jueves, 23 de abril de 2009

La Tierra: propuestas de política pública y reforma social. Por José Luis Ramos Gorostiza

http://www.ucm.es/BUCM/cee/doc/00-15/0015.htm

1. INTRODUCCIÓN GENERAL

De mediados del siglo XVIII a comienzos del siglo XX las propuestas de política pública relacionadas con la tierra ocuparon un lugar importante en la agenda normativa de los economistas. Desde el impuesto único fisiocrático o el simple gravamen de la renta de la tierra (Smith), hasta la nacionalización con compensación económica (Gossen, Walras y Wicksteed) o sin ella (Marx), pasando por la confiscación de los incrementos de renta pura (James y J.S. Mill) o de la totalidad de ésta (Henry George). Además, entre los comentaristas de lujo de estas propuestas encontramos nombres como los de Marshall, Sidgwick o Hobson.
Sorprende la diversidad de posturas y la importancia de los economistas que se han acercado a la cuestión de la tierra desde corrientes tan diferentes como la fisiocracia, la escuela clásica, el marginalismo, o el socialismo de distinto signo. Tal variedad de posturas se apoya, a su vez, en una variedad de justificaciones que casi siempre aparecen de forma entremezclada formando parte de reflexiones de carácter más amplio.
Entre dichas justificaciones hay argumentos puramente económicos (el produit net del modelo fisiocrático del funcionamiento de la economía), argumentos económicos con un fuerte corolario ético (la teoría ricardiana de la renta como ingreso de escasez –“no ganado”– que no es necesario para que haya oferta del recurso), fiscales (la necesidad de garantizar unos ingresos públicos suficientes con una mínima distorsión del funcionamiento de la economía), jurídico-filosóficos (la legitimidad de los derechos de propiedad sobre los recursos naturales), político-sociales (el ideal igualitario y la reforma de la social, la reconsideración del papel del Estado, la crítica al capitalismo, etc.), e incluso religiosos (la referencia georgista a la voluntad divina o la gosseniana a la
Providencia).
Este trabajo –estructurado en dos documentos separados– pretende hacer una revisión tanto de las propuestas de política pública relacionadas con la tierra, como de los argumentos que les han servido de apoyo a lo largo de la historia del pensamiento económico. Se trata de analizar qué caracterizó la evolución de las recomendaciones de los economistas en este terreno, y cuáles fueron los factores explicativos de dicha
evolución (p. e., influencias de unos autores sobre otros, avances en el ámbito de la teoría económica, relevancia de problemas prácticos relacionados con la tierra, etc.).
En este primer documento se analizan las propuestas fiscales: el impuesto único fisiocrático sobre el excedente generado en la agricultura, la postura de los clásicos frente a la imposición sobre la renta de la tierra, y el impuesto único propuesto por Henry George –epígono de la escuela clásica– con el fin de confiscar la totalidad de la renta pura [1] . Asimismo, se revisará la cuestión de la nacionalización de la tierra en el
socialismo. Dicha cuestión fue planteada explícitamente desde los mismos orígenes de la tradición socialista, en el siglo XVIII, por autores como Spence o Babeuf, y más tarde estuvo presente tanto en el ideario de radicales como de moderados, marxistas o no marxistas. Como se tendrá ocasión de comprobar, la igualdad fue el argumento más comúnmente esgrimido desde las filas socialistas para abogar por la propiedad pública
de la tierra, aunque no el único.

2. LA FISIOCRACIA Y EL IMPôT UNIQUE
Para la fisiocracia la agricultura era la única actividad productiva, en tanto que único sector generador de un producto neto (en términos físicos y monetarios), esto es, un excedente sobre el coste necesario de producción que podía considerarse un “regalo de la Naturaleza”. La manufactura y el comercio se limitaban, respectivamente, a transformar y distribuir lo que proporcionaba la agricultura [2] . Así, el excedente físico
generado por la clase productiva (los agricultores), expresado en términos monetarios como renta o pago por las facultades productivas de la Naturaleza, era la auténtica “sangre” de la economía, que luego circulaba – gracias a sucesivas transacciones– por el resto de las clases (los terratenientes o propietarios, y la clase estéril de comerciantes y trabajadores manufactureros). Esto es básicamente lo que refleja el famoso Tableau économique, el primer modelo abstracto sobre las complejas interrelaciones que tienen lugar en una economía, y que representa el funcionamiento de la actividad económica como un flujo circular similar al flujo sanguíneo.
Partiendo de esta concepción, parece lógico que para los fisiócratas la renta generada en el sector agrícola fuese el único ingreso del cual poder pagar impuestos con que financiar un Estado garante de la justicia, el orden público y los derechos de propiedad [3] . Es decir, al final, fuera cual fuera la estructura impositiva, los tributos se acababan pagando del producto neto de la tierra. Por tanto, lo más eficiente, sencillo y barato era gravar directamente –desde un principio– la renta agrícola, el ingreso que recibía la clase terrateniente y con el que, en última instancia, se acababan sufragando todos los tributos [4] . De este modo, bastaría un único impuesto, que sustituiría a las innumerables figuras tributarias de la Francia de la época.
Al margen de la validez del contenido literal del argumento, es importante destacar que los fisiócratas anticipan aquí la moderna idea fiscal de traslación impositiva: los impuestos no los pagan necesariamente aquellos sobre quienes se gravan, sino que pueden acabar recayendo sobre otros individuos distintos a través del mecanismo de mercado. O en otras palabras: la política tributaria del Estado puede tener consecuencias
ocultas o imprevistas.
Por otra parte, hay que situar la propuesta fisiocrática en el contexto concreto de la Francia de la época (Meek, 1975: 24-28): una agricultura necesitada de capital y con métodos de cultivo no superiores a los de la Edad Media en la mayor parte del país, donde los grandes propietarios estaban poco preocupados por la dirección adecuada de sus tierras, los pequeños propietarios campesinos no tenían iniciativa debido a la carga de los tributos señoriales, y los métayers carecían tanto de capital como de iniciativa. La agricultura estaba sujeta, además de los sustanciosos y arbitrarios tributos señoriales y los diezmos, a los crecientes impuestos estatales derivados de las guerras y los gastos de la corte, tanto indirectos como directos –principalmente la taille, el impuesto sobre la tierra, del que estaban exentas las clases privilegiadas.
En este escenario, François Quesnay sintetizaba así su visión de la política fiscal:
“Que los impuestos no sean destructivos o desproporcionados a la masa de las rentas de la nación, que su aumento siga al aumento de las rentas de la nación, que sean establecidos sobre las rentas de los propietarios y no sobre las mercancías –pues multiplicarían los gastos de percepción y perjudicarían al comercio– y que no se recauden sobre los adelantos de los colonos de los bienes raíces, cuyas riquezas deben ser conservadas para que puedan subvenir a los gastos del cultivo y para evitar pérdidas de rentas” [5] .

No obstante, Quesnay tenía claro que una cosa era el ideal tributario que él proponía –y que se resumía en la idea del impuesto único–, y otra bien distinta descender a la realidad fiscal de su época para intentar mejorarla en lo posible. Así, a lo largo de sus textos aparecen alegatos en favor de modificaciones concretas de sistema tributario francés de la segunda mitad del siglo XVIII que distan mucho de ser propuestas de cambio radical. Por ejemplo, Quesnay aboga por mejoras sencillas, tales como “sujetar los impuestos [que pagan los campesinos] a reglas invariables y juiciosas [...], que dieran garantías a quienes han de hacer efectiva [la imposición] de que se verían libres de recaudadores mal intencionados o dados a establecer falsas conjeturas” [6] . En este sentido también señala que “establecer el pecho sobre una base proporcional al alquiler de las tierras es la regla más segura para determinar los impuestos que han de pagar los colonos y para evitarles los inconvenientes de las imposiciones arbitrarias” [7] .
Ante todo, Quesnay está especialmente preocupado por los efectos destructivos que los impuestos que gravaban al campesinado tenían sobre la población y la riqueza del país:
“Un agricultor que pierde su fortuna [...] por los impuestos o por otras causas no puede continuar sufragando los gastos que exige el cultivo, con lo que el Estado pierde los sucesivos productos de las riquezas y el trabajo de los campesinos [...]. Si [los campesinos] están sujetos a impuestos, a prestaciones y a otras cargas que anulan la esperanza de poder obtener las mínimas comodidades que ofrece la vida [...], limitan su trabajo a obtener la ganancia que pueda darles no más que lo rigurosamente necesario parta existir [...]. Así pues, al Estado no ha dejarle indiferente que el bajo pueblo viva desahogadamente o que su consumo sea reducido a lo más necesario. Dado que esta parte de la población es muchísimo más numerosa que la de los ricos, el Estado pierde cuando reduce el consumo que sus trabajos deberían permitirle mediante impuestos mal entendidos que agotan la fuente de las rentas del soberano y de la nación” [8] .
En definitiva, los impuestos en ningún caso debían afectar a la capacidad de reproducción del sistema económico. Si se gravaba a los agricultores arrendatarios, su capacidad para financiar la siguiente cosecha se vería fatalmente disminuida, de manera que se reduciría el producto neto disponible en el siguiente periodo productivo; y si se gravaba a los artesanos u otros componentes de la clase estéril, éstos recortarían sus compras a los agricultores, reduciéndose también así el producto neto. El efecto neutral en el Tableau sólo se lograría –según Quesnay– absorbiendo en torno a un tercio de la renta o producto neto que recibían los propietarios a través del impôt unique [9] . En la medida en que se controlaran los gastos públicos y aumentara la productividad de la agricultura, dicha cantidad sería más que suficiente para atender las necesidades del Estado. Sin embargo, es evidente que la propuesta del impuesto único era inviable, pues atentaba contra el status y los intereses de la clase dominante –la aristocracia terrateniente–, hasta entonces exenta del pago de tributos.
Con todo, a pesar de la primera impresión que pudiera derivarse de la forma de plantear el impôt unique –como un impuesto que recaía por completo sobre los propietarios–, los fisiócratas en ningún momento pusieron en cuestión la propiedad privada ni pretendieron desafiar la posición de los terratenientes. El derecho de propiedad –incluido el derecho de propiedad sobre la tierra– era sagrado, además de constituir la base de la libertad individual y el incentivo fundamental a la laboriosidad (pues es la seguridad que da poseer una serie de cosas, dice Quesnay, la que induce al hombre a realizar el trabajo necesario para el bienestar de la sociedad).
Por otra parte, como señalan Ekelund y Hébert (1992: 94), los terratenientes tenían derecho a una parte del producto anual al haber realizado la inversión inicial para poner la tierra en condiciones de ser cultivada [10] .
La desventaja inmediata que para ellos pudiera suponer el pago del impuesto único “se vería más que compensada a largo plazo por los incrementos subsiguientes a la inversión agrícola y por los mayores valores que alcanzaría el producto neto, y por consiguiente, también las rentas”.
Como se tendrá ocasión de comprobar, la idea de los economistas franceses de que la renta de la tierra era el objeto de imposición más adecuado volvió a surgir más tarde en boca de autores como James Mill o Henry George. Sin embargo, las razones que sustentan dicha idea son completamente distintas en cada caso, pues renta de la que hablan los fisiócratas –un excedente debido al uso de factores gratuitos como la lluvia y el sol– no es la renta pura ricardiana que crece a consecuencia del incremento de población.

