lunes, 16 de febrero de 2009

La Economía Mundial en las Tinieblas (*) por CARLOS BECKER

Un análisis de las principales experiencias económicas ocurridas entre las dos guerras mundiales

MENDOZA 1945

(FRAGMENTO)

CAPITULO IV

LA DESORGANIZACIÓN POR LA ORGANIZACIÓN

I. Decadencia económica y moral.

En los últimos diez años se podía oír decir a menudo que los vencedores de la guerra de 1914 terminaron por ser más bien los vencidos, porque no habían sabido sacar provecho de su vic­toria. Desde el punto de vista económico, se podría afirmar que todos los países perdieron en la guerra de 1914, puesto que nin­guno de ellos volvió a encontrar, ni de cerca, la relativa estabi­lidad y seguridad económica de la cual disfrutaban antes de 1914.

He aquí uno de los fenómenos más extraordinarios de la posguerra: nunca, sin duda, en tan pocos años se han podido comprobar tan numerosos fracasos en materia económica y, sin embargo, en ninguno época de la historia humana se han hecho tan grandes, tan perseverantes y tan diversos esfuerzos, como en la época de la posguerra, para regularizar todos los sucesos económicos. Jamás se habían tomado tantas medidas para esta­bilizar los precios, la moneda, las ventas, los beneficios, etc. Nunca se habían visto tantas intervenciones para proteger a la agricultura, a los industrias, al comercio, al trabajo, a los sala­rios, etc. Nunca tampoco el mundo asistió a la creación de tan­tas organizaciones nacionales e internacionales; jamás se había visto firmar tantos acuerdos, celebrar tantas conferencias y re­uniones de productores y negociantes, a menudo con el apoyo, el patrocinio o aun la iniciativa del Estado. Nunca se había podido escuchar tan bellos y prometedores discursos. Nunca se habían apasionado tantas personas relacionados con los negocios de carácter privado por los problemas de organización económica nacional e internacional. ¿Por qué, a pesar de todo eso, el éxito fue tan escaso?

No hay motivos para suponer que los hombres eran menos inteligentes entre 1918 y 1939 que antes de 1914. Lógicamente hubieran debido ser más capaces en sus juicios y en su actuación económica porque tenían a su disposición una cantidad mucho mayor de estadísticas, de resultados de encuestas, contaban con "ministerios de Economía" y con toda clase de institutos de estudios económicos que no existían en 1914. No sólo tenían re­cursos más numerosos y medios cada vez más perfeccionados para el estudio de la economía, sino que poseían también instru­mentos más numerosos y eficaces para obrar sobre ella y dirigirla. Basta recordar los acuerdos económicos, la concentración indus­trial y financiera, las poderosas organizaciones económicas y sociales, la legislación económica, etc. Todo tendía a la realiza­ción de un control económico, de una dirección cada vez más centralizada de las actividades económicas individuales.

Las intervenciones sin número, el progreso del control, de la dirección y de la limitación de las iniciativas individuales li­bres, constituyen precisamente el hecho más sobresaliente de la historia económica de posguerra. La principal víctima, el más vencido de la guerra de 1914, podríamos decir, y contra la cual lo guerra no terminó en 1918, ha sido el individualismo econó­mico. Los millones de empresas económicas individuales repar­tidas en el mundo entero, surgidas de la libre iniciativa privada, movidas por el solo afán de ganar, constituían, todavía en 1914, el factor más determinante de la evolución económica mundial. La empresa personal, individual, esa típica representante de todo un régimen económico, se dejó progresivamente dominar por las nuevas fuerzas colectivas o públicas casi sin reaccionar. Aceptó su dominación y orientación desde afuera, aparentemente como algo inevitable, como una fatalidad impuesto por las circunstan­cias.

