El Dr. Sandler ha sido Titular de Derecho Civil por más de 50 años en diversas Universidades Nacionales y Extranjeras Alberdi no leyó de cabo a rabo
el proyecto de Código, pues para su crítica le bastaba con el Mensaje de elevación. Tampoco lo hicieron los legisladores pues lo aprobaron a libro cerrado. Nosotros debemos hacerlo. Debemos hacerlo, para ver hasta que punto las sospechas y prevenciones de Alberdi - más allá del acierto de sus argumentos - resultan justificadas. Pues si Alberdi hubiese estado en la verdad, nuestro males sociales tienen un fundamental origen en lo temido
por el autor del Sistema.
Nuestro orden económico actual no refleja los principios económicos establecidos por la la Constitución. El orden real, el verdadero, se ha constituido conforme al Código Civil, las interpretaciones doctrinarias, las sentencias judiciales , la legislación creadora de recursos públicos para de los gobiernos nacional y provinciales y, lo que se suman, sucesivas e irracionales intervenciones del Estado. Parches ocasionales impulsados por intereses afectados e ideas repentinas puestas en acción sólo teniendo solo a la vista “la coyuntura”. Todo ese edificio normativo, que acaba por ser el peor foco de desorden social , se forjó a partir de la base del Derecho romano de propiedad sobre la tierra aceptado por el Código Civil. De este modo, sin mayor conciencia de la mayoría de las personas, silenciada por los entendidos , sin dejar de citar aquí y allá a la Constitución como fuente, en la práctica el Código Civil ha sido y es la base para la “constitución del orden económico privado y público” de la República Argentina. Sobre esa base, una legislación en materia económica que supera las diez mil leyes , se ha invalidado de cabo a rabo la Constitución Nacional de 1853/60. Veamos un par de instituciones básicas del Código Civil desde una perspectiva económica.
El Código y el derecho de propiedad del suelo
Lo primero que debemos observar es que el Código Civil vigente identifica en cuanto a su trato comercial los bienes muebles con los inmuebles. Es decir, económicamente trata igual los muebles producidos mediante el trabajo con el único inmueble existente en la realidad económica: la naturaleza o tierra (arts.2313 / 2317 y art. 2336).
Desde el punto de vista jurídico formal esto es factible: el ordenamiento jurídico se estructura en base a sus propios conceptos. Pero si éstos son desacertados, no se ajustan , al menos groseramente, a la “naturaleza de la cosa”, en la vida social pueden emerger graves problemas. El ejemplo histórico más notorio y deplorable (pero no el único) ha sido tratar jurídicamente como cosa en comercio a las personas. Así ocurría con el derecho positivo colonial anterior a la Revolución de Mayo y ocurrió hasta la Asamblea del año XIII. Por ley las personas negras , llamados esclavos, podían ser comprados y vendidos como mercaderías. Y usados como capital. Esto hoy nos parece tan escandaloso como aberrante; mas una vez fue “derecho positivo”. Acatado por la población y explicado en las cátedras de enseñanza superior.
La Revolución de Mayo prohibió la esclavitd. Fue la misma Revolución – en pareja concepción –que prohibió la compraventa de tierra (1813) . Consideró al territorio patrio como “reserva perpetua” de la que habría de vivir la población de la nueva nación. En lugar de la propiedad privada romana dictó la Ley de Enfiteusis(1826) . La tierra podía ser usada, pero de ella nadie podía apropiarse en el sentido actual. El Código Civil omitió considerar este derecho revolucionario de Mayo. Al hacerlo nos retrogradó al sistema romano que ampara a los terratenientes frente a la natural demanda de los “sin tierra”. Típico de la antigua Roma. Quien pone la tierra como res in comercio, da paso a la especulación y acorta la vida de los hombres a la vez que fractura en odios y resentimientos a toda la sociedad.
De la clasificación de las cosas en el Código Civil y los males sociales
En la clasificación de las cosas por el Código Civil se aprecia una gran dicotomía entre los conceptos de esta ley y los de una ciencia económica de base rigurosa. Para tal ciencia económica la clasificación del Código es una repudiable ficción, pues no toma en cuenta las notas distintivas de la realidad. En consecuencia, conduce a verdaderos disparates en la constitución del orden social real.
