viernes, 8 de marzo de 2019

Las Leyes Matan: cuando nuestros deseos son obstruidos por las leyes se hacen más fuertes y nos precipitan al mal y hacia la muerte.

LAS LEYES POSITIVAS Y EL SENTIMIENTO NATURAL DE JUSTICIA

“Julius Paulus prudentissimus” Lo justo no deriva de las leyes, son las leyes las que nacen de lo que consideramos justo.

1° La ley positiva tiene por fin inmediato lograr un mínimum de justicia para permitir la vida tranquila de los ciudadanos, cohibiendo con las penas, los designios de los malvados.
2° La ley positiva, a través del miedo y del acostumbramiento, tiende a corregir éticamente a los perversos.
3° La ley positiva tiene por fin hacer buenos a los hombres en general, no sólo corregir a los delincuentes
4° La ley positiva tiene por misión subsanar el olvido en que pudiera haber caído el natural sentimiento de justicia.
5° La ley positiva es tarea sólo para los vicios más graves de la sociedad, porque legisla para la multitud.
6° La ley positiva educa para la virtud pero de modo gradual
7° La ley positiva no prohíbe todo lo que el sentimiento de justicia prohíbe, ni exige todas las virtudes que éste requiere.
8° Las leyes positivas pueden ser injustas, pero entonces no son LEYES SINO CORRUPCIÓN DE LA LEY. En este caso, responde a designios e intereses de gobernante injustos o sobrevalora fines sectoriales subalternos en relación al bien común.
9° Las leyes positivas alcanza su plenitud y nobleza cuando fomentan el imperio del bien común y el bienestar general en los actos de todas las virtudes.
Antonio I. Margariti


LAS LEYES DEBEN RESPONDER AL ORDEN NATURAL:
UNIVERSALES, SOBRIAS, CLARAS Y JUSTAS
Antonio I. Margariti Rosario, 7 de marzo 2019.