Sea lo que fuere, nos parece cierto que los vencedores de esta guerra económica, exactamente como los aliados después de la guerra de 1914, no han sabido aprovechar su victoria, a pesar de haber sido ésta más completa y duradera que la victo­ria militar. Si los aliados de entonces no llegaron a establecer una paz duradera, aquellos que llevaron los golpes decisivos contra el individualismo económico no supieron apaciguar ni esta­bilizar la vida económica. Los años comprendidos entre las dos guerras nos dan uno imagen curiosa de organización y de des­organización. He aquí el recuerdo de unos cuantos hechos que más nos impresionaron en aquella época.

Durante la guerra el Estado en todos los países beligerantes (y aun en los neutrales vecinos de los beligerantes) necesitaba enormes cantidades de armamentos, equipos militares y toda clase de artículos de consumo para los ejércitos. El Estado no tenía ni el tiempo ni la intención, por motivos de secreto militar y de uniformidad de los artículos necesitados, de distribuir sus encargos a empresas medias y pequeñas. Fue la fatalidad de la guerra que sólo fuesen unas pocas grandes empresas de produc­tores e intermediarios las que aprovecharon, sobre todo, esta buena ganga de abastecer al gran cliente y buen pagador. Nada más natural que, después de la guerra, encontráramos unas em­presas tan grandes que la vida de ciudades y regiones enteras parecía depender de ellas. A veces una sola empresa controlaba varios ramos industriales desde los minas, la producción de ma­terias primas, hasta la fabricación del producto elaborado. Ni el Estado, ni tampoco las grandes empresas tampoco podían trabajar al mismo tiempo con centenares de bancos. Unos pocos grandes bancos eran fatalmente los preferidos y, como siempre, se veía la concentración industrial acompañada de otra bancaria. La guerra ha sido la victoria de las grandes empresas sobre las pequeñas y medias; la victoria de las grandes sociedades sobre la empresa personal; la victoria de la anonimidad sobre la individualidad en la vida económica.

Después de la guerra, los Estados en la medida que dejaron depreciar su moneda, habían reducido, y en ciertos casos anula­do, su deuda interior. ¡Qué procedimiento más sencillo para li­quidar una guerra! Pero, desgraciadamente, fue una liquidación más aparente que real y terriblemente injusta, que ha tenido repercusiones sociales y económicas muy hondas y lamentables. Innumerables ciudadanos (sobre todo aquellos del continente europeo) perdieron el total o una parte considerable de sus ahorros. Del mismo modo que el Estado anuló o redujo su deuda disminuyeron o desaparecieron las deudas privadas. Ha sido la gran victoria de los deudores sobre los acreedores. La clase me­dia, que en los países europeos había ocupado un lugar importante que constituía la base del equilibrio social y que había sido siempre la gran fuente de ahorro, del capital de inversión y de la prosperidad, desapareció, en su acepción económica por lo menos, más o menos completamente en algunos países y en to­dos fue la más afectada por las consecuencias de la guerra. Ella se "proletarizó", según una expresión muy corriente en aquel entonces. Este hecho constituyó el pago real de cuatro años de un régimen de espantosa destrucción y, en parte, una de las hondas causas de la segunda guerra mundial. El desposeimiento de la clase media no se realizó de un solo golpe, puesto que la depreciación monetaria duró de cuatro a ocho años, según los países. Aquellos años de inestabilidad monetaria y alza constan­te de los precios engendraron toda clase de nuevos especuladores. Fortunas se ganaron rápidamente a medida que otras se perdían. Los unos ganaban sin trabajar, los otros perdían sin culpa. Los que ganaban eran casi siempre los mismos, unos pocos especu­ladores, y los que perdían eran cada vez más numerosos. La riqueza iba a los que no trabajaban o no producían y dejaba pobres a los que todavía creían en la moralidad de los negocios. Unos nuevos ricos sin cultura, sin principios, se destacaban entre millones de nuevos pobres. Así se operó una nueva concentración cada vez más acentuada de la riqueza y una generalización de la indigencia. Se observó otra gran concentración financiera, bancaria, industrial a costa de las empresas pequeñas y medias. Se multiplicaron los monopolios y la competencia libre entre iguales se transformó en una lucha por la dominación del mer­cado. Hasta en los países neutrales, aun en aquellos que habían salvado su divisa repercutió esta evolución aunque menos acen­tuada, en la moralidad económica. La impresión de que el tra­bajo honesto no compensaba tendía a ser una opinión cada vez más aceptada o menos discutida. Pronto las grandes fuerzas financieras influyeron también en la prensa y la política.