3. LOS ECONOMISTAS CLÁSICOS Y LA IMPOSICIÓN SOBRE LA RENTA DE LA TIERRA
3.1. Adam Smith
Al discutir la propiedad de la tierra como posible fuente de ingresos del Estado de finales del siglo XVIII, Adam Smith subraya su absoluta insuficiencia, en contraste con lo que luego opinarían autores como George o Walras: “la renta de todas las tierras del país, administradas como lo serían si perteneciesen a un único propietario, apenas alcanzaría a los ingresos ordinarios con que el pueblo contribuye aún en tiempos de paz” (Smith, 1988[1776]: 849). Al hilo de esta cuestión, Adam Smith tiene oportunidad de explayarse sobre la propiedad estatal de la tierra, mostrando una opinión muy negativa al respecto y abogando por su venta a manos privadas:
“En todas las grandes monarquías de Europa hay grandes extensiones de tierra que pertenecen a la corona. Generalmente son bosques en los que, en ocasiones, tras viajar muchas millas, no se encuentra un solo árbol, sólo zonas despobladas y baldías. En toda gran monarquía europea la venta de las tierras de la corona produciría una suma importante de dinero que, de ser dedicada al pago de las deudas públicas, deshipotecaría
unos ingresos muy superiores a los que dichas tierras jamás aportarían a la corona. [...] Cuando las tierras de la corona se convirtieran en privadas, en pocos años habrían mejorado y estarían bien cultivadas. El aumento de su producto incrementaría la población del país al aumentar los ingresos y el consumo del pueblo” (Smith, 1988 [1776]: 851).
Una vez que Smith descarta que el Estado posea tierras y que éstas puedan ser una fuente importante de ingresos públicos, pasa a analizar la conveniencia de un impuesto sobre la renta de la tierra, mostrándose en este caso como un firme partidario de dicha figura tributaria. Esto es algo, sin embargo, que –después de haber leído las páginas que Smith dedica a definir la renta de la tierra– resulta chocante.
Y es que su discusión teórica sobre la renta es confusa. A veces parece que habla en términos físicos, como los fisiócratas, subrayando que la renta de la tierra se paga por la utilización de un elemento ‘productivo’. Otras veces –al abordar el problema del valor– indica que la renta entra a formar parte del coste de producción, y que por tanto es un elemento determinante del precio natural de las mercancías concretas; parece entonces como si reconociera que la tierra tiene usos alternativos, siendo la renta la cantidad competitiva que un producto tendría que pagar para que la tierra se consagrara a ese uso prescindiendo de los demás. Sin embargo, al tratar la cuestión de la distribución, Smith se refiere a la renta de la tierra como un ingreso de monopolio que no es determinante del precio, y que varía con la fertilidad y la localización geográfica. En definitiva, tras leer el libro I de La Riqueza no cabe identificar una postura terminante por lo que a la renta se refiere.
Sin embargo, en el libro V, al pasar a las consideraciones prácticas relacionadas con la tributación, Smith parece optar claramente por la idea de renta como ingreso de monopolio. De hecho, afirma con nitidez que los impuestos sobre las rentas de tierras y solares no perjudican ninguna actividad económica, y que probablemente son los ingresos más apropiados para ser gravados de forma directa:
“Tanto la renta de los solares como la renta ordinaria de la tierra son dos formas de ingreso cuyo titular disfruta, en muchos casos, sin que medie atención o cuidado por su parte. Aunque se detraiga una parte de estos ingresos para sufragar los gastos del Estado, no se perjudicará actividad económica alguna [...].
Por consiguiente, la renta de los solares y la renta ordinaria de la tierra son, quizá, las dos clases de ingresos más aptas para ser gravados mediante un impuesto específico” (Smith, 1988[1776]: 870).
Con todo, Smith considera que las rentas de los solares urbanos, que cree bastante más cuantiosas que las rentas agrarias o rentas comunes de la tierra, son aún más adecuadas que éstas como objetos de imposición, pues en las rentas vinculadas a los solares urbanos no se da el problema de que parte de la renta responda a la inversión realizada en mejoras [11] , y además son en gran medida consecuencia del buen gobierno. En cualquier caso, Smith destaca que, en general, los impuestos sobre la renta de la tierra –ya sea ésta agrícola o urbana– son pagados por el propietario, y no tienden a disminuir la cantidad ni a elevar el precio del producto.

3.2. Más allá de Ricardo: James Mill y la renta pura de la tierra
Una vez expuesta su teoría de la renta diferencial, Ricardo había dejado escrito en sus Principios de Economía Política y Tributación [1817]:
“un impuesto sobre la renta de la tierra afectaría a ella exclusivamente: recaería por entero sobre los terratenientes y no podría ser transferido a ninguna clase de consumidores. El propietario no podría elevar la renta, porque con el impuesto no se altera la diferencia entre le producto obtenido en la tierra menos productiva, de las que se cultiven y el obtenido en la tierra de cualquier otra calidad [...] El impuesto no podría tampoco elevar el precio del producto” (Ricardo, 1973[1817]: 143).
Es decir, según Ricardo un impuesto sobre la renta pura de la tierra no afectaba a los precios naturales (pues la renta en ningún caso formaba parte del coste de producción) y no era trasladable ni a consumidores ni a arrendatarios, recayendo únicamente sobre los terratenientes. De este modo, el funcionamiento del sistema económico no parecía verse afectado en absoluto, y además, los ingresos del Estado se obtenían por esta vía gracias a una renta “no ganada”, fruto del simple crecimiento de la población en un contexto de tierra fértil escasa y sujeta a la ley de los rendimientos decrecientes. Tan peculiares características, en principio, otorgaban un enorme atractivo a este tipo de tributo.
Con todo, en la práctica se planteaba un problema importante: la renta total pagada por el arrendador al terrateniente no sólo incluía la renta pura, sino también lo que se “paga por el uso de los edificios, instalaciones, etc., y son realmente beneficios del capital del propietario” (p.144). De esta forma, si no se distinguían bien ambos componentes el impuesto podría acabar perjudicando al cultivo, “a menos que se elev[ara] el precio del producto”, en cuyo caso el tributo sería trasladado a los consumidores.
Hasta aquí las consideraciones realizadas por Ricardo sobre la posibilidad de gravar la renta de la tierra. Sin embargo, dado el corolario de su teoría de la renta diferencial –la existencia de un ingreso “no ganado”– era lógico deducir la conveniencia de una medida de política fiscal más radical que la que había apuntado el propio Ricardo, y el encargado de hacerlo fue James Mill (1773-1836), que propuso la confiscación de todos los incrementos de la renta pura. En general, Mill siguió fielmente a Ricardo en los aspectos tributarios, pero en el caso concreto del impuesto sobre la renta de la tierra fue más allá de las recomendaciones políticas de su amigo [12] . Así, en la sección 5 del capítulo IV de sus Elementos de Economía Política [1821] discutió en detalle su propuesta fiscal, incidiendo en sus excelencias teóricas: el hecho de no afectar a la industria del país ni distorsionar la libre asignación del capital, permitiendo al mismo tiempo que los trabajadores disfrutasen del total de sus salarios y los capitalistas del total de sus beneficios [13] (J. Mill, 1965[1821]: 248-9). Poco tiempo después, ya en el terreno práctico, Mill pretendió convertir su impuesto sobre la renta de la tierra en la base del sistema fiscal de la India [14] .
3.2.1. La propuesta de confiscación de los incrementos de renta y la postura de Ricardo James Mill sostuvo que, con objeto de sufragar los gastos de Estado, se deberían confiscar los incrementos futuros de la renta pura de la tierra, pues –según él– las rentas vigentes determinaban el precio pagado por la tierra [15] , mientras que cualquier aumento futuro en la renta era una simple bonificación al propietario (J. Mill, 1965[1821]: 253). Evidentemente, Mill se equivocaba en su argumentación, pues la expectativa de una corriente creciente de ingresos se refleja en el precio, algo que más tarde reconocería su hijo.
James Mill llegó incluso a defender que toda medida legislativa que aumentara el valor de la tierra supusiera el correspondiente gravamen sobre el excedente resultante (p. 251). Ricardo, sin embargo, desaprobaba en términos generales la idea milliana de gravar los incrementos de la renta pura. En una carta de 1821 en la que comentaba críticamente a James Mill sus Elementos de Economía Política, Ricardo exponía tres argumentos distintos. En primer lugar, no creía posible discernir qué parte del aumento de la renta era consecuencia de la legislación o del crecimiento de la población, y cuál era debida a la introducción de mejoras.
En segundo lugar, sostenía que en países nuevos “habría un periodo, más o menos largo, en el cual no existiría renta, y por tanto no habría ingreso público” (Ricardo, 1965[1821]: 96). Por último, en tercer lugar, era de la opinión de que un impuesto como el que proponía Mill conduciría al fraude y al juego con las tierras: “la tierra se vuelve una gran fuente de ingresos fiscales, su precio fluctúa ante las perspectivas de paz o guerra (puesto que la guerra requiere ingresos extra) y el resultado es la especulación” (O´Brien, 1989: 348). En palabras del propio Ricardo: “Al aproximarse la guerra, la tierra bajaría [de precio] en proporción a las expectativas de duración de la misma, y con cada batalla o con cada tratado la gente especularía según predominaran sus esperanzas o sus temores. La tierra constituiría una propiedad tan incierta que no se podría hacer ninguna disposición de ella, emanada de su posesión, a favor de los hijos” (Ricardo, 1965[1821]: 96).
Ricardo concluye abogando por mantener el sistema vigente de tributación antes que introducir un impuesto sobre la renta de la tierra como el defendido por Mill. Y puestos a innovar, en vez del citado tributo prefiere la nacionalización completa, esto es, “considerar al gobierno en todo tiempo, tanto en la guerra como en la paz, el poseedor único de la tierra, y el único con derecho a recibir toda la renta” (p. 96).
Aparte de Ricardo, entre los clásicos el principal crítico de los argumentos de Mill padre fue John Ramsay McCulloch (1789-1864), que volvió a subrayar lo que ya había apuntado Ricardo, esto es, la dificultad para delimitar la renta neta (o pura) dentro de la renta bruta total que recibía el terrateniente, y por tanto, el consiguiente peligro de desincentivar la introducción de mejoras en la tierra. McCulloch también indicó que el hecho de otorgar un lugar preeminente en el sistema tributario al impuesto sobre la renta de la tierra supondría una violación del criterio de justicia intersectorial, al gravar sólo una clase de propiedad [16] (O´Brien, 1989: 348) y a una clase de personas, la cuales podían haber comprado sus tierras con ahorros acumulados mediante años de trabajo.
En otro orden de cosas, McCulloch –que admitía la idea de Mill de que en países como Estados Unidos el Estado retuviera en propiedad pública las tierras aún no apropiadas privadamente para beneficiarse así del incremento secular de las rentas [17] –, señaló que había otras fuentes de ingreso que, al igual que la renta, podían aumentar por economías externas, y por tanto era difícil saber donde detenerse a la hora de fijar un impuesto (Blaug, 1975: 278; Schwartz, 1968: 359n). Sin embargo, James Mill no entendió esta idea que McCulloch había desarrollado para el suplemento de 1824 de la Encyclopaedia Britanica (en un artículo titulado “Taxation”), y en la segunda edición de sus Elementos [1824] se limitó a recalcar que los beneficios del capital nunca eran ingresos “no ganados” –o ganados sin esfuerzo–, puesto que el capital era siempre resultado del trabajo humano [18] (J. Mill, 1965[1821]: 253-4). Mill hijo sí entendió la crítica de McCulloch, pero –como se verá en el próximo apartado– la desestimó.

