miércoles, 13 de mayo de 2009

EL DERECHO A LA TIERRA PARA LOS MODERNOS

Comentario del Profesor de Derecho Raul Girbau al texto anterior EL DERECHO ROMANO Y LAS CRISIS SOCIALES en que se expone el antecedente "antiguo" tomado por Velez.

Con motivo de la Encícilica de Leon XIII, Henry George le envió una carta de la cual transcribimos este fragmento:

En cuanto al uso de la tierra sostenemos: mientras que el derecho de propiedad se adhiere justamente a las cosas producidas por el trabajo, no puede comprender la tierra. Pero sí se puede tener sobre ésta un derecho de posesión. Como Vuestra Santidad dice: “Dios no ha otorgado la tierra al género humano en general en el sentido de que todos, sin distinción, puedan tratarla como les plazca”, Las leyes humanas pueden fijar las reglas necesarias para su mejor uso. Pero tales reglas tienen que ser conformes con la ley moral, tienen que garantizar a todos una igual participación en las ventajas de la herencia divina común. En los estados sociales más primitivos en que la industria consistía en cazar, pescar y recoger los frutos espontáneos de la tierra, la posesión privada del suelo no era necesaria. Pero a medida que los hombres comenzaron a cultivar el campo y a emplear su trabajo en obras permanentes, se hizo necesaria la posesión privada de la tierra, sobre la cual se empleaba el trabajo, para garantizar el derecho de propiedad sobre los productos del trabajo. Porque, ¿quién sembraría si no le está garantizada la exclusiva posesión necesaria para permitirle que cosechara?
Este derecho de posesión privada en las cosas creadas por Dios es, sin embargo, muy distinto del derecho de propiedad privada sobre las cosas producidas por el trabajo. Aquél es limitado, éste ilimitado ( salvo en los casos en que acaba con los demás derechos). El fin de la exclusiva posesión de la tierra es sólo para asegurar la exclusiva propiedad de los productos del trabajo. Nunca puede ser llevado hasta el punto de que desvirtúe o niegue éste.

Cuando Caín y Abel eran los dos únicos hombres existentes sobre la tierra, podían, por un acuerdo repartirse la tierra. Conforme a este convenio, cada uno podía alegar derecho exclusivo a su parte contra el otro. Pero ninguno de los dos podría continuar esa posesión al nacer un tercer hombre. Porque, puesto que nadie viene al mundo sin permiso de Dios, su presencia atestigua derecho igual al uso de los dones de Dios, y rehusarle todo uso de la tierra que ya se habían repartido equivaldría a cometer un asesinato. Y el rehusarle todo uso de la tierra, a menos que trabajara para ellos o de que les diera parte de los productos de su trabajo como precio, sería cometer un robo.

Las leyes divinas no cambian. Aunque sus aplicaciones puedan alterarse con el cambio de condiciones, los mismos principios de justicia e injusticia existentes cuando los hombres son pocos y la industria primitiva, subsisten entre poblaciones densas e industrias complejas. En nuestras ciudades de millones de habitantes, en nuestros Estados populosos, en una civilización en que la división del trabajo ha llegado a tal extremo que gran número de hombres apenas tiene conciencia de que son usuarios de la tierra, sigue siendo verdad que todos nosotros somos animales terrestres, y que únicamente podemos vivir sobre la tierra, y que la tierra es dádiva de Dios para todos, de la cual nadie puede ser despojado sin ser asesinado, y por la cual nadie puede ser obligado a pagar a otro sin ser robado.
H E N R Y G E O R G E , LA CONDICIÓN DEL TRABAJO.

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