Todo lo que pasó en aquel entonces en el continente europeo y que parecía algo muy nuevo a muchos europeos acostumbrados desde hacía un siglo a un equilibrio económico-social coda vez más seguro y a una estabilidad monetaria perfecta, ha sido en realidad uno de los fenómenos más frecuentes en la historia monetaria del mundo. Escritores de todas las épocas, de la anti­gua Grecia y Roma, de la Edad Media como así también del siglo XVIII, nos describen situaciones muy parecidas.

"Cuando el desorden está en todas las fortunas — escribía Condiliac en 1776 — habrá necesariamente desorden en el Estado. ¿Qué va a ser de las costumbres si los principales ciudadanos — que el pueblo suele tomar como ejemplo—, forzados a ser a la vez ávidos y pródigos, no conocen sino la necesidad de dinero, dispuestos a hacer todo para conseguirlo y que ningún procedimiento los des­honra?. . ." (1)

Todas esas famosos bancarrotas escandalosas que más tar­de ocurrieron (Stinnes, Loewenstein, Hatry, Nordwolle, Kreuger, Oustric, Mme. Hanau y Stavisky, etc.) tienen sus raíces mate­riales y espirituales en esos años de inseguridad monetaria. Su­cede que una fortuna ganada de golpe, sin trabajo, no se man­tiene cuando las circunstancias vuelven a una cierta normalidad y cuando el trabajo honesto se paga de nuevo aunque sea mo­destamente. Es fácil comprobar que las fortunas rápldas de los unos se deben siempre a las pérdidas sufridas por los otros más numerosos. Millonarios y mendigos son dos fenómenos sociales que, en épocas como aquélla, se encuentran lógicamente ligados, se implican el uno y el otro y ambos son la expresión visible y, hasta diríamos, la prueba de un desequilibrio económico.

En tiempo de inestabilidad monetaria se desposee no sólo al pequeño y medio ahorro sino también al trabajador. En el siglo XVI, por ejemplo, los salarios reales bajaron en Europa, según Harsin (2), del 30 al 35 % a causa de la pérdida del po­der adquisitivo de la moneda, depreciación ésta ocasionada por la abundancia de la misma. Lo propio ocurrió después de la guerra de 1914. Los precios subían siempre más de prisa que los salarios que se fijaban en los contratos colectivos de tiempo en tiempo. En cierto período de la depreciación del marco alemán, por ejemplo, un solo día de retraso en el pago de los salarios ha­cía perder al obrero una parte notable del poder de compra de su ingreso semanal, mientras que el precio del producto de su trabajo de la semana acrecía su valor. Los grandes industriales se aseguraban de esta manera costos de mano de obra bajísimos y asimismo ellos se ponían a salvo de los efectos de la deprecia­ción monetaria cambiando sus divisas oro (dólares o libras) sólo en los días de pago, de suerte que toda baja de la moneda cons­tituía una ganancia para ellos. El ex profesor de la Universidad de Berlín, Lederer, calculó que los obreros alemanes perdieron durante los cuatro años de depreciación del marco, en promedio por obrero y por año, un valor de 625 francos oro de su salario medio normal. La importancia de este desposeimiento resalta si tomamos en cuenta que fueron de 15 a 20 millones de trabaja­dores alemanes los que sufrieron esa reducción de poder adquisitivo de sus salarios durante cuatro años, lo que representaría una pérdida global de 9,4 a 12,5 mil millones de francos oro. Y ello no representa sino la pérdida de la población trabajadora de un solo país. Es imposible calcular ni aun imaginar, lo que debe haber sido la pérdida total del conjunto de los trabajadores eu­ropeos. Se trata de un robo "legal" que sólo fue posible merced al desorden monetario el cual, también así, desde luego, contri­buyó a acentuar la concentración de la riqueza y la generalización de la miseria. Cuando los países europeos volvieron, los unos después de los otros, a la estabilidad monetaria no recobraron ni su estruc­tura social ni tampoco su estructura económica. Pronto la concentración industrial y financiera volvió a acentuarse aún más, durante los años de racionalización, de suerte que la estructura económica y social de 1914 quedó definitivamente como un recuerdo.