3.2.2. La India y el intento de aplicación práctica de las ideas fiscales de James Mill
En 1820 Mill entró a formar parte de la Compañía de las Indias Orientales, en la que acabarían trabajando también tres de sus hijos, entre ellos J.S. Mill. En principio, resulta chocante que James Mill decidiera integrarse en una organización que tanto había criticado anteriormente por su monopolio comercial.
Sin embargo, la Compañía le ofrecía una oportunidad única para poner en práctica sus ideas, y Mill pasó a justificar la existencia de la misma una vez que ésta hubo perdido su monopolio comercial y su papel quedó reducido al de administración y al ejercicio de la soberanía [19] .
En efecto, el propio Mill era consciente de que un buen gobierno de los territorios bajo jurisdicción de la Compañía de las Indias Orientales –con casi sesenta millones de personas– otorgaba una enorme capacidad para influir en la esfera de la felicidad humana. Se trataba de un inmejorable “campo de experimentación”, con una libertad de maniobra para aplicar (probar) los últimos avances de la teoría económica muchísimo mayor que la que hubiera llegado a tener nunca en su propio país.
Mill consideraba que la India había sido siempre una zona atrasada, dominada por un despotismo primitivo, y que sólo bajo la tutela británica podría salir adelante. De hecho, en su monumental Historia de la India británica [1817], sostuvo que la difundida idea ilustrada de que una vez había existido una gran civilización india que había entrado en decadencia por alguna misteriosa razón, era un mito (Rodríguez Braun, 1989: 111).
Los indios eran incapaces de gobernarse a sí mismos, y por tanto, la posibilidad de una asamblea legislativa india debía rechazarse de plano. A cambio, el paternalista Mill proponía “una forma sencilla de gobierno arbitrario, atemperado por el honor europeo y por la inteligencia europea” (cit. en Rodríguez Braun, 1989: 111).
El objetivo declarado del utilitarista Mill era elevar el nivel general de vida de la población india. Es decir, poner a la India en una senda de crecimiento económico sostenido haciendo que la gran masa de la población pudiera participar de los frutos del progreso. A su juicio, entre las razones que explicaban el atraso del país –y sobre las que habría que incidir– estaba el problema cultural (supersticiones, tradiciones, etc.) y la falta de educación. Pero también el sometimiento en el pasado a gobiernos opresivos y arbitrarios, bajo los cuales los frutos del trabajo no habían estado seguros, sujetos a sistemas tributarios desincentivadores de la laboriosidad y la acumulación de capital.
Pues bien, el instrumento básico de política pública para la India sería –según Mill– el impuesto sobre la renta pura de la tierra. Este tributo tenía una base “científica” –la teoría de la renta diferencial ricardiana– y, sin afectar a salarios y beneficios, permitiría al Estado disponer de una fuente creciente de ingresos para promover la mejora pública, básicamente a través de la creación de un entramado institucional favorable a la expansión económica (mantenimiento de la ley y el orden y garantía de ciertos servicios administrativos) [20] . Pero la renta de la tierra no sólo supondría una fuente de ingresos, sino que también marcaría los límites de las obligaciones fiscales que podría imponer el gobierno sin contribuir a elevar los costes de producción.
En cualquier caso, lo más llamativo de la concepción de James Mill es, quizá, su firme convencimiento de que las herramientas analíticas empleadas por los clásicos para investigar los condicionantes del crecimiento económico en Gran Bretaña podían ser utilizadas también en un entorno institucional tan radicalmente diferente como el de la India, lo cual era verdaderamente dudoso. Como señala Barber (1969), por una parte estaba el hecho de que la India era una colonia, y por tanto, su economía estaba supeditada a una metrópoli que restringía sus posibilidades comerciales en beneficio propio, y que se apropiaba de una parte del producto indio que de otro modo podría haber servido para fomentar la acumulación interna de capital [21] .
Por otra parte, el modelo clásico sobre el funcionamiento de la economía estaba construido sobre el presupuesto implícito de una estructura económica bien articulada y muy monetizada. En Gran Bretaña, la tierra estaba mayoritariamente en manos privadas, había mercados regulares de productos y factores, existía una sencilla división en clases bien definidas, y las fuerzas del mercado establecían participaciones en el ingreso identificables como salarios, beneficios y rentas. Por contra, en el caso indio la economía –agraria y basada en la tradición más que en el mercado– estaba muy atrasada, y tanto las prácticas agrícolas como el sistema de tenencia de la tierra diferían por completo de los de la Inglaterra de la Revolución Industrial. Las labores agrícolas se realizaban con trabajo familiar no remunerado, los mercados de productos agrícolas estaban lejos de su pleno desarrollo, no había mercados organizados de trabajo y capital, y las participaciones distributivas en las que se basaba la economía clásica no eran claramente identificables. Además, en la India de comienzos del siglo XIX no existía una clase social capitalista, que en el modelo de crecimiento clásico realizaba la esencial labor de ahorro y acumulación; sí había individuos aislados de grandes recursos económicos, pero no se comportaban como inversores productivos, en tanto que la mayor parte de la población apenas tenía capacidad de ahorro [22] (Barber, 1969: 95).
Con todo, aun reconociendo la existencia de las peculiares características de la economía india, Mill creía en la validez universal de la teoría ricardiana: en todas las sociedades la renta nacía de las diferencias en fertilidad de las tierras, y sólo era necesario evaluarlas. Es decir, el problema de la puesta en práctica del impuesto milliano sobre la renta de la tierra era fundamentalmente técnico, e inicialmente la fijación de las cuantías a pagar podría hacerse utilizando un simple procedimiento de “prueba y error” (dadas las enormes dificultades [23] que supondría optar por la vía del análisis del poder productivo de parcelas concretas) (Barber, 1969: 96).
Richard Jones (1790-1855), sucesor de Malthus como profesor de economía política en Haileybury, fue quien criticó con mayor dureza las intenciones de Mill de gravar la renta de la tierra: en una economía como la india, la exigencia de una obligación fiscal fija en términos monetarios, aparte de ser difícil de satisfacer dadas la baja monetización y las importantes fluctuaciones estacionales en la producción, probablemente deprimiría el nivel de vida, elevaría los costes de producción, y eliminaría todo posible incentivo a acumular capital. Es decir, los efectos serían exactamente los contrarios a los previstos por Mill (p. 97-8).
Los hechos parecieron dar la razón a Jones en aquellas partes de la India en las que se siguieron las recomendaciones realizadas por Mill. A pesar de todo, la influencia de la aproximación milliana a los problemas de la India pervivió durante mucho tiempo. Aún a finales del siglo XIX sus ideas eran propuestas como modelo a seguir en el África Occidental.

3.3. J. S. Mill, la imposición sobre la renta y la “Land Tenure Reform Association”
Como señalan Ekelund y Hébert (1992: 227), J.S. Mill intentó combinar un concepto de justicia social con la economía de mercado. Por eso, las reflexiones sobre la propiedad de la tierra (división de las fincas más extensas mediante la abolición de la primogenitura, severas restricciones de la facultad de legar, apropiación estatal de los incrementos de la renta pura, etc.) no son aspectos aislados en su obra, sino que se enmarcan dentro de su preocupación genérica por la reforma social y la igualdad de oportunidades, que, entre otras cosas, le llevó a defender la igualdad de la mujer, la educación pública, la pertinencia de la acción sindical, la progresividad en materia de impuestos sobre herencias, o la exención de determinados niveles de renta del pago de tributos. Además, no hay que olvidar que J.S. Mill prestó atención a las doctrinas socialistas (de Owen, Fourier, Saint-Simon, etc.) y las discutió con cierto detenimiento.

3.3.1. La renta pura de la tierra y la justicia tributaria
Como se ha visto en la parte de la discusión teórica sobre la renta, aunque J.S. Mill admitía la posibilidad de que la tierra tuviera usos alternativos, no desarrolló este aspecto y, a la manera ricardiana, tendió a suponer que en general la tierra de un país –tomada como un todo– tenía un único empleo, la producción de grano. Precisamente de acuerdo con esta idea planteó su propuesta fiscal: era partidario de gravar los futuros aumentos de la renta pura de la tierra –según las necesidades de la Hacienda– con un tipo único por unidad de superficie, sin afectar en ningún caso a los rendimientos derivados de las mejoras introducidas en las parcelas.
En realidad, éste era el mismo planteamiento que había realizado su padre James Mill, aunque añadiendo algunos aspectos concretos referentes al problema de la aplicación práctica. En cualquier caso, es importante resaltar –como hace Schwartz (1968: 359n)– que los Mill no defendían un impuesto sobre las plusvalías de capital de las tierras, sino sobre los incrementos de las rentas ricardianas, un objeto imponible hasta entonces olvidado: se trataba de establecer “un impuesto que, absteniéndose de gravar las rentas existentes, se contenta con apropiarse de cualquier aumento futuro que resultara de la acción de causas naturales” (Mill, 1985[1848]: 705).
Para J.S. Mill (1985[1848]: 705) resultaba evidente que un “impuesto especial sobre un ingreso de cualquier clase que no est[uviera] contrapesado por impuestos sobre otras clases [era] un ultraje a la justicia”.
Sin embargo, el aumento de la renta pura de la tierra era un ingreso que admitía perfectamente un trato discriminatorio al no ser fruto del trabajo humano, y por tanto, no ser justificable como propiedad privada (Mill, 1985[1848]: 216). El siguiente párrafo es rotundo en este sentido: “El progreso ordinario de una sociedad cuya riqueza aumenta está siempre tendiendo a aumentar los ingresos de los terratenientes, a darles una mayor cantidad y una mayor proporción de la riqueza de la comunidad, independientemente de cualquier molestia o gasto en que incurran. Puede decirse que se
enriquecen mientras duermen, sin trabajar, arriesgar o economizar. Según el principio general de la justicia social, ¿qué derecho tienen a ese aumento de sus riquezas? ¿En qué se les habría perjudicado si la sociedad se hubiera reservado, desde un principio, el derecho de gravar con un impuesto el crecimiento espontáneo de la renta, hasta el máximo requerido por las exigencias financieras? (J.S. Mill, 1985[1848]: 700) [las cursivas no aparecen en el texto original].
Sólo el aumento de la renta debido a la inversión de capital realizada por los propietarios en sus predios –que en realidad era un rendimiento sobre el capital invertido– debía tener derecho a igual trato fiscal que otros rendimientos. De esta forma no se desincentivarían fiscalmente las mejoras [24] . Por otra parte, el impuesto sobre los incrementos de renta pura tenía la ventaja de que, en principio, tampoco desincentivaba la reasignación de tierras hacia usos más lucrativos, al no afectar a las diferencias de precios entre las tierras [25] . Además, Mill insistía una vez más en lo ya señalado por Ricardo y por su padre: el impuesto no era trasladable y no afectaba al precio de los productos agrícolas, que en cualquier caso quedaba determinado por el costo de producción –en términos de salarios y beneficios– en las tierras menos fértiles que no generaban renta (Mill, 1985[1848]: 705).
En cualquier caso, Mill parecía olvidar que la renta, además de por las circunstancias generales de la sociedad y por las mejoras realizadas por el terrateniente, podía incrementarse por otras razones, como la construcción de una carretera en terrenos colindantes (es decir, como consecuencia del disfrute de beneficios externos debidos a la buena situación de las parcelas). Sin embargo, Schwartz (1968: 360) opina que Mill quería eximir explícitamente de la tributación los beneficios derivados de la especulación de la tierra, y que, además, se refería al aumento general de las rentas como razón de ser de los impuestos sobre la tierra (y no a incrementos de rentas en parcelas individuales y concretas).
Aparentemente, el hecho de que el nuevo impuesto sólo gravase los futuros incrementos de las rentas puras podía ser una buena forma de hacer viable su adopción, esto es, aceptable a los ojos de los propietarios. Además, El propio J.S. Mill afirmaba terminantemente que los propietarios, tanto si habían comprado las tierras con el fruto de su trabajo como si no, tenían “derecho a no ser desposeídos [de su parcela] sin recibir su valor en dinero o una renta anual igual a la que obtenían de su propiedad [...]. Con esta limitación, el Estado es libre de usar la propiedad de la tierra en la forma más conveniente para los intereses de la comunidad, incluso al extremo, si fuera necesario, de expropiarla por completo” (Mill, 1985[1848]: 220).
Ahora bien, en realidad ni aún gravando sólo los incrementos futuros de la renta los “derechos adquiridos” quedaban totalmente salvaguardados: incluso suponiendo que fuera posible identificar con claridad los aumentos de renta pura, el hecho de gravar dichos aumentos afectaría al valor actual de la tierra, pues éste último comprende tanto la renta actual como los incrementos esperados de la renta actualizados al tipo corriente de interés [26] .
Con todo, el principal problema del impuesto propuesto por J.S. Mill y su padre era la identificación de las rentas ricardianas, es decir, separar –dentro de la renta total obtenida por el propietario– la parte que era renta pura de la que correspondía a mejoras. Se trataba de buscar una medida de carácter general, huyendo de la evaluación parcela por parcela. Pues bien, en vez de optar por la complicada vía de la valoración directa [27] , J.S. Mill propuso en sus Principios de Economía Política una solución indirecta: si el precio medio de los productos agrícolas había aumentado, “sería seguro que las rentas [puras] habían aumentado, e incluso en mayor proporción que la subida del precio” (Mill, 1985[1848]: 700). Y es que según el modelo ricardiano que servía de base a Mill, cualquier aumento de capital y población –a menos que se introdujeran mejoras técnicas que compensasen la disminución de la productividad– elevaría el precio del trigo, y por tanto, la renta; es decir, en condiciones favorables todas las rentas del país se incrementaban en parecida proporción. En fin, Mill concluía que, “basándose en éstos y otros datos –que no especificó– podría hacerse un cálculo aproximado de lo que había aumentado el valor de la tierra del país por causas naturales”, y podría imponerse una “contribución general sobre la tierra, que, por temor a equivocarse [y afectar al rendimiento derivado de las mejoras], debería ser inferior al importe así calculado” (p. 700).
J.S. Mill también parece haber considerado por un momento la posibilidad de utilizar como indicador “el aumento general del precio de la tierra” –en vez del precio de los productos agrícolas– (Mill, 1985[1848]: 701), pero finalmente no adoptó esta alternativa, que por otra parte presentaba claros inconvenientes. Por un lado, no permitía distinguir entre plusvalía pura e incrementos derivados del esfuerzo productivo, y por otro, llevaba a gravar cada incremento anual del valor de la tierra, a pesar de que el aumento de renta pudiese estar concentrado de hecho en un solo periodo.
Ya al final de su vida, Mill volvió a ocuparse del problema de cómo distinguir los incrementos de renta pura de los debidos a mejoras, añadiendo algunas consideraciones interesantes. En primer lugar, Mill pensaba que en un país de pequeños propietarios tal distinción sería muy difícil, pues las mejoras que éstos introducían eran resultado de una continua e imperceptible aplicación de su propio trabajo y de pequeños ahorros. En otros palabras: las mejoras en estos casos no suponían grandes obras ni un importante gasto monetario en momentos puntuales. Sin embargo, Gran Bretaña era más bien un país de grandes y ricos terratenientes, y las mejoras en la tierra que éstos llevaban a cabo se realizaban con importantes desembolsos monetarios y con de la participación de superintendentes e ingenieros, por lo que sería fácil llevar un registro de tales operaciones que incluyera su coste. Además, si en muchas partes de Inglaterra era costumbre compensar al arrendatario por los mejoramientos temporales que éste había introducido, ¿por qué iba a ser imposible valorar las mejoras permanentes? (Mill, 1986c[1873]: 1242).
Mill proponía que se realizara una encuesta en todo el país en la que se recogieran las condiciones y rendimientos de cada propiedad, y que dicha encuesta se renovara cada diez o veinte años, dando al terrateniente la posibilidad de probar que los datos en ella consignados eran incorrectos (p. 1243). Una encuesta de este tipo no supondría más dificultades para el Gobierno de las que ya implicaban muchas de las tareas que éste desempeñaba. Además, en muchos países de Europa la valoración de la tierra con fines fiscales era práctica habitual (Mill, 1988b[1873]: 430).