La ciencia económica seria solo acepta una única cosa que puede ser considerada “inmueble”. Es la base de la vida y fue llamada tierra (o naturaleza) por los economistas clásicos . Todas las cosas producidas por el hombre son - inexorablemente - transformaciones de ese único inmueble por obra del trabajo. Desde un majestuoso edificio a las emisiones radiofónicas aprovechando las ondas herzianas.
Lo producido por obra del trabajo humano suele denominarse también mercaderías (pues en el mundo moderno en amplia gama están destinadas al “mercado”). Lo importante es que toda mercadería económicamente es un mueble, aunque esté fija al suelo. Una casa, un completo edificio en propiedad horizontal, cosas que para el Código son “inmuebles por accesión”, económicamente son, en tanto “cosas producidas” aplicando el trabajo del hombre a la tierra o naturaleza, mercaderías , es decir muebles.
Para una ciencia económica rigurosa el término riqueza menciona un concepto preciso: son las cosas producidas por el hombre. Un determinado conjunto de mercaderias aptas para satisfacer necesidades humanas, fue denominó por los clásicos, riqueza.
En primera fórmula sintética la riqueza es así el fruto de dos factores:
[I] R [riqueza] = T [trabajo humano] + N [naturaleza]
La conclusión que surge de esta fórmula es que no son riqueza ni el trabajo humano ni la naturaleza. En ciencia económica nadie es rico por ser fuerte y sano, tampoco lo es por poseer miles de hectáreas de terreno. Desde el punto de vista económico solo se es rico poseyendo riqueza, esto es cosas muebles producidas por el hombre.
Para la ciencia económica Capital es la parte de la riqueza no consumida y aplicada a la producción de mayor riqueza. La conclusión primera es que solo los muebles (cosas producidas por el hombre) pueden ser Capital ; la segunda es que solo son capital solo en tanto y en cuanto se apliquen (o estén destinadas a aplicarse) a la producción. La locomotora Porteña en el Museo de Lujan o la computadora superada por la innovación tecnológica son cosas; pero no son riqueza. A menos que una emergente necesidad o un ingenioso lleven a insertarlos en el proceso de producción de riqueza.
En consecuencia para completar el proceso de producción de riqueza a la fórmula [I] debe agregarse el Capital.
La incorporación del factor Capital da lugar a esta segunda fórmula:
[II] R = Trabajo + Capital + Naturaleza
Un corolario de esta Formula II es que el trabajo y la naturaleza jamás pueden ser riqueza. En cuanto las cosas que son (o pueden ser capital) varían con la posibilidad de su aplicación de poder producir más riqueza. Esto le da una singularidad importante al capital. No solo porque es indispensable para aplicar la débil fuerza del hombre en la producción. Es singular también porque siendo siempre, en primer grado, riqueza, puede ser acumulado, ahorrado, para una mejor oportunidad de aplicación. Su propietario puede hacer rogar y con ello encarecerlo. Pero este peligro es mínimo en comparación al poder que tiene quien goza de la propiedad de la tierra y el disfrute de un privilegio legal pagar apropiarse de los frutos del trabajo ajeno. La competencia por un lado y la innovación tecnológica por el otro amenazan con pulverizar en un instante el valor del capital ahorrado en espera de mejores oportunidades.
Lo principal es tener presente que Riqueza, Trabajo, Capital y Naturaleza son en la manera expuesta términos de una ecuación. Los tres ultimo deben ser “sumados” (articulados en le proceso productivo) para que la riqueza exista.
El poder formalizador de la ley jurídica puede operar sobre esta formula. En ciertas épocas e! trabajo fue conceptualizado como “capital”. Esta formalización no fue para nada inocua en la constitución del orden social real, de la civilización y la economía. Dio lugar a una sociedad esclavista, con todas sus consecuencias. La principal es que afectaba el pleno beneficio de la economía de mercado, pues la mayoría de los trabajadores eran esclavos y no siendo dueños del producto de su trabajo no podían ser “consumidores”: carecían de suficiente patrimonio para intercambiar. Debían vivir de lo que “graciosamente” les daba el “amo”.
La ley jurídica vigente entre nosotros trata a la Naturaleza o Tierra como Capital (desde el Código civil hasta las leyes impositivas). Esto no es inocuo para la economía y el orden social todo. Legislada y tratada la tierra como Capital la gente encuentra natural que ese “capital” rinda un “interés” a favor de su propietario. LO llaman, por lo comun, “alquiler”. En verdad se trata de una falsificación de la realidad económica, producto de la ficción jurídica de considerar a la tierra como una mercadería, o sea algo producido por el hombre. Lo que el propietario del suelo cobra a quien quiera ocuparlo es el “mayor valor” que éste tiene (por su ubicación, calidad, etc) en comparación a otro terreno al que el trabajador pudiera acceder gratis.