En especial, durante los años de la "racionalización" (como lo señalamos en el capítulo anterior) se produjo otro movimiento más acentuado aun de concentración industrial y financiero, en parte por fusión de empresas y capitales pero ante todo, esta vez, por la conclusión de acuerdos o por la asociación de los pro­ductores o comerciantes de una misma rama y cuyo fin era casi siempre la restricción o supresión de su competencia recíproca en el mercado. En los grandes países industriales, por consiguien­te la característica de la vida económica ya no fue la existencia de millares de empresas privadas y aisladas dirigidas por la iniciativa_de los individuos, sino las grandes sociedades o las asociaciones de productores y comerciantes, como asimismo las de trabajadores.

Esta transformación hizo cambiar notablemente la relación entre la economía privado y el Estado. Las empresas gigantes, las grandes asociaciones de productores y comerciantes como también los sindicatos obreros cada vez más poderosos, influyeron cada vez más en las decisiones gubernamentales o en los votos de los organismos legislativos. Los gobiernos a su vez trataron de asegurarse el apoyo o el consentimiento de estos gremios y los escucharon o consultaron de modo constante. Las empresas titánicas sabían, por lo demás, que el Estado no hubiera podido desinteresarse de su suerte. El Estado no podía dejar ir a la quie­bra una empresa industrial, bancaria o comercial de la cual de­pendía en mayor o menor grado la marcha de secciones enteras de la economía, como también el empleo de centenares de miles de trabajadores. Tales quebrantos se hubieran extendido rápi­damente, como una epidemia, a las otras secciones y hubiera provocado la desocupación de millones de obreros.

De este progreso de la organización surgió y se generalizó una mentalidad económica y social nueva, fundamentalmente distinta de la imperante durante el siglo pasado y hasta 1914. No se suele ver sino las ventajas de esta evolución. Se piensa ante todo en el progreso del "orden" gracias al control y la di­rección más general, central e inteligente, en otros términos, la supresión de la anarquía y sus efectos azarosos e imprevisibles. Lo que se subrayó mucho menos y que a nosotros nos parece más visible es el debilitamiento progresivo del sentimiento de la responsabilidad personal en grandes sectores de la vida económica. Constituye un hecho universalmente conocido que las empresas gigantescas que trabajan con inmensos capitales ajenos y muy a menudo, en parte, extranjeros, que no tienen ya ningún con­tacto personal con sus millares de desconocidos acreedores, no sienten la misma responsabilidad hacia ellos que el empresario de una explotación personal o familiar. Todo el mundo conoce los casos extremos de escandalosos abusos en algunas sociedades de capitalización de diversos tipos, de los "investment trusts", de los seguros, de las compañías de control financiero o ""holding", etc. No menos se ha hablado y escrito de la designación en ciertas sociedades industriales y financieras de administradores o directores que en realidad no administraban ni dirigían nada, que no hacían sino participar en los beneficios con un porcentaje generalmente fijo y cobrar dietas e indemnizaciones sin motivos justificables, porque no tenían ni iniciativa ni responsabilidad alguna en las operaciones de las empresas. Hasta en un país como Francia, que más que cualquier otro conservó sus pequeñas y medias empresas, una encuesta de 1932 revelaba que 90 per­sonas ocupaban 735 de estos puestos de "administradores" en las más importantes sociedades del país (3). Tampoco han per­manecido en el secreto algunos de los numerosos procedimientos ideados para reducir el dividendo de! grueso de los accionistas y aumentar la parte leonina de unos pocos, generalmente los mis­mos "administradores" y sus amigos o parientes. Estos abusos fueron de lo más escandaloso porque eran robos sistemáticos cometidos contra el pequeño y más meritorio ahorro, el ahorro que millones de personas previsoras y confiadas juntaban duran­te largos años de trabajo y de sacrificios innumerables