3.3.2. La “Land Tenure Reform Association” y la postura de J.S. Mill frente la nacionalización de la tierra
Hasta su muerte [1873], J.S. Mill “dedicó una parte importante de su actividad pública a la cuestión de la tierra”, y “su postura en este tema atrajo mucha atención en su tiempo” (Schwartz, 1968: 363). En 1869 se fundó la “Land Tenure Reform Association” (Asociación para la reforma de la tenencia de la tierra), con el objetivo declarado de conseguir una reforma fundamental del sistema de propiedad de la tierra y con J.S. Mill de presidente. En 1870 apareció el Programa de la Asociación [28] –probablemente redactado por el propio Mill–, donde, además de gravar los futuros incrementos de las rentas puras de la tierra, se abogaba por la abolición de todos los obstáculos a la transmisión de la propiedad rústica –incluidos mayorazgos–, el empleo de tierras –adquiridas por el Estado o pertenecientes a corporaciones de derecho público– para establecer cooperativas agrícolas y favorecer la propiedad campesina, la conservación de los montes comunales, y la concesión al Estado de facultades para mantener propiedades que poseyeran especial belleza.
Aunque Mill apenas modificó en sus últimos años las opiniones que había mantenido anteriormente, sí matizó y clarificó dos aspectos concretos. En primer lugar, propuso un mecanismo para garantizar que el valor de la tierra no se viera afectado negativamente por el establecimiento del nuevo impuesto: el Estado debería ofrecer a los propietarios la posibilidad de vender su tierra por el precio que ésta tuviera en el momento de introducir el impuesto, manteniendo dicho ofrecimiento con carácter perpetuo; además, debería compensar a los terratenientes por el incremento en el valor de capital debido a mejoras costeadas de su propio bolsillo [29] (Mill, 1986b[1873]: 1234 y 1986c[1873]: 1239). Sin embargo, Mill dejaba sin resolver otra cuestión importante a la que ya se ha hecho referencia anteriormente: “el problema no residía en la tierra tomada en conjunto, sino en parcelas individuales afectadas por desarrollos sociales, es decir, que grosso modo se trataba de un problema urbano mucho más que de terrenos dedicados a la agricultura” (Schwartz, 1968: 364). Este hecho no deja de ser curioso, pues en algunos escritos Mill alude a aumentos en el valor de tierras suburbanas originados por el crecimiento de Londres, aunque ello no le lleva a aceptar que tales propiedades ejereciesen una evaluación individualizada (Mill, 1986b[1873]: 1233).
En segundo lugar, J.S. Mill definió su postura respecto a la cuestión de la nacionalización (con compensación) de la tierra, especialmente candente en aquellos años en que dominaba un clima favorable al laissez-faire. Mill se mostraba partidario de un amplio patrimonio inmobiliario para el Estado. De hecho, la Asociación que presidía hizo campaña a favor de la compra de tierras por el Estado para su posterior arrendamiento, en parte para conseguir el apoyo de los trabajadores, que –según el propio Mill– eran mayoritariamente favorables a una nacionalización total.
Sin embargo, en la Inglaterra del momento Mill no creía apropiada la nacionalización de la tierra defendida por la “Land and Labour League” –y en la que militaba Karl Marx. A pesar de todo, en 1871 el autor inglés no negaba la posible conveniencia en un futuro de la nacionalización (con compensación), revirtiendo las rentas a la Real Hacienda [30] (Mill, 1986a[1873]: 1228). Esta idea sí suponía una evolución importante respecto a sus opiniones de juventud o de la época de sus Principios [1848], poco favorables en cualquier caso a una medida de ese tipo:
“Hablando a título personal, debo decir que la cosa podría hacerse fácilmente, caso de que fuese conveniente hacerla, y no sé si nos tocará hacerla en el futuro; pero, por el momento, decididamente no lo creo conveniente. Tengo una opinión tan pobre de la gestión del Estado o municipio, que temo que tendrían que transcurrir muchos años antes de que la renta recogida por el Estado fuese suficiente para pagar la indemnización que justamente reclamarían los propietarios desposeídos. Me temo que administrar
toda la tierra de un país como éste desde instancias públicas requiere un mayor grado de virtud e inteligencia públicas de la que hasta ahora se ha conseguido” (Mill, 1988a[1871]: 419).
Como puede observarse, Mill creía que, incluso la opción de que el Estado poseyera un amplio patrimonio inmobiliario –sin llegar a una nacionalización total–, presentaba dificultades. En concreto, podía haber problemas de asignación de recursos cuando la cantidad de tierra en manos públicas hubiera crecido de forma considerable, dada la torpeza de la administración pública. También era consciente de que, en caso de nacionalizar la tierra, tendrían que transcurrir muchos años antes de que los rendimientos obtenidos por el Estado fueran suficientes para pagar la indemnización que legítimamente pudieran exigir los propietarios [31] .
Con todo, Mill no dudaba en afirmar: “mientras se permita que la tierra sea propiedad privada (y yo no puedo considerar su apropiación como una institución permanente), la sociedad parece obligada a garantizar que el propietario únicamente hará de ella un uso tal que no interfiera con su utilidad pública”; o, también: “un sistema de propiedad privada que fue justo y razonable mientras la tierra era obtenible por todos, está en justicia sujeto a reconsideración tan pronto como ésta sea insuficiente en cantidad y haya sido absorbida por un pequeño número de propietarios” [32] .
Y es que Mill veía el derecho de propiedad privada sobre la tierra como un derecho esencialmente limitado o condicionado por la utilidad pública, la cual identificaba con el hecho de que la tierra estuviera siendo adecuadamente cultivada. Por otra parte, a pesar de que la propiedad sobre la tierra no fuese justificable desde el punto de vista del trabajo, a Mill parecía convencerle suficientemente el argumento que más se utilizaba para defenderla, a saber: que el mayor incentivo a la producción se lograba cuando los individuos tenían derecho exclusivo sobre la tierra (Mill, 1986c[1873]: 1236).
De cualquier modo, J.S. Mill se negaba a extender su cuestionamiento de la propiedad de la tierra a la riqueza mobiliaria, quizá por considerar que ninguna otra posible renta tenía la generalidad y la persistencia de la del suelo. Así, a las objeciones de que las acciones de las compañías públicas a menudo sufrían alzas considerables por simple especulación, o de que los salarios de los trabajadores aumentaban a menudo sin un incremento de la habilidad o del esfuerzo, contestaba:
“otra propiedad distinta de la de la tierra puede, sin duda, aumentar su valor sin esfuerzo alguno por parte de su poseedor. Pero no conozco ninguna propiedad de cierta importancia que aumente [...] por una especie de ley natural [...]. Sin mencionar que la tierra es un don de la Naturaleza y en cantidad limitada” [33] .
Como puede verse, la influencia ricardiana sobre Mill en la cuestión de la tierra fue notable, hasta el punto de que fue en este aspecto donde menos amplió las teorías económicas de Ricardo. Dicha influencia se deja notar especialmente en el hecho de considerar “la tierra en su conjunto como un monopolio natural, aun cuando la propiedad estuviese subdividida, por ser de oferta inelástica” (Schwartz, 1968: 368).

4. HENRY GEORGE Y EL IMPUESTO ÚNICO: EPÍLOGO DE LA ESCUELA CLÁSICA
La figura de Henry George, su obra y su influencia han sido objeto de análisis específico en un Documento de Trabajo anterior [34] , al que se remite al lector interesado. Baste recordar aquí que, partiendo de una modificación del modelo ricardiano –del que eliminó la teoría del fondo de salarios y el principio maltusiano de la población–, George defendió la confiscación de la totalidad de la renta pura de la tierra a través de un impuesto único que sustituyera al resto de tributos. El impuesto único era para George una auténtica panacea mediante la que vincular eficiencia, equidad y bienestar social: permitiría eliminar la pobreza, devolver a la comunidad lo que en justicia le correspondía, corregir las fluctuaciones cíclicas derivadas de la especulación con la tierra, eliminar los desincentivos al trabajo y al capital provocados por los impuestos que gravaban sus rendimientos, y simplificar y abaratar el funcionamiento del sistema fiscal.