Ese “mayor valor” no es ningún interés: se llama “renta económica del suelo” o “renta fundiaria”. Crece o diminuye por la demanda social por la tierra en cuestión. Como este valor no depende del trabajo de propietario ni de su inversión de capital sino de la demanda de la gente, se juzga que él no debe ser una “retribución” para el dueño, como ahora ocurre, sino ha de ir a parar al tesoro de la sociedad. Es decir ese fondo necesario para afrontar el gasto que demanda la oferta de bienes públicos.
Es imposible constituir un orden de mercado auto sostenido y menos mantener un Estado con ingresos suficientes para brindar “bienes públicos” si los trabajadores no tienen acceso fácil al suelo y los propietarios lucran con aquel singular “interés”. Esta normativa legal, a la que tan poca atención se presta en la Argentina, es la causa ( directa e indirecta) de la mayoría de los males sociales que azotan a la Argentina.
Esta apropiación legal por parte de los particulares del mayor valor de la tierra denominado renta fundiaria genera efectos catabólicos en la economía y en todo el orden social. Por una parte alienta como negocio normal la comercialización de la tierra para especular con ella. El acaparamiento de grandes o pequeñas extensiones (el tamaño no es esencial) esta a la vista. Sin embargo no aparece como moralmente reprochable por parte de la sociedad argentina. Incluso negociar con tierra es tenido como una prueba de inteligencia empresarial. Quien acapara para especular lo hace calculando que otros necesitados de tierra si la necesitan y que, gracias al derecho positivo, deberán pagarle en su momento “lo que ella vale”. Las grandes fortunas en este país en el siglo XIX se han “amasado” mediante este sencillo procedimiento.
A medida que aumenta el número de habitantes (por inmigración o por crecimiento vegetativo) mayor será el numero de “deudores”, o sea necesitados de tierra. Esto es la cantidad de “obligados a pagar” con su trabajo lo necesario para acceder a ella. El notable crecimiento de las “villas miseria” alrededor de los centros urbanos en todo el país es el patético ejemplos para probar esta inequidad.
Pero hay otros efectos igualmente catabólicos. El aumento de población y su agrupamiento en unos pocos centros urbanos, aumenta la necesidad de “bienes públicos”: servicios, seguridad, defensa, educación, etc. En general se considera que la mayoría de ellos los debe ofrecer el Estado (nacional o local). Pero en economía nada es gratis. El Estado para ofrecer esos bienes públicos tiene necesidad de recursos monetarios (valores de obligación) Todo Estado que acepta la apropiación de la renta fundiaria por parte de los particulares, renuncia con ese acto a valerse de ese recurso. Por lo tanto debe hacerse de otros provenientes de las más antiguas y catabólicas fuentes. Aquí el derecho vuelve cobrar un papel esencial. Leyes autorizando a establecer y cobrar impuestos, leyes autorizando suscribir empréstitos y leyes autorizando la emisión de moneda sin respaldo en cosas materiales, son los tres recursos habituales de todo Gobierno que renuncia a formar el tesoro público con el mayor valor del suelo.
Lo más doloroso es que esas leyes contra los trabajadores e inversores de capital real son votadas sin cargo alguno de conciencia por sus representantes en el Congreso de la Nación y en las legislaturas provinciales. No obstante no solo de ellos es la culpa de esa calamidad. No se puede culpar de forma exclusiva a los representantes democráticamente elegidos por no empeñarse en el cambio del sistema, cuando los representados mismos son los menos interesados en conocer la causa de sus problemas. Con el agravante que los hombres cultos no ejercen el normal magisterio de alentar a la gente común en conocer esa grave cuestión.
A todos pareciera mas fácil trenzarse en disputas adjetivas y discutir entre sobre “chivos emisarios”, de turno o de su preferencia simpática o antipática. La democracia impone a los ciudadanos la responsabilidad ineludible de averiguar cuál es el derecho correcto y de votar a representantes para que lo implementen. Y la de éstos – en tanto se estimen dirigentes – es su responsabilidad instruirse para informar al pueblo acerca de este problema que afecta sus vidas.