Ciertas leyes establecen que los ciudadanos no pueden alegar ignorancia para excusarse de cumplir con las leyes. Esto estaba bien cuando había pocas normas legales y no existían imposiciones de la voluntad partidaria por parte del gobernante de turno.
Sin embargo, al avanzar la dialéctica populista, los gobernantes comenzaron a decir que “el gobierno haría lo que el pueblo quiera” y multiplicaron las leyes de manera alarmante, como una marea legislativa que terminó ahogando a la sociedad.
En materia impositiva, rigen en la actualidad 134 impuestos sustentados en una maraña de 64.390 artículos sancionados en los últimos años por miles de leyes, decretos reglamentarios, decretos rectificativos, decretos interpretativos, resoluciones de la AFIP, aplicativos informáticos, instructivos fiscales, regímenes de información obligatoria, sistemas de retención y percepción y disposiciones de las Direcciones de Rentas provinciales o municipales.
Hoy es imposible que los ciudadanos y los propios fiscales o jueces, puedan leer, comprender y cumplir con el aluvión legal que todos los días aparece publicado en el boletín oficial del Estado. Por eso no conocen las nuevas leyes, las ignoran, se encogen de hombros y obran conforme al refrán “hecha la ley, hecha la trampa”. Ya en 1726 el primer diccionario de la Real Academia llamado Diccionario de Autoridades, señalaba “que al aumentarse las nuevas leyes especialmente en el comercio y en los tratos, se da ocasión para que discurra maliciosamente trampearlas o evadirse de la carga que imponen”.
Degradación de las leyes.
Con el populismo inevitablemente se vino la avalancha intervencionista del Estado, amparándose en la ideología de que LAS LEYES SON LO QUE LOS POLÍTICOS Y LEGISLADORES DECIDAN QUE SEA, NO LO QUE CORRESPONDA. Entonces, se dictan leyes sin orden, ni medida, de cualquier forma e incontroladamente. Los propios legisladores comienzan a confundir la “ley” con la “legislación” sin darse cuenta que la ley es anterior a su sanción legislativa. Creyeron que por el sólo hecho de levantar el brazo la mitad más uno, cualquier norma se convertiría en ley aun cuando fuese confusa, incoherente o sencillamente perniciosa.
En los últimos tiempos hemos tenido “leyes” votadas por diputruchos referidas al marco regulatorio de las privatizaciones, “leyes” sancionadas
con el sospechoso uso de la tarjeta banelco, “leyes” legitimadas mediante el confeso reparto de dinero, “leyes” ratificadas por la promesa de retribuir favores, “leyes” logradas con la compra de escandalosas ausencias o “leyes antinaturales” aprobadas con amenazas físicas a débiles legisladores.
También hemos tenido valientes denuncias de extorsión que rápidamente fueron pasadas al archivo.
¿Tenemos la obligación moral de respetarlas? Conviene recordar de paso, que muchos males no son obra de gente malévola, sino de falsos y desubicados ideólogos. Las semillas de la barbarie totalitaria casi siempre fueron sembradas por intelectuales que nunca supieron que el fruto de sus elucubraciones estaba colmado de vicios y funestos errores.
La arrogante concepción de que la ley se puede inventar y hacerla como uno quiera, ha ido transformando al Derecho privado en Derecho público y el Derecho común en Derecho administrativo. La burocratización de las leyes degeneró en un proceso que se llama “rent-seeking” o rentismo porque en las nuevas leyes ya no importan los principios sino las cuestiones administrativas y económicas de interés político.
El rentismo es la conducta económica centrada en la búsqueda de favores y beneficios estatales, evitando hacer un trabajo productivo y competitivo. Pero, algunas veces, el rentismo consiste en una deformación jurídica tendiente a sancionar leyes que permiten obtener tajadas ilícitas para sus promotores y mandantes. Con el fin de lograrlo se elaboran normas arbitrarias que distorsionan el derecho de propiedad. De ese modo, se crean privilegios y se fuerza una redistribución para ciertos grupos y sectores influyentes quienes obtienen rentas especiales gracias a leyes inicuas.
Se inscriben en este marco las sentencias de la Corte sobre las leyes de emergencia económica, la anulación de la ley de integridad de los depósitos bancarios, la derogación de reglas sobre emisión y convertibilidad monetaria, la pesificación de los depósitos bancarios, el otorgamiento arbitrario de bonos de compensación a instituciones financieras, la cuadruplicación de indemnizaciones, los aumentos salariales por simples decretos, la sanción de la ley de medios audiovisuales para manipular la opinión pública, el apoderamiento de cuantiosos ahorros privados en cuentas jubilatorias, la prohibición de ajustar los balances por efecto de la inflación y otras por el estilo. La gradual transformación de las normas del Derecho privado en Derecho público ha convertido a este último en una máquina de impedir, que paraliza la actividad privada con exigencias absurdas.
Dicho enfoque desconoce el simple hecho que la actividad económica pertenece originariamente a los individuos porque es un derecho humano fundamental preexistente y prioritario a la existencia del Estado.
Por otro lado, el actual positivismo jurídico, menosprecia la “legalidad de precedentes” basada en una legislación sobria con amplio margen de interpretación judicial para casos concretos y con información muy precisa. La “legalidad de precedentes” en materia comercial está asentada en principios seculares donde predominan “el uso y la costumbre”, “la palabra empeñada”, “la buena fe entendida”, “las prácticas universales” y el comportamiento “como buen hombre de negocios” de los agentes económicos.
Una parte significativa de los integrantes de la familia judicial: profesores, jurisconsultos, jueces y fiscales parecen soslayar la importancia de la “legalidad de precedentes”, que crea la conciencia de lo que es justo o injusto, lo que está permitido y lo que está prohibido. Han sido formados por una enseñanza basada en el positivismo jurídico, la indiferencia por la naturaleza humana, y la creencia en la “autonomía de cada rama del derecho”, como si los sarmientos de la vid pudieran nutrirse separados del tronco del cual dependen.
Con el postulado “autonómico” los principios sensatos de una rama del derecho son negados y conculcados en otras ramas del mismo derecho. Cotidianamente vemos que lo que es bueno y justo en el área del derecho civil se convierte en algo malo y repudiable en el derecho laboral o en el derecho penal y viceversa. El fruto que la sociedad recoge de esta manifiesta “incoherencia autonómica” es muy amargo: caos jurídico y anarquía social.
La palabra Ley se ha ido transformando hasta envilecerse, mezclándola con asuntos extraños, heterogéneos, bochornosos y hasta ridículos. Cualquier cosa que se apruebe en el Parlamento se denomina “Ley”, olvidando que tan excelsa palabra fue acuñada en el año 753 a.C. para expresar “una norma universal de recta conducta, destinada a delimitar la esfera de libertad de gobernantes y gobernados y aplicable a un número desconocido de casos futuros. La finalidad de la ley está en impedir el reinado de la injusticia porque ella –no la justicia- tiene existencia propia. Una es el resultado de la ausencia de la otra.
Los propios legisladores que integran el Congreso Nacional desconocen la importancia de lo que están haciendo y hasta el hartazgo demuestran ignorar la máxima del más grande e influyente jurista romano Julius Paulus del siglo III: “lo justo no deriva de las leyes, son las leyes las que nacen de lo que consideramos justo”.
Esa misma ignorancia alcanza a ciertos jueces que reniegan de esta máxima y obran contrariamente a lo que todos tenemos por justo, produciendo desvaríos que causan profunda aflicción al pueblo honesto.
Es aleccionadora la anécdota del más famoso juez americano, Oliver Wendell Holmes cuando dispuso la libertad de un violador y asesino de menores. Unos manifestantes indignados y enardecidos, le exigieron: ¡haga
justicia señor juez, haga justicia! a lo que el juez imperturbable contestó: “ese no es mi trabajo; a mí sólo me toca aplicar la ley”.