5. LA NACIONALIZACIÓN DE LA TIERRA EN LA TRADICIÓN SOCIALISTA
5.1. La tierra en los orígenes del socialismo: Babeuf, Spence y Hall
La pretensión de convertir la tierra en propiedad pública puede encontrarse desde los inicios de la tradición socialista de la mano del ideal igualitario. Entre los primeros alegatos en este sentido destacan especialmente, por su carácter explícito, los de tres autores de finales del XVIII: el francés Graco Babeuf y los ingleses Thomas Spence y Charles Hall.
Al acabar la época del Terror que siguió a la Revolución Francesa, Graco Babeuf (1760-1797) y un pequeño grupo de seguidores, insatisfechos con los resultados de una revolución que había beneficiado sobre todo al campesinado individualista y a los especuladores, intentaron dar un golpe de Estado cuidadosamente preparado –conocido como la “Conspiración de los Iguales”–, cuyo objeto era derrocar al Directorio. Pero el complot fue descubierto y los conspiradores guillotinados. Babeuf y sus seguidores trataban de instaurar un nuevo sistema social basado en el Manifiesto de los Iguales, que puede considerarse la primera declaración política socialista. En el Manifiesto, donde se aprecian marcadamente las huellas de la Utopía de Tomás Moro, se proclamaba –junto al derecho universal a la educación o la obligación general de trabajar– el derecho natural, igual para todos los hombres, a gozar de los bienes producidos por la Naturaleza, y se abogaba por la inmediata socialización de la tierra [35] . Asimismo, en el texto era clara la influencia de las ideas de comunismo utópico de filósofos del siglo XVIII como Mably o Morelly, como también era evidente la huella del Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres [1755] de Rousseau.
Thomas Spence (1750-1814) defendió la propiedad colectiva de la tierra por comunidades locales, que deberían apoderarse de las propiedades particulares y arrendar la tierra a los campesinos a cambio de una renta. Las rentas recaudadas servirían para financiar los gastos de un gobierno muy básico, encargado de las labores de administración y coordinación de una federación libre de comunidades locales. En 1775 Spence presentó una primera versión de este plan en Newcastle ante una sociedad filosófica, y en 1801 se publicó la versión más acabada, con el título El restaurador de la sociedad a su estado natural. En vida, Spence tuvo escasos partidarios y sus ideas apenas atrajeron atención. A su muerte, sin embargo, la sociedad “Spencean Philantropists” (creada en 1812) adquirió cierta importancia política durante un breve periodo de tiempo. En cualquier caso, la influencia real de su obra fue muy pequeña, aunque la figura de Spence tiene hoy gran interés por estar en los orígenes del socialismo británico (Cole, 1964: 31). De hecho, se le considera como el antecedente directo de las reivindicaciones posteriores a favor de la nacionalización de la tierra, pero sin base “científica” alguna. Sus argumentos eran puramente filosóficos, centrados en que la ilegitimidad de la propiedad particular sobre un bien con las características de la tierra.
Charles Hall (1745-1825), médico de profesión, es otro predecesor del socialismo en Inglaterra que abogó explícitamente por la nacionalización de la tierra sin apenas repercusión inmediata. En 1805 publicó Los efectos de la civilización, un libro que pasó prácticamente inadvertido hasta su segunda edición en 1850. Para Hall, lo que generalmente tendía a llamarse “civilización” nacía de la acumulación de propiedad en manos de unos pocos, que hacían uso de ella para explotar a los desposeídos. En efecto, el desarrollo fabril apartaba del campo a los trabajadores necesarios para el cultivo de la tierra, con lo que los alimentos escaseaban, aumentaban de precio, y se creaba una masa de trabajadores empobrecidos que, para sobrevivir, se veían obligados a vender su trabajo a los ricos propietarios sin apenas poder de negociación, de forma que los éstos podían comprarlo pagando sólo una octava parte de su verdadero valor en horas de trabajo [36] .
La clave de todos los males, para Hall, estaba en la propiedad privada de la tierra, que siendo la base fundamental de la desigualdad y del empobrecimiento sociales, degeneraba en violencia y en una oposición completa entre los intereses de los propietarios y los de los trabajadores. Un gran terrateniente consumía improductivamente tanto como podría mantener a ocho mil personas. Él obtenía todo del trabajo de los pobres, mientras éstos se veían forzados a salarios de miseria por el aumento de las rentas [37] . Por tanto, la tierra debía convertirse en propiedad pública y “entregarse a pequeños agricultores para un cultivo intensivo”. Al mismo tiempo, la producción industrial debía limitarse para satisfacer las necesidades de una población que viviera frugalmente de lo que producía la agricultura (Cole, 1964: 42).

5.2. Marx
Según el Manifiesto Comunista [1848], la primera de las medidas que debería ser puesta en práctica en los países avanzados, una vez alcanzada la dictadura del proletariado, sería la “expropiación de la propiedad territorial y [el] empleo de la renta de la tierra para gastos del Estado” (Marx y Engels, 1981[1848]: 129). Y es que la elevación del proletariado a clase dominante y la transformación radical del modo de producción capitalista sólo podrían lograrse mediante “una violación despótica del derecho de propiedad y de las relaciones burguesas de producción”.
La postura de Marx (1818-83) era, por tanto, bastante más extrema de lo que pudiera indicar su pertenencia a la “Land and Labour League”, de la que era miembro fundador y que se escindió muy pronto de la “Land Tenure Reform Association” que presidía J.S. Mill [38] . Según el programa de la “Land and Labour League”, más radical en términos generales que el de la Asociación, “la tierra debía nacionalizarse y las rentas pagarse a Hacienda, compensándose a los propietarios”. Esto último, sin embargo, no parece concordar con la postura marxiana sobre la sociedad del futuro recogida en el Manifiesto, donde se transmite claramente la idea de expropiación por la fuerza sin indemnización.
El texto más explícito de Marx sobre la nacionalización de la tierra es un artículo del mismo título escrito en inglés en 1872 para el periódico The International Herald, en un momento en que el debate sobre dicha cuestión vivía momentos álgidos, y habiendo publicado ya el primer volumen de su obra fundamental, El Capital [1867]. El artículo comienza señalando que “la propiedad de la tierra es la fuente original de toda la riqueza y se ha convertido en el gran problema de cuya solución depende el porvenir de la clase obrera” (Marx, 1981[1872]: 305). La cuestión de base, según Marx, es la falta de legitimidad del derecho de propiedad privada sobre la tierra [39] , dado que éste deriva inicialmente de la conquista y del empleo de la fuerza bruta, y ha sido a posteriori cuando se le ha intentado revestir de respetabilidad y estabilidad, bien equiparándolo a un derecho natural, bien haciéndolo expresión del consentimiento universal.
Marx cree la nacionalización inevitable por dos razones básicas. Primero, pone en duda el supuesto consentimiento universal respecto a la propiedad privada de la tierra: ésta debería desaparecer cuando “la mayoría de la sociedad no quiera más reconocerla”. Segundo, considera que “el desarrollo económico de la sociedad, el crecimiento y la concentración de la población, que vienen a ser las condiciones que impulsan al granjero capitalista a aplicar en la agricultura el trabajo colectivo y organizado, a recurrir a las máquinas y otros inventos, harán cada día más que la nacionalización de la tierra sea ‘una necesidad social’, contra la que resultarán sin efecto todos los razonamientos acerca de los derechos de propiedad” (Marx, 1981[1872]: 306).
Es decir, en un contexto de demandas alimentarias de la población continuamente crecientes y de constante aumento de los precios de los productos agrícolas, la nacionalización se convierte en necesidad social porque –de acuerdo con Marx– el logro de una mayor producción sólo puede conseguirse haciendo uso de métodos modernos (riego, productos químicos, arado de vapor, etc.), y éstos, a su vez, “sólo pueden aplicarse con éxito si se cultiva la tierra en gran escala”. Todo ello lleva a Marx a concluir: “¿acaso la agricultura a escala nacional no daría un impulso mayor a la producción?” Por otra parte, las exigencias que plantea “un crecimiento diario de la producción” no pueden ser satisfechas “cuando un puñado de hombres se halla en condiciones de regularla a su antojo y con arreglo a sus intereses privados, o de agotar por ignorancia el suelo” (p.306). Los errores y abusos –disminuciones especulativas de la producción– serán imposibles cuando la tierra se halle bajo el control directo de la nación y en beneficio de la misma.
Respondiendo a algunos planteamientos socialistas realizados durante la celebración de la Primera Internacional (1864-78), Marx niega la conveniencia de una simple reforma agraria consistente en nacionalizar primero la tierra para luego repartirla equitativamente entre trabajadores rurales asociados, porque –a su juicio– ello significaría subordinar de nuevo la sociedad a una sola clase de productores. Además, sólo si la tierra se convertía en “propiedad de la nación misma” podría acabarse verdaderamente con el modo de producción capitalista, desapareciendo así la base económica en la que descansaban buena parte de los privilegios de clase y “la vida a costa del trabajo ajeno”. Con la llegada de la revolución llegaría también la expropiación de la tierra y de los otros medios de producción, y como forma de organización económica –en una de sus escasas referencias al orden económico del futuro– Marx apunta la idea de planificación centralizada:
“La agricultura, la minería, la industria, en fin, todas las ramas de la producción se organizarán gradualmente de la forma más adecuada. La centralización nacional de los medios de producción será la base nacional de una sociedad compuesta de productores libres e iguales, dedicados a un trabajo social con arreglo a un plan general y racional” (Marx, 1981[1872]: 308).
Pero antes de que inevitablemente llegase la revolución, quizá podía impulsarse por otros medios la nacionalización de la tierra, facilitando así de antemano un cambio que en cualquier caso habría de producirse.
Por ello Marx promovió e impulsó la “Land and Labour League”, que abogaba por una nacionalización “suave” –con compensación económica– en Inglaterra, el país donde las condiciones para el cambio estaban más maduras:
Francia, [...] con su propiedad campesina, se halla mucho más lejos de la nacionalización que Inglaterra con su sistema de gran posesión de la tierra de los lores [...], [pues] el fraccionamiento de los terrenos en pequeñas parcelas cultivadas por gentes con pocos recursos [...] excluy[e] todo empleo de perfeccionamientos agrícolas modernos, [y] hace, a la vez, que el propio agricultor sea el más decidido enemigo del progreso social y, sobre todo, de la nacionalización de la tierra. [...] [Por tanto,] Francia, en su estado actual, no es, indiscutiblemente, el país en el que debemos buscar la solución de ese gran problema” (Marx, 1981[1872]: 307).

5.3. La vía democrática al socialismo y la nacionalización de la tierra
La idea de nacionalización de la tierra estuvo, por supuesto, presente entre los comunistas y los socialistas más radicales, pero también fue compartida por socialistas moderados que creían en una transición pacífica hacia el socialismo basada en el sistema democrático, tanto revisionistas [40] como fabianos (no marxistas). Sin embargo, en ambos casos no se abogaba por una nacionalización inmediata. La nacionalización era el ideal final, y en la transición hacia dicho ideal se planteaba en primera instancia el establecimiento de un impuesto sobre la renta de la tierra.

5.3.1. Revisionismo: el caso de J.B. Justo
El socialista argentino Juan B. Justo (1865-1928), destacado a nivel internacional y autor de la primera traducción española de El Capital, es un buen ejemplo de “socialista liberal”, defensor de los derechos civiles y políticos, pacifista, antiimperialista, partidario de la libertad de movimientos de personas, mercancías y capitales, y crítico con muchas de las ideas marxianas (la interpretación dialéctica de la historia, la teoría del valor trabajo, etc.) (Rodríguez Braun, 1999: 1 y 13).
La “socialización de los medios de producción” debía ser –según Justo– el objetivo del proletariado tras conquistar el poder político por medios pacíficos y democráticos. Pero hasta que la evolución de la cultura política permitiera la consecución de dicho objetivo, proponía limitar la propiedad del suelo a través del establecimiento de un impuesto sobre su renta, ingreso que no tenía nada que ver con la retribución del propio esfuerzo –algo sobre lo que Justo sí admitía la propiedad privada. Crítico con los impuestos sobre los ingresos de trabajadores y empresarios y con los impuestos indirectos (salvo sobre “vicios” como el tabaco o el alcohol), Justo aspiraba a “utilizar el impuesto [sobre la renta de la tierra] como mecanismo redistribuidor, para disolver la concentración de la propiedad [41] y acercar la situación argentina a la de Estados Unidos, el país donde según escribió en 1895 ‘el capitalismo se desarrolla hoy más grande y más libre’” (Rodríguez Braun, 1999: 19-20).
Con objeto de defender su postura, que guarda evidentes paralelismos con la de Henry George, J.B. Justo escribió un folleto titulado El impuesto sobre el privilegio [1902], en el que señalaba: “Sólo el interés hipotecario y la renta del suelo son privilegio puro, sin más trabajo que el cobrarlos [...] La contribución directa de la renta [de la tierra] es el impuesto ideal sobre el privilegio, como que lo grava en su forma más pura y ulnerable”. La justicia social estaba por encima de cualquier problema derivado del impuesto: “Si el impuesto sobre la renta del suelo es una confiscación, tanto mejor. En esa confiscación tendiente a devolver a la sociedad los medios propios de cumplir sus fines sociales, no reconocemos más límites que el de las necesidades y aptitudes del gobierno” (citado en Rodríguez Braun, 1999: 20).