Toda vez que la propiedad privada es declarada inviolable (art. 17 de la CN), se piensa que los propietarios de parcelas de suelo tienen derecho a hacer con ella lo que quieran, incluyendo el derecho de prohibir a otros que accedan a ella. ¿Es correcto esto? Depende. Para una respuesta destinada a ordenar más armónicamente las relaciones sociales hay que comenzar por distinguir el tipo de objeto sobre el cual se pretende tener un derecho de propiedad, ese poder para usar, consumir y destruir la cosa. Desde el punto de vista de la economía humana tienen muy distinto origen y fundamento el dominio sobre la naturaleza y el dominio sobre las cosas producidas. Mientras que la naturaleza (para ser más claros limitémonos al territorio de cierta sociedad humana), es algo dado a todos los hombres, las cosas producidas cobran existencia gracias al aporte del trabajo y el capital Ocurrido este proceso de producción intuitivamente surge la convicción moral que quienes han producido las cosas en cuestión son, en principio, sus plenos dueños. Y así como son dueños por haberlas producido, también lo son, en principio, para destruirlas. No suena descabellado razonar de este modo decidiendo sobre las cosas producidas.
En cambio le resultaría muy difícil argumentar con éxito y con mantenimiento de la paz en el grupo, quien sostuviera que por ser el primero en ocupar para sí todo el territorio (el inmueble por naturaleza), se declarara propietario de toda la tierra con iguales derechos que se tiene sobre las cosas producidas. Aceptado esto su derecho incluiría el poder para excluir a todos los demás del libre acceso al territorio e incluso la facultad de destruir la tierra si así lo decidiera. Esto sonaría a desvarío y de ser planteado al momento de constituirse una sociedad sería tomado como un disparate.
Es patente que Vélez vivió una confusión en relación a estos puntos. Al referirse a los fundamentos del derecho de propiedad en la nota al art. 2506, luego de cierta hesitación, concluye su pensamiento con esta inobjetable sentencia:
“La propiedad debía definirse mejor en sus relaciones económicas; el derecho de gozar del fruto de su trabajo, el derecho de trabajar y de ejercer sus facultades como cada . uno lo encuentre mejor".
La afirmación es impecable; pero ciertamente que esta tesis no sirve para fundamentar al derecho de propiedad sobre la naturaleza. ¿Quien puede atribuirse la fabricación de un solo palmo de territorio argentino? ¿Quién produjo la más mínima parcela de tierra, agua o petróleo? De sostener de modo consistente aquella tesis, Vélez estaba obligado a rechazar al derecho de propiedad privada sobre la naturaleza. En algún grado lo hizo, como debe ser reconocido como ocurre respecto a algunas partes del territorio [ Ejemplo, art.2340 y siguientes]. Pero no lo aplicó sobre el amplio territorio de la Argentina.
Dispuesto a aceptar legalmente el derecho de propiedad privada sobre el suelo del tipo romano Vélez tuvo que recurrir a otros fundamentos. Recurrió a los preceptos y doctrinas sobre el derecho de Roma. Surge esto claramente de la nota al artículo 2503 , cuando trata de explicar las razones por las qué descarta una serie de derechos medievales creados para acceder al suelo. Juzga “que era más conveniente aceptar el derecho puro de los romanos " (sic)
Para ser consistente con su opinión según la cual la propiedad sobre las cosas debía fundarse en el trabajo no debió haber recurrido al derecho romano sino al derecho patrio sino a una institución genuinamente argentina y revolucionaria. Debió haber recurrido a la institución jurídica/económica creada por la Revolución de Mayo: la ley de enfiteusis. Su separación del programa de Mayo (concretado en la Constitución Nacional de 1853) aparece muy claro en la omisión cometida en toda cita con la ley de enfiteusis argentina. Es verdad que en la nota al art.2503, párrafo VI , menciona la enfiteusis; pero se refiere a la romana-medieval. No a la ley dictada por el Congreso de I826 ( en el cual Vélez había participado ) y que estuvo vigente hasta el 16 de septiembre de 1857.