Cada cosa por su nombre.

En forma equívoca, cualquier disposición aprobada por el Parlamento es designada como “Ley” y ningún legislador se ha puesto a pensar que hay una indudable escala de jerarquías entre las normas que ellos sancionan, por lo cual convendría designarlas de manera diferente:
a) Leyes generales,
a) Decretos legislativos,
b) Designaciones parlamentarias,
c) Pronunciamientos declarativos,
d) Actos declamatorios del Congreso.
a) Las Leyes generales están basadas en principios que no se inventan, se descubren. El término Ley se debe reservar para mandatos solemnes de orden público, como en el caso de la Ley Monetaria pero no se debe utilizar en cuestiones de gestión o mera administración.
b) Los Decretos legislativos debieran ser la denominación genérica a emplearse en leyes referidas a cuestiones de organización del Gobierno, control público, gestión y administración del Estado. También podrían ser designadas: Preceptos o Resoluciones legislativas y Mandatos o Normas legislativas, evitando denominarlas Leyes.
c) Las Designaciones parlamentarias, consisten en nombramientos de jueces, embajadores o funcionarios que acuerdan las Cámaras, pero no son leyes.
d) Los Pronunciamientos declarativos, efectuados por el Congreso, tienen por objeto aclarar un derecho sin convertirse en mandamientos ejecutivos.
e) Los Actos declamatorios del Congreso, son expresiones de apoyo o fomento a cuestiones de interés público.

El Poder Legislativo tendría que llamar a cada cosa por su nombre. Si esa distinción no se hace formalmente, caemos en el espectáculo de leyes ridículas o grotescas.
¿Qué otra cosa son las leyes que declaran de interés nacional la fiesta del locro, el salame casero o el chocolate alpino? ¿O la ley de protección al tatú carreta? ¿Puede ser considerada ley la disposición de designar con el nombre de Carlos Gardel al aeropuerto de Ezeiza? Quien conozca las obras de Ulpiano, Cicerón y Justiniano, aún por referencias, ¿cómo puede tolerar que muchas extravagancias se designen Leyes? En este caso se encuentran leyes que declaran de interés nacional a la “fiesta
de la empanada tucumana, el salame quintero de Mercedes, el choiqué o ñandú petizo”; o la consideración como patrimonio nacional de la “empanada frita, el asado de tira bovina y el choripán”? Sin embargo, todas estas extravagancias han sido sancionadas y promulgadas como Leyes, agraviando esta palabra.
El derecho natural, es expresión de la naturaleza humana, es la ley eterna que el Creador ha impreso en la conciencia de los hombres para guiarnos hacia el bien y evitar el mal.
El hombre actúa correctamente no sólo cuando cumple con la legislación positiva votada por el Congreso, sino cuando su conducta se fundamenta en la ley natural que le dicta su recta razón.
Hacer el bien y evitar el mal es la norma básica que establece el criterio de moralidad a que deben atenerse los hombres decentes y a la que se reducen todas las demás as legislativas relacionadas con la acción humana.

Antonio I. Margariti

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