En el lapso de pocas semanas, el Congreso ha dado curso a dos iniciativas del Poder Ejecutivo que aumentan generosamente las responsabilidades del Estado nacional: la estatización de Aerolíneas Argentinas y Austral y la estatización de las jubilaciones privadas. Millones de argentinos clientes de los aviones de cabotaje y nueve millones más que estaban inscriptos en las jubilaciones privadas pasan ahora a ser dependientes de las calidades de nuestro Estado como administrador.
Más allá o más acá de las razones de fondo que han originado ambas iniciativas, en los dos casos apareció con fuerza argumental que el Estado está en condiciones de ofrecer a sus nuevos abonados mejor protección o mejor servicio que el que recibían hasta ahora. Cierto es que las AFJP han sido un negocio leonino en contra de sus afiliados generando grandes beneficios para sus gerenciadores. También es verdad que hace ya muchos, muchísimos años -tanto por lo menos como va durando el gobierno bicéfalo de los Kirchner-, viajar en los aviones de la compañía de bandera era una odisea, un suplicio o una minusvalía. Lo que se suele olvidar es que ambos servicios, el de transporte y el de jubilación, estaban sometidos a la supervisión de ese mismo Estado que ahora se pinta como socorrista idóneo.
Nuestras estatizaciones, además, aparecen bendecidas por lo que se supone una corriente de cambio en el paradigma del poder económico en Occidente, pues la crisis financiera mundial está obligando a muchos gobiernos a tomar un control mucho más cercano y hasta una injerencia directa en negocios privados que no les eran propios. El Estado norteamericano, el Estado francés, el Estado inglés y el Estado alemán -y varios otros- están avanzando a cumplir tareas nuevas en el seno de los mercados. ¿Esta aparente analogía es válida? ¿Estamos los argentinos entrando, armoniosamente, en una tendencia mundial?
Todos esos grandes países tienen Estados con problemas que son tema de continuo debate en la sociedad y en la clase política. Pero también son Estados perfeccionados a lo largo del tiempo y que lucen virtudes atractivas. Conozco más el francés y en él se puede disfrutar de beneficios tales como liquidar los impuestos personales sin necesidad de un contador, viajar en trenes de altísima calidad y cuyos pasajes se sacan por Internet con horarios y ubicaciones precisos, usar un servicio de correos que reparte las cartas simples en todo el territorio en un lapso máximo de 48 horas y que, además, da utilidades al gobierno, renovar el pasaporte por correo, utilizar el servicio de salud más eficiente del mundo, educarse en una escuela pública en permanente mejoramiento y de los mayores niveles internacionales. Ese es el Estado que ahora debe movilizar el gobierno para contener en lo posible los daños y las consecuencias de la crisis financiera. Creo que no es necesario adjetivar la comparación de ese Estado con el Estado que tenemos los argentinos.
Hace veinte años, las columnas de cartas de lectores de los diarios estaban siempre habitadas por reclamos desesperados de la gente que no conseguía teléfono o se le interrumpía el servicio estatal inexplicablemente. La privatización -bien o mal hecha- hizo desaparecer esa literatura, con más el formidable desarrollo de la telefonía móvil en lo que la Argentina tiene hoy los mayores niveles relativos de América del Sur. Ahora, las cartas de lectores están frecuentemente ocupadas por los jubilados del sistema de reparto -el del Estado- que le reclaman a la Anses no ya un acto administrativo, sino que cumpla con los fallos judiciales que ordenan ajustes o reconocimientos. Es tan ineficiente la Anses y tan malo el trato que da a los pretendientes que se ha creado en el país una gran industria del juicio previsional, porque no se pueden defender los derechos sin el auxilio de un abogado, que, además, debe especializarse en el tema.
Es esta organización del Estado argentino la que se hace cargo de la estatización de las jubilaciones del sistema privado extinto.
Y es el Estado que no ha sabido mejorar los servicios ferroviarios en ruinas ni organizar un sistema de transporte por ruta con suficientes garantías de seguridad para los usuarios ni obligar a la compañía aérea de propiedad española a respetar sus contratos, sus horarios y sus calidades de servicios el que ahora nos anuncia que será empresario de la mayor red de tránsito aéreo de cabotaje, de la que dependen dramáticamente decenas de ciudades lejanas y aisladas en el territorio grande del país.
¿Qué significa, entonces, "estatizar" en la Argentina? No como puede esperarse en los países con Estados eficientes una mayor seguridad o una mejor protección para los usuarios, sino transferirlos a organizaciones que son parasitadas por el clientelismo, los intereses corporativos, la anomia de los empleados y hasta la acción de mafias que prosperan en el desorden. En la Argentina, estatizar es empeorar. Y ésta es una realidad nuestra, desprovista de sesgos ideológicos, pero que apela a una reflexión más honda.
Nuestro país es hoy una nación sin Estado. Las luchas políticas del pasado, la falta de acuerdo de las fuerzas políticas sobre las cuestiones básicas y el asalto corporativo que han hecho al espacio público las corporaciones militares, empresarias y sindicales nos han dejado sin Estado. Lo saben los viajeros, los jubilados, los que pagamos impuestos, los que hacen cola en los hospitales, los que deben hacer pininos para poder inscribir a sus hijos en una escuela pública de buena calidad, los que viven aterrados por la inseguridad, los que deben sacar el documento nacional de identidad o renovar la cédula o el pasaporte. ¡Y los pequeños y medianos empresarios que quieren crear algo!
Nos está esperando, dramáticamente, una refundación del Estado. Será difícil, pero no imposible, empezando porque en ese mismo Estado hay muchos argentinos capaces y calificados que saben cómo hacer las cosas bien. Y para darnos ánimos, podemos apelar a la propia experiencia del país. Porque tuvimos un Estado bueno y porque aquél fue hecho a partir de reformas también difíciles y tormentosas.
La primera gran reforma del Estado en la Argentina independiente fue realizada durante el gobierno de Martín Rodríguez por su ministro Bernardino Rivadavia. En la década de 1820 aquellos hombres encararon dos grandes reformas, la militar y la religiosa, y una fundación notable, la de la presencia de la mujer en los asuntos públicos. Todas ellas levantaron quejas que aún se pueden escuchar en algunos ámbitos. La reforma militar estaba destinada a quitar del erario el enorme peso de los militares que volvían al país después de las guerras de la Independencia. Eran argentinos honorabilísimos y que habían prestado servicios ejemplares, pero no había presupuesto capaz de aguantar esa carga. La reforma religiosa siguió las líneas de la reforma española de Carlos III, orientada a poner en producción las propiedades religiosas improductivas y reducir el tamaño de la población eclesiástica volcando a la sociedad del trabajo a mucha gente capacitada. La fundación de un servicio femenino fue la creación de la Sociedad de Beneficencia, a cuyas mujeres integrantes transfirió nada menos que la supervisión de escuelas y hospitales, en un paso vanguardista sin parangón en América del Sur.
Rivadavia afrontó las tormentas de sus decisiones, le dio a aquella Buenos Aires lo que los historiadores llaman "la feliz experiencia" y dejó a los gobiernos siguientes -entre ellos a Juan Manuel de Rosas- una situación saneada que duró hasta la siguiente reorganización del Estado, luego de la unificación nacional en 1861. Aquellos padres fundadores tuvieron coraje, voluntad y acompañamiento de la sociedad.
¿Nos animaremos nosotros? ¿O creemos que es posible en el mundo moderno una nación sin Estado?
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