5.3.2. Hobson y los socialistas fabianos: la generalización de la teoría de la renta
Tanto los socialistas fabianos como Hobson intentaron generalizar el concepto ricardiano de renta de la tierra –excedente no ganado– a otros factores de producción, buscando justificar la extensión de la propiedad pública más allá de la simple nacionalización de la tierra. También utilizaron la idea del “excedente no ganado” para mostrar las adversas consecuencias distributivas del que creían creciente carácter monopolístico del capitalismo.
Los socialistas fabianos representaban a finales del siglo XIX al socialismo no marxista, y acabaron teniendo una influencia decisiva en el laborismo británico y en la socialdemocracia [42] . Como señaló Bernard Shaw, cuando nació el fabianismo el socialismo era un espectro rojo, pero ellos consiguieron transformarlo en un movimiento constitucional al que podían afiliarse los ciudadanos más respetables sin poner en peligro el menor resquicio de su posición social o espiritual.
Entre los miembros más destacados de la Sociedad Fabiana, creada en 1884, estaban el citado dramaturgo George Bernard Shaw (1856-1950), Sidney Webb (1859-1947) y su esposa Beatrice (1858-1943), Graham Wallas, William Clarke o Annie Besant. Más tarde otro nombre ilustre, el del novelista H. G. Wells (1866-1946), pasaría a engrosar las filas del grupo hasta 1909. Se trataba de personas acomodadas que compartían la idea –en términos de exigencia ética– de la necesidad de una acción comunitaria a favor de los sectores sociales más desamparados. Es decir, al principio no había un programa definido, sino sólo el objetivo genérico de lograr una sociedad más justa a través de reformas sociales concretas. Hasta 1889 no se publican los famosos Ensayos fabianos, que pueden considerarse el documento programático del grupo, si bien en 1887 habían aparecido ya las “Bases” de la Sociedad. Es cierto que los fabianos compartían el escándalo moral de Marx frente a los males del capitalismo –al que veían como causa de la desesperada pobreza, la excesiva desigualdad y las condiciones inhumanas de trabajo–, y también identificaban la institución de la propiedad privada como la principal fuerza motivadora de dichos males (Durbin, 1988: 67). Pero, aparte de esto, diferían en casi todo de la concepción marxiana.
Entre sus principales rasgos definitorios estaba el hecho de abogar por reformas graduales [43] –y no revolucionarias– a través de la vía parlamentaria, así como un fuerte sentido puritano de implicación y responsabilidad ante el mundo en el que se vive. Además, los fabianos entendían que el medio fundamental para llevar a cabo su labor debía ser la educación y la propaganda por medio de artículos, folletos, conferencias e instituciones [44] . Su interpretación de la historia era económica, aunque opuesta a la concepción de la misma como lucha de clases. El socialismo era el aspecto económico del ideal democrático, pero ni la democracia ni el socialismo eran fruto de la ideología, sino resultado de factores económicos y materiales (Webb, 1985[1889]). Sin embargo, a pesar de esta suerte de materialismo histórico, los fabianos no compartían la creencia marxista de que el capitalismo había de colapsar necesariamente: reconocían que las crisis periódicas eran endémicas, pero estaban más impresionados por el espectacular crecimiento a largo plazo y los beneficios derivados del continuo cambio tecnológico (Durbin, 1988: 67).
En lo económico, abogaron por la gradual extensión de la propiedad pública hasta llegar a una completa socialización de la economía [45] . En primer lugar, porque no creían en el llamado mecanismo espontáneo de la “mano invisible”. El mercado estaba en la raíz de la anarquía económica que caracterizaba los arreglos económicos contemporáneos: las decisiones económicas atomísticas partían de la base de una ignorancia total o relativa, y la consecuencia lógica era la descoordinación y la mala de organización de los medios de producción, con duplicación de plantas y equipos y deficiente utilización de tierra y capital. Igualmente, en el ámbito de la distribución y el intercambio de productos se producía una innecesaria multiplicación de intermediarios y una enorme cantidad de dinero malgastada en dar publicidad a productos rivales (Thompson, 1994: 205). Por todo ello, era precisa –según Webb– “la gradual sustitución de la anarquía de la luchacompetitiva por la cooperación organizada”; la extensión de la propiedad colectiva permitiría una producción ordenada y racional.
La segunda razón por la que los fabianos defendían el avance de la propiedad estatal era porque creían que la teoría de la renta diferencial de la tierra de Ricardo –que habían aprendido de Henry George– era perfectamente generalizable a otros ámbitos como el capital o la cualificación en el trabajo [46] . Todas las rentas “no ganadas” que se generaban en la economía debían socializarse para ser utilizadas con fines sociales (seguros sociales, provisión de capital para inversión pública, etc.). La extensión gradual de la propiedad pública sería el principal medio de lograr dicha socialización, pero, en tanto que ésta avanzaba, los fabianos proponían establecer impuestos progresivos para apropiarse de las rentas. En este sentido, Bernard Shaw (1985[1889]: 188) afirma muy gráficamente lo siguiente:
“Lo que la consecución del socialismo implica económicamente es la transferencia de la renta de la clase que actualmente la detenta a todas las personas. Siendo la renta aquella parte del producto no ganado individualmente, éste es el único método equitativo de disponer de ella”.
Por otra parte, el carácter crecientemente monopolístico del capitalismo era –para los fabianos– uno de sus principales defectos endémicos, y precisamente por eso tenía sentido intentar generalizar la teoría ricardiana de la renta: se trataba de poner de manifiesto las adversas consecuencias distributivas del creciente poder de monopolio en la sociedad capitalista, dado que generaba ingresos económicamente innecesarios y éticamente injustificables. Según Clarke (1985[1889]), con el crecimiento de las sociedades anónimas y la formación de trust la propiedad se convertía en algo cada vez más divorciado de la función empresarial, y el capitalismo en algo cada vez menos acorde con la democracia y el interés público. Ello proporcionaba una clara justificación para la propiedad pública de la industria. Por otro lado, sin embargo, la irresistible tendencia a la concentración empresarial facilitaba las cosas: evidenciaba la dirección colectivista de la evolución social, constituyendo una firme base organizacional e institucional para una eventual sustitución del mercado por el control y la planificación colectivos bajo los auspicios de un sistema parlamentario. Además, la clara tendencia a la separación entre propiedad y control en las sociedades anónimas –donde la gestión quedaba en manos de asalariados– indicaba que la expropiación de las empresas por parte del Estado no tenía por qué suponer un trastorno en su funcionamiento [47] .
J.A. Hobson (1858-1940) fue un economista heterodoxo muy ligado al los socialistas fabianos, y especialmente conocido por su teoría del subconsumo. Estudió clásicas en Oxford y hasta 1887 se dedicó a dar clases de latín y griego en escuelas públicas. Es decir, nunca poseyó una formación académica en Economía, lo que le valió el desprecio de la profesión. Su referencia básica fue John Ruskin, a quien consideraba el “el más grande maestro social de su tiempo”. Aunque militó en el partido liberal hasta la Primera Guerra Mundial, al final de su vida estuvo ligado al laborismo. Sin embargo, nunca fue un socialista al uso. La actitud de Hobson hacia el mercado fue crítica, pero positiva en muchos aspectos (Thompson, 1994: 204).
En el terreno de la distribución, Hobson rechazaba el análisis neoclásico de la productividad marginal, pero también el análisis marxista de la explotación. Como base de su propia teoría de la distribución, también intentó generalizar –sin éxito– el concepto de renta de la tierra, aplicándolo a otros factores productivos: cualquier forma de “renta”, procedente de la propiedad o de ventajas educativas o sociales, podía considerarse un excedente “no ganado”. Así, en términos macro, el producto nacional obtenido con la participación de la tierra, el trabajo y el capital podía ser dividido en tres partes (Hutchinson, 1967: 135-6): “mantenimiento”, “desarrollo” y “excedente”. Es decir, lo estrictamente necesario para mantener “la eficiencia, energía y buena voluntad para trabajar de los factores existentes” en su estado normal, una “provisión para incrementar estos factores y su efectividad a medida que [fuera] necesario para el desarrollo económico”, y por último, un excedente improductivo que no contribuía nada al sistema industrial o a su desarrollo. Precisamente, el problema de la distribución surgía de que el sistema industrial generaba más de lo necesario para su estricto mantenimiento; a través del Estado había que intentar que, en lo posible, ese excedente fuera a promover el desarrollo económico, en vez de favorecer a intereses concretos.
Sin embargo, el elemento de remuneraciones mínimas o esenciales, tan importante en la concepción de Hobson, es convencional, por lo que, su triple clasificación “ofrece solamente tres cajas económicas bastante vacías e irrellenables” (p. 136). De hecho, el propio Hobson reconocía las dificultades y peligros de aplicar su concepto de excedente para construir sobre él una política fiscal:
“La mayor parte del excedente no es claramente localizable y medible, ya que surge en una grande y cambiante variedad de formas en medio de los enredos de la vida industrial. Dondequiera que se acumula una escasez permanente o temporal de algún factor de producción, se crea una correspondiente excedente de renta, que pasa a los poseedores de dicho factor [...][Por tanto,] está regularmente claro que no se puede idear ningún instrumento impositivo para medir directamente estos excedentes variables” [48] .
Como los fabianos, Hobson veía en la gradual extensión de la propiedad pública un antídoto contra el monopolio y un medio de apropiarse de los “excedentes improductivos” para uso público. Sin embargo, la meta de los fabianos era una socialización completa de la economía (tierra, industria, etc.), que equivalía a la eliminación de la anarquía, la irracionalidad y el desperdicio de recursos que acompañaba al mercado. Hobson, por su parte, pensaba más bien en una economía mixta. Al margen de la tierra, sólo aceptaba la socialización de determinadas industrias donde la mecanización y estandarización de la producción permitiese el logro de economías de escala que conllevasen la concentración y la emergencia del poder de monopolio (Thompson, 1994: 206-7). Además, la actitud de Hobson hacia aspectos como el comercio internacional, el consumo privado, o el interés era bastante más favorable que la de los fabianos.