Es verdad que la enfiteusis argentina fue desnaturalizada tras el derrocamiento de Rivadavia; pero su desnaturalización por parte de unas pocas familias hábiles para acaparar tierra, para nada contradice los excelentes fundamentos que llevaron a crear este instituto como medio democrático y democratizante de la sociedad de la nueva nación. Un bajo costo para acceder al territorio era la condición material básica necesaria para concretar la liberal invitación al mundo para poblar desierto territorio argentino, dirigida a todos los hombres deseosos de vivir de su trabajo. Se pretendía mediante esta ley dar paso un grandioso futuro económico, gracias a una permanente vigencia de la libertad individual anudada a “la noble igualdad”, gracias al inteligente instrumento consistente en asegurar un idéntico derecho de acceso al suelo para todos.
La revolucionaria ley de enfiteusis falló no solo por la codicia de algunos sino, además, porque no había ninguna organización estatal suficiente para hacerla efectiva. Pero por sus fines y fundamentos debió ser el tipo de institución que hubiera posibilitado concretar las normas de la Constitución escrita en una real constitución de la sociedad. Su fracaso en la larga etapa entre su aprobación y el derrocamiento de la dictadura en 1853 nunca debió haber sido motivo para no reponerla como base material de la nueva nación. Dadas estas fallas su aplicación produjo el más escandaloso fraude legis que se cometió en una nación que aspiraba a la libertad, la igualdad y fraternidad de sus habitantes.
Este fracaso debe haber obrado en los hombres públicos de la Organización Nacional para decidirse a enterrarla e instalar entre nosotros, en su lugar, el sistema de propiedad sobre la tierra de la antigua Roma. La institución de la propiedad romana –ligada a la de la esclavitud - se inspiraba en la fuerza. La ocupación incesante de tierras desde las modestas colinas del Lacio, seguida por la apropiación violenta de territorios de pueblos vencidos y la continua guerra de conquista lo prueban. No solo lo prueba sino que explica cómo aquella nación trabajadora que comenzara siendo un república, tras desgarradoras guerras civiles, cayera en sucesivas dictaduras hasta su desintegración política y social. Los primeros ocupantes del Lacio fueron todos patricios en el sentido etimológico de la palabra. Pero pasados unos siglos se convirtieron en algo muy distinto: en una clase social de fundamento terrateniente.
Esta clase comenzó a ser acosada por los “sin tierra” de entonces. Se llamaron plebeyos, miembros de la plebe, el pueblo. Siglos más tarde una tercera e inmensa clase, más pobre aún, se hizo presente en el escenario de esta sociedad organizada sobre el sistema de derecho de propiedad del suelo: el proletariado. Así llamada por la enorme “prole”, la cantidad de hijos, que tenían estos “excluidos” sociales y políticos. ¿Esta historia de Roma y su progresiva estructuración social no ofrece ninguna similitud con la ocurrida entre nosotros en el lapso corrido entre la derogación de la ley de enfiteusis y la vigencia del Código civil desde hace 150 años?
Quien se interese en contestar esta pregunta debe comparar la historia de Roma con la historia del pueblo hebreo. Mientras aquélla se fundó en un especial tipo de derecho de propiedad privada sobre el suelo (que es nuestro sistema), el pueblo de Israel regló su acceso a la tierra por uno por completo opuesto. Sus variados sistemas a través de la historia se ajustaron siempre a los principios mosaicos contenidos en el Levítico.
“La tierra no se venderá a perpetuidad, porque la tierra mía es; pues vosotros forasteros y extranjeros sois parta conmigo” (25:23). Por lo tanto, en toda tierra de vuestra posesión otorgaréis rescate a la tierra (25:24).
En el pueblo de Israel no se conoció a la dictadura como institución y la esclavitud fue ocasional y temporaria. El poder militar de Roma no puede ser discutido. Ninguna otra potencia lo alcanzó en semejante dimensión. Sin embargo el notable imperio se disolvió carcomido por su degradación social interna. Frente a ese poderío es notable la autodeterminación y rebeldía del pueblo de Israel. Frente a ella el Imperio tuvo que recurrir al genocidio. Así se llamaría hoy a la diáspora . Debemos tener presente estas lecciones de la historia; sobre todo luego de adoptar como sistema de propiedad del suelo el aplicado por Roma.