No menos deben condenarse todos esos procedimientos puesto que fueron ellos los que impedían el desarrollo normal o deseable de la economía. Sólo permitieron cubrir los despilfarros de unas pocas personas, generalmente poco productivas y siempre sin conciencia. Sólo sirvieron para engendrar grandes y rápidas fortunas en unas pocas y astutas manos, lo que favorecía el des­arrollo de la deshonestidad y del espíritu de dominación y de desorganización en la vida económica. El conjunto de estos he­chos lamentables hizo creer a muchos escritores que nuestra época es la de la "decadencia del capitalismo". Les parecía para­dójico que un régimen económico corrientemente llamado "capi­talismo" llegue hasta espoliar al propio y más auténtico capita­lista, es decir, al hombre que presta sus ahorros y que vive de su capital. Nosotros pensamos que no es necesario, y más aún, que es erróneo relacionar estos hechos con lo que podríamos llamar el "régimen económico". El robo al pequeño y honesto ahorro ha sido algo muy corriente en otras épocas "precapitalistas" y lo encontramos hasta en la más remota antigüedad. Casi siempre surgió en períodos de desequilibrio económico, y, sobre todo, en los que siguieron a guerras costosas o a gastos excesivos por parte de los monarcas o de los Estados. En el siglo XVIII, por ejemplo, Condillac, entre otros, observó y analizó perfectamente este fenómeno. (4)

No menos que del robo al pequeño ahorro, se hablaba en la posguerra en muchos países y en los diversas ramas de la econo­mía, de otros abusos, como por ejemplo, aquel que consistía en la aparición de nuevas empresas las cuales en una forma miste­riosa, jamás comenzaban a producir y que sin embargo proporcionaban amplias ganancias a sus propietarios. Eran los tiempos cuando se compraban y vendían fajos de acciones, operación ésta cuyo único fin era el hacer subir o bajar el valor de ciertas em­presas sin ninguna relación con su valor verdadero o su utilidad o inutilidad para las necesidades de la colectividad. Conviene recordar, también, que frente a estas tendencias lamentables se observaban magníficas reacciones por parte de algunos grandes empresas, de organización casi perfecta, deseosas de mantener principios y tradiciones muy distintas de las mencionadas. Pero, desgraciadamente, el público no distingue siempre lo bueno de lo malo.

Las empresas gigantes sabían por los motivos ya menciona­dos que en caso de encontrarse en dificultades o en crisis podían contar con la ayuda del Estado, ya sea en forma de aumentos de las tarifas aduaneras, primas a la exportación, etc. ya sea en caso de urgencia en forma de subvenciones directas del Tesoro. En esto consistía el famoso proceso de la "socialización de las deudas privadas y la individualización de los beneficios", porque las consecuencias de los errores o abusos eran soportadas por la colectividad, mientras que los grandes beneficios se reservaban para unos pocos. En realidad, el conjunto de los artificios y abu­sos señalados más arriba, tendía bajo distintas formas y modos de obrar a este mismo fin; enriquecer o favorecer a unos pocos a costa de la colectividad.