6. CONCLUSIÓN
Tanto la fisiocracia como los clásicos dieron especial importancia a la cuestión de la imposición sobre la renta de la tierra. Los fisiócratas, que escribían desde una economía básicamente agraria, aún encorsetada por las regulaciones mercantilistas, y con un complejo sistema fiscal, proponían –como una de sus principales recomendaciones normativas– el establecimiento de un impuesto único que absorbiera en torno a un tercio de la renta que recibían los terratenientes. Dada la necesidad de financiar un Estado que garantizase el orden y los derechos de propiedad, la única forma de hacerlo sin afectar a la capacidad de reproducción de la economía –es decir, con un efecto neutral en el Tableau économique– era el impuesto único. Por otra parte, el impôt unique se adecuaba al "orden natural": en tanto la agricultura era la única actividad capaz de generar un excedente (o producto neto) por encima del coste de producción, lo más eficiente, sencillo y barato era gravar desde un principio el ingreso que recibía la clase terrateniente, que –en cualquier caso– acababa sufragando los tributos por un efecto de traslación. Es importante destacar que las razones fisiocráticas para el impuesto único son puramente económicas y de simplicidad fiscal (no hay argumentos éticos ni sociales). La renta de la que habla Quesnay es un excedente debido al uso de factores gratuitos como la lluvia y el sol, y en ningún momento se cuestionan los derechos de propiedad privada sobre la tierra.
Adam Smith no sólo no va a cuestionar la propiedad privada sobre el suelo, sino que va a atacar con dureza la propiedad estatal de los recursos naturales. Su idea de renta de la tierra está a medio camino entre la visión fisiocrática y la de Ricardo. Pero cuando en el libro V pasa a consideraciones prácticas, afirma con claridad y dando razones concretas que las rentas de la tierra agrícola y de los solares urbanos son los ingresos más apropiados para ser gravados de forma directa: no se incrementa el precio de los productos ni se reduce la cantidad producida, y además no hay posibilidad de traslación.
Del concepto de renta ricardiana, que presupone un único uso para la tierra, se derivaba la idea de ingreso “no ganado” que tiende a aumentar continuamente con el crecimiento de la población –dada la limitación de tierra fertil y la actuación del principio de los rendimientos decrecientes– y que no entra a formar parte del coste de producción. A partir de esta idea, era esperable que alguien dedujese, como hizo James Mill, la conveniencia de gravar la renta de la tierra, tanto por motivos éticos, como económico-fiscales: obtener un ingreso público sin afectar a la industria ni distorsionar la asignación de capital, permitiendo a los trabajadores y capitalistas disfrutar del total de sus salarios y beneficios. En concreto, Mill pretendía confiscar los incrementos futuros de la renta, y –como se ha visto– llegó a poner en práctica su propuesta en la India. Sin embargo, su planteamiento fue criticado, entre otros, por el propio Ricardo, por McCulloch, y por Jones. Entre los diversos argumentos críticos, el principal hacía referencia a la dificultad para distinguir entre la parte de renta que era renta pura y la que era debida a mejoras.
Para solventar este problema, John Stuart Mill propuso utilizar un indicador indirecto: si el precio de los productos agrícolas había aumentado, sería señal –de acuerdo con el modelo ricardiano– de que las rentas puras también lo habrían hecho en proporción similar. Sin embargo, al final de su vida J.S. Mill también consideró la posibilidad de que se elaborase regularmente una encuesta que recogiera las condiciones y los rendimientos de cada propiedad.
Fue precisamente en sus últimos años cuando Mill pasó a desempeñar un papel más activo en el debate sobre la tierra como presidente de la "Land Tenure Reform Association", matizando algunas de sus opiniones anteriores. Así, por ejemplo, propuso un interesante mecanismo para garantizar que el valor de la tierra no se viera afectado negativamente por la confiscación de los futuros incrementos de la renta; además, se mostró partidario de un amplio patrimonio inmobiliario para el Estado, llegando incluso a considerar la nacionalización de la tierra (con compensación) como una posibilidad deseable en el futuro, a pesar de tener una pobre opinión de la capacidad de administración pública. En cualquier caso, siempre entendió el derecho de propiedad sobre la tierra como un derecho esencialmente limitado o condicionado a la utilidad pública, en la medida en que no era justificable desde la perspectiva lockiana del trabajo.
El influyente Henry George fue más allá de los Mill, pero sin llegar a hablar de nacionalización de la tierra. Partiendo de una modificación del modelo ricardiano, defendió la confiscación de la totalidad de la renta pura de la tierra a través de un impuesto único que sustituyera al resto de tributos, concebido como una auténtica panacea mediante la que vincular eficiencia, equidad y bienestar social. En cualquier caso, la obra de George acabó constituyendo un apoyo importante para los socialistas británicos defensores de la nacionalización.
Dentro de la tradición socialista la reivindicación de la nacionalización de la tierra se hacía ante todo en nombre del ideal igualitario frente a los dones de la Naturaleza, aunque cada autor añadía luego razones adicionales. Así, por ejemplo, para Marx la nacionalización se justificaba por la falta de legitimidad de la propiedad privada sobre la tierra, pero era además una necesidad histórica –de acuerdo con su interpretación dialéctica de la historia–, y una necesidad social –en un contexto de población creciente y cambio técnico. Por su parte, para los fabianos –y para revisionistas como el argentino J.B. Justo– era central la idea de la renta de la tierra como ingreso “no ganado”, como un privilegio injustificable, idea que había sido muy enfatizada por Henry George. A ello había que añadir la profunda desconfianza en el funcionamiento del mercado que mostraban los miembros de la Sociedad Fabiana, y que se convertía en otra razón de peso para reivindicar, con carácter general, la socialización de los medios de producción.
Del recorrido realizado a lo largo de la historia del pensamiento económico en este documento cabe extraer una reflexión básica. Ricardo, con su teoría de la renta diferencial como “ingreso no ganado” –elaborada para mostrar los perversos efectos de las leyes de granos–, aportó un potente argumento “científico” que vino a actualizar y fortalecer una vieja idea filosófica, generalmente aceptada, aunque hasta entonces inoperativa (de un interés puramente platónico), a saber: la tierra como patrimonio originario de toda la humanidad. En otras palabras, Ricardo prestó el apoyo de la teoría económica a una vieja idea filosófica que Locke ya había expresado con claridad en el siglo XVII: “Dios ha dado la tierra en común a los hijos de los hombres”.