Efectos del sistema de propiedad sobre la libertad de contratar
Vélez estableció que la libre manifestación de los hombres comprometiéndose entre sí los obligaba como la ley misma (art.1197). Es una norma básica para un orden económico de mercado, pues hace de cada habitante adulto el planificador de su propia vida. Sin embargo, el alza de los precios e la tierra (con efecto directo en el montos de los alquileres y rubros a ellos conectados) y una inflación que asedia y emerge de modo crónico, ha obligado una y otra vez a retacear esa libertad de contratación. A veces mediante una legislación protectora de los deudores, como en el caso de las leyes congelando los precios del alquiler, prorrogando los plazos de la locación o fijándole plazos mínimos más allá de la voluntad de los contratantes ( en las décadas 1920 y 1940)¸ fijando por disposiciones legales precios máximos a las mercaderías (décadas de 1940 en adelante) , etc. Otras , legislando más bien a favor de los acreedores, como ocurrió al acoger la teoría de la imprevisión o al establecer el sistema de indexación de precios aboliendo el nominalismo monetario. No se puede omitir por su gravedad y reiteración la práctica de intervenir en los contratos de depósitos de dinero de los particulares en los bancos e incluso los ahorrados para su jubilación, a lo que hay que sumar los repudios del Estado en pagar sus deudas (“default”).
¿Hasta que punto es ajeno a estas situaciones el Código Civil? Toda estas materia dineraria es de su competencia, aunque con el tiempo ella ha sido tan vulnerada que poco resta de su espíritu original. El capitulo IV del Libro II, [Obligaciones de dar sumas de dinero"], por ejemplo, establece los fundamentos del sistema monetario (orden de valores representativos), el que es esencial para la existencia de un orden económico de mercado. Perro justo esta degradación de los contratos y las obligaciones debiera mostrar a los estudiosos que algo huele mal, no en el campo de los derechos personales, sino en el de los reales, de los que su rey es el derecho de propiedad. Sin embargo este desmoronamiento en aquel campo (que diera lugar, hace ya muchos años, a hablar de la decadencia de la “soberanía de los contratos”) no ha incitado a investigar sobre la responsabilidad del derecho de propiedad sobre el suelo en los trastornos de la economía de tráfico. Al menos en nuestro país.
Un fenómeno que debe atraer la atención (explicado desde muy diversos puntos de vista y atribuyendo en cada caso a razones muy distintas), es la similitud de nuestros problemas económicos con los que padecen la mayoría de los países latinoamericanos. El mayor punto en común que tienen estos países en materia de ordenamiento de derecho civil ha sido la recepción (vía Código Civil Francés y algún otro), es el derecho romano de propiedad. La influencia en su legislación civil está fuera de cuestión. Salvo en Cuba, cuya reforma agraria de los 1960, inspirada en el marxismo, ha dado lugar a un orden social que presentó algunos beneficios inmediatos pero de manera permanente todos los defectos de los órdenes colectivistas implantados en Europa.
Debe llamar también la atención de los estudiosos que una semejante patología la han sufrido (y sufren aun hoy) a su manera, la mayoría de los países latinos de la Europa continental, en los que la influencia del derecho romano en la materia de acceso del suelo es más que notoria. En cambio en los países anglosajones y escandinavos ha habido una menor influencia del derecho romano y, de modo simultáneo, si bien no han carecido ni carecen de problemas económicos por la causa del derecho a la tierra, éstos han sido menores. En el mundo existe cierta admiración por esos países (a los que habría que agregar Cánada, Nueva Zelandia, Australia, Hong Kong y Singapur) , en especial por su progreso económico y el buen comportamiento general de sus ciudadanos; pero no se presta la debida atención a cuáles son sus sistemas de acceso al suelo, punto en que todos ellos de parecen.
Sobre esto, Andrés Lamas, Rivadavia y la Ley de Enfiteusis. El pasar por alto esta notable institución de orden social (ésta u otra equivalente) ha dividido a estudiosos y políticos en dos bandos: aquellos que prefieren la libertad a costa de la igualdad y los otros que prefieren la igualdad a costa de la libertad. Ambos están equivocados.
En El César contra el hombre. Arturo Capdevila ha trazado un magnífico paralelo entre los dos sistemas contemporáneos (el romano y el hebreo) mostrando como el primero suponía el paganismo mientras que e! segundo respondía a la creencia de un Dios único. Juan C. Pérez Pardella ha escrito extraordinario relato sobre el enfrentamiento final entre esas dos culturas, expresión de dos sistemas distintos de derechos sobre el suelo, el que terminó militarmente con la destrucción de la ciudad de Jerusalen por Tito (70 DC) y la muerte de 1.400.000 personas entre judíos y cristianos.