A pesar de tan numerosos irregularidades se mantuvo firme la creencia en un progreso serio de la organización y del orden. Se afirmaba en artículos y libros aparecidos hasta unas horas antes del cataclismo de 1929 que con la liquidación de la "época libe­ral" y del "capitalismo concurrencial" ya no podrían ocurrir más esas crisis, las que habían sacudido con regularidad implacable hasta entonces a la economía mundial.

Muy a menudo durante los últimos 15 años nos hemos hecho esta pregunta: ¿Con todas esas organizaciones de productores, intermediarios y trabajadores; con todas esas medidas de protección y ayuda, que es lo que, en definitiva, se ha organizado, estabilizado o saneado? ¿Los precios? ¿Los beneficios? ¿Los salarios reales u otras clases de rentas del trabajo, en otros términos, el poder adquisitivo de la colectividad? La ocupación?

La crisis estalló, de acuerdo con las anteriores, en su fecha "normal", vale decir, nueve años después de la precedente (1920). No se pudo evitarla. Todo lo que se había hecho antes que llegara la crisis no tuvo ningún efecto positivo sino más bien negativo, porque sólo agravó esa crisis, que fue la más honda de las crisis cíclicas que jamás se han visto. Fue también la más larga. La fase de depresión que solía seguir a las crisis y durar de uno a tres años como máximo, esta vez no había terminado todavía en 1939, es decir, 10 años después que ella había esta­llado. El clásico "saneamiento" de la vida económica, esta vez no se produjo. No sólo no hubo saneamiento económico sino que con intervalos de dos años, en 1931 y en 1933, estallaron otras dos crisis de carácter financiero y bancario, también únicas en la historia de las crisis cíclicos, en cuanto a su amplitud y las fechas (con relación a la crisis económica) en las cuales se pro­dujeron. La gravedad de la crisis en 1929 se observa en el hecho de que no se pudo evitar una caída de los precios de un 60 a 70 % en vez de un 6 a un 8 %, promedio de todas las crisis anteriores, como señala el profesor Lavergne en su libro ya ci­tado (5). Ni tampoco se ha podido evitar una disminución menos excepcional y más universal que nunca, de los beneficios. La suma global de las rentas pagadas a la población trabajadora (salarios y sueldos), cayó de un 30 a un 50 %, según los países industriales, lo que indiscutiblemente también representa una proporción nunca observada en la historia de las crisis cíclicas, historia que comprende un período de cerca de siglo y cuarto.

No necesitamos recordar los 30 a 40 millones de desocupa­dos que había en el mundo, de los cuales una parte no volvió o encontrar trabajo hasta que estalló lo guerra, y otra parte ya debió antes de la guerra su empleo no a las iniciativas de la economía privada sino a las del Estado. Apenas tampoco es me­nester mencionar las inmensas cantidades de mercaderías de todas clases que quedaron invendibles y las capacidades de pro­ducción costosamente adquiridas que jamás volvieron a ser apro­vechadas.

Los productores y distribuidores pueden ser, por lo general, muy capaces para organizar sus empresas pequeñas y medios y excepcionalmente también las grandes; pero sus asociaciones nunca han podido, y probablemente nunca podrán, organizar por mucho tiempo y de un modo adecuado la vida económica mo­derna en su conjunto. No tardarán en desorganizarla y parali­zarla. Lo han hecho más de una vez en la historia; la penúltima vez lo fue en el siglo XVIII. No queremos afirmar que la histo­ria se repite, pero se puede comprobar que en el curso de la evo­lución de las sociedades humanas hubo situaciones comparables con efectos muy similares (menos las proporciones, desde luego).

