores de la pradera.

Otra condición tendrá que aceptar el hombre blanco si decidimos venderle nuestras tierras: deberá tratar a los animales como a hermanos. Yo, un salvaje, no comprendo la vida de otra manera. He visto miles de bisontes que, muertos a tiros por los blancos desde un tren en marcha y abandonados, estaban pudriéndose en las praderas. Como soy un salvaje, no alcanzo a comprender por qué un humeante caballo de hierro puede ser más importante que el bisonte, al que noso¬tros matamos solo para sobrevivir. ¿Qué es el hombre sin los ani¬males? Si todos desaparecen también desaparecen los hombres. Si les vendemos nuestras tierras, tendrán que enseñar a sus hijos que el suelo que pisan son las cenizas de nuestros antepa¬sados. Que la tierra ha sido regada con la sangre de sus semejantes. Que la tierra es nuestra madre. Que todo cuanto le ocurra a la tierra, le ocurrirá a los hijos de la tierra, Que cuando los hombres escupen a la tierra se escupen a sí mismos.

La tierra no pertenece al hombre, sino el hombre a la tierra. Todo está unido, como una familia por la sangre. El hombre no te¬jió la tela de la vida; él es solo un hilo; lo que le hace a la tierra se lo hace a sí mismo; lo que haga con ella, lo liará consigo. También los blancos pueden llegar a sufrir la suerte que sufren nuestras tribus. Sigan contaminando su lecho y una noche se asfixiarán en su propio desierto. Cuando los bi¬sontes sean exterminados, los caballos salvajes domesticados, sa¬turados por el hombre, los más recónditos rincones de los bosques, el follaje y la maleza habrán desaparecido, el águila se habrá ido. La vida dejará su lugar a la su¬pervivencia. Estas cosas escapan a nuestro entendimiento. Quizá podríamos comprenderlo si supiéramos cuáles son los anhelos del hombre blanco, qué esperanzas transmite a sus hijos en las largas noches de invierno, qué porvenir bulle en sus pensamientos... Pero so¬mos salvajes, los sueños del hombre blanco nos están vedados, y no nos queda sino seguir, nuestro propio ca¬mino.

Consideraremos la oferta del Gran Jefe de Was¬hington. Si llegamos a un acuerdo será para asegurar nuestra conservación; tal vez en la reserva que nos ha prometido podamos pasar el poco tiempo que nos que¬da. Cuando el piel roja desaparezca de estos lares y su recuerdo sólo sea la sombra de una nube sobre la pra¬dera, el espíritu de mi gente seguirá impregnando esta tierra, a la que aman como ama el recién nacido los latidos del corazón de su madre. Si les vendemos estas tierras, ámenlas como nosotros, desvélense por ellas como nosotros, manténgan¬las tal como las entreguemos. Presérvenlas para sus hijos. Y ámenlas como Dios ama a todos nosotros.
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Durante su mandato el presidente Bill Clinton lanzó con tono admonitorio una advertencia a la comunidad internacional sobre los cataclismos que asolarán la tierra en caso de que siga aumentando el calentamiento de la atmósfera. Un siglo y medio antes, en 1854, un "salvaje" dwamish, el gran jefe Seattle, ya había aludido a esa cuestión en la olvidada carta con que respondió a la oferta del presidente norteamericano Franklin Pierce (1853-1857) de comprarle las tierras del Nor Oeste de Estados Unidos para cederlas a los colonos blancos que las habitaban.
La respuesta del “salvaje” al civilizado mandatario las transcribo a continuación . Sus palabras no nos dan la solución; pero presentan al hombre de nuestros días un desafío vital, al que habrá que responder con inteligencia y amor. Amor a la naturaleza, que por ser cuerpo y economía incluye al hombre. De la acertada respuesta depende evitar el colapso de la humanidad.
Hector Raul Sandler, Profesor Consulto, Derecho, UBA

1 comentario:

Walter Jerusalinsky dijo...

El aire es de todos.-

Inspiro, el aire en mis pulmones es mío y sólo mío.

Nadie puede decir que no es mío ahora, Nadie puede ahora decir lo contrario, venir y quitármelo sin dañar lo que me pertenece.-

Conservo el aire que es mío mientras dura el intercambio del oxígeno que necesito por el dióxido que necesitan las plantas .-

Exhalo, el aire que fue mío por necesidad durante unos segundos vuelve a ser de nadie y de todos.- No tengo el derecho de embotellarlo y además sería un tonto si lo hiciera.-

Todo el proceso de apropiación y caducación de la apropiación llevó unos pocos segundos .-

El agua es de todos, pero no mientras compone mi sangre.- Cuando el agua está en mi sangre es tan mía que hasta puedo donarla si quiero, y es claro que nadie tiene derecho a quitármela .- Me apropio del agua cuando la bebo y elimino el agua que ya no uso , y entre una cosa y la otra el agua es mía, cuestión de horas .-

Tendría derecho de enviar el agua que elimino al espacio y cancelar su disponibilidad? seguro sería muy estúpido hacer semejante cosa.. tambien sería muy poco inteligente además de poco higiénico conservarla en el estado en que la elimino.-


Creo que soy un mejor egoísta, un individualista más eficaz si dejo que los procesos naturales y espontáneos la reciclen para poder volver a beber la misma agua en cuestión de meses o años del arroyo o de la canilla o de la botella de plástico que saco de la heladera que la además funciona represa hidroeléctrica mediante.-

Creo que en todas estas discusiones sobre la tierra se ha soslayado la dimensión temporal , sean segundos, meses años , siglos o milenios, en el que una legítima apropiación existe y se sostiene por la acción humana