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[1] Sólo se hará una brevísima referencia a George, pues su figura ya se trató ampliamente en el Documento de Trabajo 2000-06 (Facultad de Ciencias Económicas y Empresariales, UCM).
[2] “Que el soberano y la nación jamas pierdan de vista que la tierra es la única fuente de recursos y que es la agricultura quien los multiplica”(Quesnay, 1974a: 200), “Máximas generales de la política económica de un país agrícola”, III. En este mismo sentido, Quesnay afirma en otro lugar que “los agricultores [...] lo reciben todo de las propias manos de la Naturaleza, a la que sus inversiones y cuidados han convertido en productora de riquezas (Quesnay, 1974a: 265, “Diálogo sobre el comercio”). Además, el líder de la fisiocracia matiza claramente: “Hay que distinguir la agregación de riquezas de la producción de riquezas; es decir; el aumento conseguido por la reunión de materias primas y gastos en el consumo de cosas que existían con anterioridad a esa especie de aumento, de la generación o creación de riquezas que constituyen una reposición y un
crecimiento real de riquezas renovadas (richesses renaissantes)” (Quesnay, 1974a: 302, “Diálogo sobre el trabajo artesano”).
[3] Samuels (1961) cree que, si bien nominalmente los fisiócratas defendieron la idea de derechos de propiedad inviolables y absolutos –con un Estado básicamente dedicado a protegerlos y favorecedor al máximo del laissez-faire–, en sus propuestas prácticas abogaron más bien por una idea instrumental de los derechos de propiedad, entendidos como “manojos de facultades” sujetos a la utilidad social, con un Estado más cercano al
papel de activo manipulador que al de pasivo garante de la propiedad.
[4] Como señala Mercier de la Rivière, “la forma esencial del impuesto consiste en tomarlo directamente de donde está, y en no querer tomarlo de donde no está [...]. Los fondos que pertenecen al impuesto no pueden hallarse sino en manos de los propietarios del suelo” (P.P. Mercier de la Rivière, L´ordre naturel et essentiel des sociétés politiques, en Silva Herzog (1963: 313).
[5] Quesnay (1974b: 19), “Extracto de las Economías Reales de Sully” [2ª ed., 1759]. Dupont de Nemours expresa quizá con más precisión la idea fisiocrática de impuesto único: “Es preciso que la sociedad cubra los gastos que son esenciales a su conservación, a la observancia del orden y al mantenimiento del derecho de
propiedad. La porción de riquezas que paga estos gastos se llama impuesto [...]. No depende de los hombres sentar el impuesto según su capricho; hay una base y una forma esencialmente establecidas por el orden natural [...]. El impuesto debe cubrir gastos perpetuamente renacientes, y por tanto no puede ser tomado sino de riquezas renacientes. Pero el impuesto no podría siquiera recaer indiferentemente sobre todas las riquezas renacientes. La naturaleza ha rehusado a aquellas que se llaman reintegros de los cultivadores la facultad de contribuir al impuesto, ya que les ha fijado imperiosamente la ley el ser empleados por completo en mantener y en perpetuar el cultivo, las cosechas, la población, los imperios. La porción de las cosechas llamada producto neto es pues , la única afecta al impuesto” [P.S. Dupont de Nemours, De l´origine et des progrès d´une science nouvelle [1767], en Silva Herzog (1963: 322-3)].
[6] Quesnay (1974b: 110-111), “Colonos” [1756].
[7] Quesnay (1974b: 157), “Granos” [1757].
[8] Quesnay (1974b: 233-234 y 238), “Hombres” [1757].
[9] Eltis (1975: 335-341) ilustra con ejemplos numéricos la idea de la neutralidad sobre el Tableau de un impuesto establecido sobre los propietarios, mostrando cómo –según Quesnay– resultaba indiferente si el ingreso era gastado por los propios propietarios, por la Iglesia, o por el Rey y sus Ministros.
[10] Según señala Buurman (1991: 491), en sus primeros trabajos Quesnay mantuvo claramente la postura de que la renta de los terratenientes era un ingreso no ganado. Sin embargo, en trabajos posteriores, y sobre todo en la obra de sus discípulos, la renta de los terratenientes aparece justificada por los “adelantos originarios” y por las funciones políticas que éstos desempeñaban (administración de justicia, gobierno local, etc.).
[11] Para Smith, el peligro de desincentivar las mejoras al establecer un impuesto sobre la renta de la tierra agrícola podía evitarse “permitiendo al propietario efectuar una valoración actual de sus predios, antes de iniciarse las mejoras, en presencia de los recaudadores y según el arbitraje equitativo de un cierto número de terratenientes y colonos de los aledaños [...], calculando sus rentas con arreglo a esa valoración durante el número de años que se estimase suficiente para indemnizarle de sus mejoras” (Smith, 1988[1776]: 860). Por otro lado, los posibles problemas de certidumbre y de gastos de recaudación asociados a un impuesto variable sobre la renta de la tierra también eran –según Smith– subsanables (p. 857).
[12] A partir de la correspondencia entre Ricardo y James Mill, Rima (1975) discute el papel de Mill en el desarrollo del marco conceptual del modelo ricardiano, que aparece apuntado en el Ensayo sobre los beneficios [1815] y luego desarrollado en los Principios [1817]. Rima considera que Mill –que participó activamente en los debates neofisiocráticos de comienzos del siglo XIX– anticipó la preocupación esencial de
Ricardo por las participaciones distributivas y el conflicto de clases, así como la idea de preeminencia del beneficio sobre la renta como principal fuente de excedente de la economía (para Ricardo, la renta se convirtió en una simple deducción del beneficio).
[13] Por otra parte, no hay que olvidar que en el modelo ricardiano el principal problema era que el progresivo crecimiento de las rentas iba ahogando poco a poco a los beneficios, conduciendo así a la economía al estado estacionario. Por ello, quizá James Mill también pensaba –sin ponerlo por escrito– que un impuesto sobre la renta pura de la tierra podía ser una forma de atrasar la llegada de ese gris escenario (por ejemplo, utilizando los crecientes ingresos derivados del citado impuesto para compensar el cada vez menor incentivo privado a acumular a medida que la tasa de beneficio iba disminuyendo).
[14] En el terreno de su difusión práctica, el impuesto propuesto por James Mill encontraría más tarde el apoyo de los saintsimonianos (Gide y Rist, 1927: 617).
[15] Según J. Mill (1965[1821]: 250), en un momento dado la tierra se compraba y se vendía bajo la expectativa de que la renta actual que proporcionaba no iba a ser confiscada por el Estado. Por tanto, sería una clara injusticia apropiarse de dicha renta para financiar los gastos públicos, pues ello supondría romper el orden al que se ajustaban las expectativas individuales de los agentes económicos.
[16] McCulloch y Mill, ambos discípulos de Ricardo, tomaron posturas contrarias en varios aspectos importantes. McCulloch defendía la primogenitura y la vinculación de herencias, pues pensaba que las grandes propiedades fomentaban la eficacia del cultivo y servían para mantener una escala de gastos entre la clase media terrateniente que servía de estímulo económico a otras clases (Blaug, 1975: 278). Es decir, McCulloch
se esforzaba en defender la armonía del sistema económico, mientras James Mill y el propio Ricardo veían un claro conflicto de intereses entre las clases sociales.
[17] James Mill estaba a favor de la posesión pública de tierras en países nuevos, y aludía a la posibilidad de obtener ingresos públicos mediante la subasta de las rentas de la tierra. McCulloch, sin negar esta posibilidad, creía fundamental la propiedad privada para estimular la inversión en mejoras. Ricardo, por su parte, opinaba que las perspectivas de obtener ingresos importantes con la propiedad pública de tierras eran remotas, dado que los países nuevos no sufrían escasez de tierra (O´Brien, 1989: 331).
[18] Además, Mill argumentaba que los beneficios debían asegurarse al dueño del capital para que éste tuviera motivos para preservar y aumentar el stock, mientras el hecho de “a quién fuese a parar la renta” no influía en la preservación de la tierra ni en el aumento de su producción. La renta podía ser considerada una deducción de los beneficios, un impuesto sobre el beneficio que no iba a parar al Estado, sino a los terratenientes (J. Mill,
1965[1821]: 254).
[19] La Compañía de las Indias Orientales perdió su monopolio comercial como consecuencia de la Charter Renewal Act de 1813. Con todo, James Mill siguió criticando el monopolio en las labores de gobierno, siguiendo a Adam Smith: “El gobierno de una compañía exclusiva de comerciantes quizá sea el peor de todos los gobiernos para cualquier país” (Smith, 1988[1776]: 611). Sin embargo, a partir de 1819 las reservas de Mill en este aspecto se fueron atemperando poco a poco hasta desaparecer.
[20] La educación básica de los nativos era para Mill un elemento fundamental para el progreso del país, pero no le parecía un labor factible a medio plazo, dado el pequeño número de ingleses en contacto directo con la población y la enorme extensión del país. Por otra parte, la opción de utilizar recursos para formar una pequeña clase de indios educados que pudieran realizar las labores de administración pública a menor coste tampoco le parecía a Mill apropiada, pues podía convertir en objetivo prioritario de la población el llegar a ser empleado del gobierno, en vez de fomentar la industria y la iniciativa. Además, un “buen gobierno” necesariamente tenía que importarse de Inglaterra, y aunque sus costes pudieran ser mayores, quedaban más que compensados por su contribución al progreso moral y material de la India.
[21] Ya antes de trabajar para la Compañía de las Indias Orientales, James Mill estaba convencido de que, al menos desde 1800, la India estaba recibiendo de Inglaterra mucho más de lo que aportaba a ésta. Así parecían indicarlo los déficit de la Compañía provocados –según Mill– por sus mayores responsabilidades administrativas. Por un lado, la supervisión del gasto era menor en la colonia que en la metrópoli, y por otro, los
gastos de muchos servicios públicos eran mayores.
[22] J. Mill creía que la falta de inversores nacionales podía verse cubierta por los extranjeros. En ningún caso pensaba en el Estado como alternativa para suplir la falta de acumulación de capital.
[23] Entre ellas, Mill destacaba la falta de colaboración y la desconfianza de los nativos, la dificultad para controlar a empleados indios sin conocer su lengua y sus costumbres, y la enorme extensión del país.
[24] En este sentido es importante tener en cuenta que J.S. Mill mantenía una opinión similar a la de Ricardo: “El interés del terrateniente es decididamente opuesto a la introducción repentina y general de mejoras en la agricultura” (J.S. Mill, 1985[1848]: 617).
[25] Es interesante destacar que en la actualidad sí pueden verse disminuidos los incentivos para la reasignación de tierras a usos más lucrativos, porque, al considerarse que la tierra tiene muchos usos y que en todos ellos pueden aparecer rentas puras derivadas de economías externas (bien generales, como el aumento e la población, o bien particulares, como la urbanización de terrenos colindantes), tienden a gravarse las
plusvalías de capital de cada parcela (Schwartz, 1968: 362).
[26] Mill se daba cuenta de que el precio actual de la tierra incluía “el valor actual y todas la esperanzas de que suba en el futuro” (Mill, 1985[1848]: 701), pero no era consciente de que su propuesta impositiva pudiera afectar al precio actual.
[27] Es decir, evaluar el valor actual de toda la tierra del país, y, transcurrido cierto intervalo en el que hubiera aumentado la población y el capital de la sociedad, hacer “un cálculo grosero del incremento espontáneo de la renta desde que se hizo la valoración” (Mill, 1985[1848]: 700).
[28] “Programme of the Land Tenure Reform Association, with an Explanatory Statement by John Stuart Mill”, en Mill, J.S., Collected Works, Vol. V, Toronto, Toronto University Press, pp. 687-695.
[29] Según Mill (1986b[1873]: 1234), el terrateniente que voluntariamente o por necesidad vendía su tierra estaba, casi siempre, por debajo de la media de los propietarios en cuanto a capacidad y disposición para realizar mejoras.
[30] La propuesta de nacionalización se aplicó, al menos, en las divisiones territoriales de la Compañía de las Indias Orientales de Madrás y Bombay, donde los campesinos pagaban la renta directamente al Estado (Schwartz, 1968: 365).
[31] Como se verá en el siguiente documento, esta opinión de Mill contrasta con la de Gossen y Walras.
[32] Cartas de J.S. Mill a C.E. Norton (26.6.1870) y a J.B. Kinnear (22.7.1870), citadas en Schwartz (1968: 367).
[33] Carta de J.S. Mill a J.B. Kinnear (22.7.1870), citada en Schwartz (1968: 367). Mill (1986c[1873]: 1240) también discute el caso de las obras de arte, señalando diferencias respecto a la tierra. En primer lugar indica que, aunque las obras de arte puedan alcanzar altos precios por una fuerte demanda, en sí son productos del trabajo humano. En segundo lugar, los incrementos de precios de las obras de arte no son indiscriminados,
como en el caso de la tierra, sino que tienden a tener lugar en aquellas creaciones de mayor genio. Además, los precios están sujetos a importantes fluctuaciones con los cambios de gustos, por lo que la gente que compra arte se arriesga en buena medida a perder. Por último, Mill señala que los ingresos que se podrían obtener con un impuesto sobre este tipo de posesiones serían poco relevantes para un país desarrollado.
[34] “Henry George y el georgismo”, Documento de Trabajo 2000-06, Facultad de Ciencias Económicas y Empresariales, Universidad Complutense de Madrid.
[35] Sobre Babeuf y los iguales véase Manuel y Manuel (1981: 54-66).
[36] Hall es considerado el predecesor de los socialistas ricardianos, que, basándose en la teoría del valor trabajo, desarrollaron la idea de explotación.
[37] Estas observaciones sobre Hall aparecen en Leslie Stephen, The English Utilitarians, vol. 2: James Mill, , libro originalmente publicado en Londres, Duckworth & Co., 1900.
[38] Aunque Mill estaba dispuesto a considerar favorablemente la posibilidad de nacionalización de la tierra en un futuro, lamentaba sobre todo “las formas” de la “Land and Labour League”: “La violencia furiosa y declamatoria de sus resoluciones y algunos de sus discursos parecen demostrar que habrían sido un elemento intratable en la otra Asociación” (citado en Schwartz, 1968: 363, carta de Mill a Fawcett de 24.10.1869).
[39] “Ni siquiera toda una sociedad, una nación o, es más, todas las sociedades contemporáneas reunidas, son propietarias de la tierra. Sólo son sus poseedoras, sus usufructuarias, y deben legarla mejorada, como buoni patres familias, a las generaciones venideras” (Marx, K., El Capital, tomo III [1894], vol. 8, Madrid, Siglo XXI, 1981).
[40] El revisionismo consistió en el replanteamiento y la enmienda de las doctrinas de Marx. Tuvo su principal foco en Alemania y su principal representante en Eduard Bernstein (1850-1932). Bernstein se opuso a la interpretación materialista de Marx, y puso en cuestión la idea de que la desaparición del capitalismo era “inevitable”. El socialismo, si había de existir, debía ser una elección consciente, conducida a través del sistema político y educativo.
[41] Para Justo, el latifundio –herencia colonial– era uno de los problemas más importantes de Argentina. Justo opinaba que “dadas las limitaciones técnicas de la agricultura, con costes rápidamente crecientes con las distancias, no [cabían] allí las grandes explotaciones, que sí [valían] para la industria”. Además, veía a los terratenientes como “incapaces de una política que [poblara e hiciese productivo] el territorio” (Rodríguez Braun, 1999: 20 y 22).
[42] La Sociedad Fabiana participó activamente en la constitución del Partido Laborista, constituyéndose en “el alma del partido, trabajando por ‘impregnarlo’ todo lo posible de sus ideas y, desde luego, ocupando puestos de responsabilidad dentro del mismo” (Gutiérrez y Jiménez, 1985: 29). En febrero de 1900 se reunieron en Londres representantes de las Trade Unions, del Partido Laborista Independiente, de la Federación Social Demócrata y de la Sociedad Fabiana. Se trataba de discutir la creación de un gran partido obrero tras varias tentativas infructuosas. Por fin, en 1906, nació el Partido Laborista, que en 1922 obtuvo ya más disputados en la Cámara de los Comunes que los liberales, accediendo en 1935 al rango de partido tradicional de gobierno en
el sistema bipartidista británico. Poco después, durante los seis años consecutivos en que gobernaron los laboristas –entre 1945 y 1951– casi todos los miembros de los sucesivos gabinetes eran o habían sido en algún momento miembros de la Sociedad Fabiana.
[43] De ahí el nombre de fabianos, que viene del general romano Fabius Maximus Cunctator, el “Parsimonioso”, que consiguió sus victorias decisivas frente a Aníbal buscando reflexivamente el tiempo y mejor modo de combate: es decir, los fabianos querían prepararse adecuadamente y actuar en el momento preciso, “ganando como Fabio en la demora” (Gutiérrez y Jiménez, 1985: 20).
[44] El matrimonio Webb fundó en 1895 la “London School of Economics and Political Science” y el semanario político The New Statesman. Se trataba de influir en la opinión pública no tanto a través de una organización de masas, sino a través de la educación selectiva de unos pocos (profesionales, clases cultas y dirigentes).
[45] En lo teórico los fabianos –cuya formación económica era muy débil– fueron eclécticos: así, por ejemplo, rechazaron la teoría del valor trabajo, pero aceptaron dos ideas típicas del marxismo: la tendencia a la creciente concentración del capital y la afirmación de que el paro forzoso era inseparable del capitalismo.
[46] De acuerdo con Sidney Webb, el interés –entendido como “una cantidad definida de producto”– era un fenómeno esencialmente igual a la renta de la tierra: entre los diversos capitales –instrumentos, máquinas, construcciones, etc.– había diferencias de calidad y, por tanto, de capacidad de producción o productividad material. Lucas Beltrán (1989: 200-1), explica gráficamente el planteamiento de Webb: “los obreros que
trabajan con el mínimo de capital, sin el cual el trabajo no es posible, ganan solamente sus salarios; los que trabajan con mayores capitales, obtienen rendimientos mayores, pero todo el exceso sobre salarios pueden exigirlo y lo exigen los capitalistas en pago de los capitales que prestan. El interés del capital es, pues, como la renta de la tierra, un ingreso diferencial”. Evidentemente este razonamiento es poco convincente, pues –entre otras cosas– las diferentes calidades de los capitales no son calidades naturales, sino calidades conferidas por el hombre.
Según Webb también podía hablarse de una renta de aptitud, esto es, la diferencia entre los ingresos de personas con talentos o conocimientos especiales y los de obreros no especializados con mínima habilidad e inteligencia. Generalmente, esta ability rent era atribuible a la mejor educación que habían podido recibir los hijos de los capitalistas. Pero incluso en el caso de que se debiera a talentos naturales era inadmisible e inmoral desde una perspectiva socialista. Con todo, la renta de aptitud sería la última en desaparecer, pues al principio las personas con educación suficiente para ocupar cargos directivos en las empresas estatales o municipales serían pocas. Sólo con la difusión de la cultura las diferencias de remuneración entre distintas clases de trabajo irían desapareciendo.
[47] A este respecto es preciso matizar algunos aspectos. Los fabianos siempre fueron claros defensores de la eficacia, rechazando tajantemente la democracia obrera en la dirección de las empresas públicas; ciertamente consideraban socialismo y democracia como términos compatibles que debían ir absolutamente unidos, pero el Parlamento –y no la empresa– era el lugar de representación de los ciudadanos, y la gestión pública debía igualar en eficacia a la privada. Asimismo, al hablar de propiedad pública, más que referirse a una “nacionalización” –que reservaban para un reducido número de industrias y servicios– hacían alusión a la “municipalización”. Dado que las empresas públicas –financiadas a partir de los impuestos sobre las rentas– no tendrían que soportar gastos ni de rentas ni de intereses, podrían ofrecer mejores salarios y condiciones de trabajo que las privadas.
[48] Citado en Hutchinson (1967: 137).

1 comentario:

  1. es de un libro? estoy en uno de los departamentos en Recoleta me gustaria conseguirlo ya que me resulto muy interesante

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