La "solución" universalmente aplicada a la crisis de 1929 ha sido la misma que el remedio criticado ya por los economistas del siglo XVIII: se ha dejado desarrollar encima de la burocra­cia privada de las grandes empresas y asociaciones de empresas, ya demasiado costosa y pesada para la economía, otra más gi­gante y costosa aún: la del Estado. Éste a su vez, como ya lo subrayamos en otra parte, favoreció y hasta obligó en varios países a muchos productores, todavía aislados, a asociarse tam­bién, obrando así según el espíritu nuevo —y tal vez sin darse cuenta— en un sentido contrario al de sus leyes todavía vigen­tes; los representantes del Estado en aquel entonces razonaban como casi todo el mundo. Se veía que, donde los productores y distribuidores no se habían organizado, la caída de los precios había sido mucho más fuerte, hasta desastrosa, produciendo un sinnúmero de quiebras. Por consiguiente, la causa de la crisis se creía que residía en la libertad que quedaba aun en algunas partes de la estructura económica. En realidad se confundió, como en el siglo XVIII y como tantas veces lo hacen los econo­mistas diletantes, la causa con el efecto o el síntoma con la causa del mal. Los movimientos de precios indican desequilibrio y éste no se suprime impidiendo la suba o baja de los mismos, co­mo no se suprime el calor ni el frío impidiendo los movimientos libres de la columna mercurial del termómetro. Como ocurrió en el siglo de Condillac, se pone otra vez toda la esperanza en las organizaciones e intervenciones, creando monopolios privados y públicos. En el hecho, como hace dos siglos, el consumo o el poder de compra (así como todos los derechos económicos del individuo) tendía a disminuir en relación con la producción po­sible o aun en términos absolutos. Y ello sucedía mientras los poderes públicos no cesaban de proclamar en alta voz que prote­gían al consumidor y aseguraban la estabilidad de los empleos.

Ocurrió también, como hace dos siglos, y en forma más acentuada aún, que la dirección económica se centralizó o se colectivizó o se nacionalizó. Lo que se apreciaba cada vez menos en el individuo eran sus capacidades personales verdaderas —las cuales eran ya imposibles de reconocer entre millones de perso­nas "dirigidas"— acrecentándose por otra parte el valor de sus papeles y de los formularios que los funcionarios le hacían llenar, como asimismo su adhesión a un partido político lo que a menu­do era lo más importante.

Con el progreso de los monopolios y de los gastos de orga­nización burocrática, el costo de la vida subía sin cesar mien­tras el poder adquisitivo de la moneda bajaba. Las deudas pú­blicas se agrandaban, pero no se consiguió el equilibrio econó­mico. El trabajo que antes se había considerado una pena, un esfuerzo era entonces un favor universalmente solicitado. La po­licía se encargaba de arrojar fuera de las fronteras a los traba­jadores extranjeros a los que antes se había invitado a venir. Ocurría lo mismo con las mercaderías, las que antes pasaban por la esencia de la riqueza y las que después se expulsaba del país con la ayuda del Estado, ofreciéndolas o cualquier precio.

El Estado controlaba y ayudaba en todas partes. Era el úni­co que podía durante largo tiempo comprar caro y vender barato. Lo hacía a costa de la colectividad o más bien a expensas de los que tenían todavía un ahorro que perder, un consumo que res­tringir o una libertad que sacrificar. Pero ¿quién pensaba en eso? Entre tanto el Estado y su presupuesto era el "Deus ex ma­china" de la comedia económica mundial y parecía que le gus­taba bastante presentarse como tal. Desgraciadamente era un Dios que lo hacía todo con papel, al que a veces llamaba for­mulario o planilla, título público o letra de Tesorería, letra de "creación de empleo" o letras especiales, billete de banco o pa­pel moneda, etc.

Aquellos que en esos años han tenido que viajar a través del mundo, que han tenido asuntos pendientes en varios países europeos y que no tuvieron la suerte de hacerse delegar oficialmente por ese nuevo "Deus ex machina" les era difícil recordar cuántos cuestionarios han debido llenar. Tampoco les había sido fácil entender siempre el lenguaje de esos nuevos dioses, a los cuales en otra época la gente llamaba burócratas o menos respetuosamente aun, con Courteline, "ronds de cuir" (¿chupatintas? ¿mamadores de cuero?).

Los decretos de orden económico de los Estados se multi­plicaron como hormigas, por millares, y terminaron por tener por lo menos un resultado, que fue el de embotar muchas con­ciencias hasta entonces escrupulosas y sensibles. Es evidente que hoy nadie puede jurar honestamente que se encuentra en regla con todas las disposiciones legales existentes en materia econó­mica. Los que tenían que efectuar o menudo pagos internaciona­les sabían que, a veces, se exponían a penas muy severas en un país por el solo hecho de haber observado la legislación de otro país vecino o del propio. En otros términos, no fue siempre posi­ble respetar la ley aun conociéndola.

El abuso del papel y los decretos añadido, al ya notable de­caimiento del sentimiento de la responsabilidad individual, las pérdidas demasiado frecuentes del ahorro honesto, la inseguridad monetaria casi general, han tendido no sólo a amenazar peligro­samente todo sentimiento de justicia y hasta todo aprecio de la rectitud, sino también, a paralizar cada vez más las iniciativas privadas honestas.

Sin duda había también quienes hacían negocios más lucra­tivos que antes, pero fueron con frecuencia los negocios de los "inteligentes" cuya firma y conciencia se depreciaban con el mis­mo ritmo que el conjunto de papeles del Estado. Gran parte de las medidas de los gobiernos se debía a las sugestiones de los representantes de la economía privada. Los gobiernos, además, ya por sí sólo estaban (y todavía están) en su mayoría imbuidos por el modo de ver característico de los productores y negociantes privados. Y este modo de ver y de razonar no es otro que aquél que dominaba en el mundo de los siglos XVII y XVIII, corrientemente llamado "mercantilista". Por ello ya son numerosos los autores que han comparado la posguerra con la época del mercantilismo. La "nueva ciencia" no era, por consiguiente, nada nuevo. Es la economía política primitiva o más bien lo que ésta era antes de nacer, un embrión de la ciencia económica, la ciencia de un Laffemas, un Serra, un Mun o un Montchrétien. Esas ideas económicas primitivas, a decir verdad, no desaparecieron nunca en la mente popular a causa de su simpleza y también por la confusión existente entre la economía privada y la economía nacional; Sin embargo, ya en el siglo XVI, vale decir un siglo antes del ministerio de Colbert, hombres como Jean Bodin, demostraron su falsedad.

La ciencia económica, desde los Fisiócratas, ha sido en cier­to modo, el antípoda de la doctrina mercantilista. Al parecer nu­merosas personas que actúan en la vida económica privada y cuyo espíritu está dominado por el punto de vista práctico, recaen con fatalidad en los razonamientos mercantilistas. Así se explica porque los economistas se han opuesto siempre y a veces muy severamente, a la influencia que sobre los gobiernos ejerce la economía privada. Queremos citar sobre este punto a un econo­mista clásico, Adam Smith, y o otros tres de la actualidad, H. M. Scott, L. von Mises y B. M. Anderson.

"Los intereses de los que trafican en ciertas negociaciones parti­culares o manufacturas" escribió Adam Smith, "en algunos respec­tos, no sólo son diferentes sino enteramente opuestos al beneficio común. Ampliar la venta de sus efectos y restringir la competencia es siempre interés de los tratantes, siendo en efecto el ampliar el mercado, por lo regular muy conforme también al interés público; pero el limitar la competencia no puede menos de ser siempre_contrario al beneficio co­mún y sólo es capaz de producir el efecto de habilitar el comerciante para que, aumentando sus ganancias a más de lo que debiera ser, im­ponga, en beneficio particular suyo, una especie de interpretativa con­tribución o carga sobre el resto de sus conciudadanos. Cualquier pro­yecto, pues, que venga de parte de esta clase de gentes, es necesario que se mire con la mayor precaución, y que jamás se adopte antes sin ser prolija y escrupulosamente examinado, no sólo con la mayor aten­ción, sino aún con la desconfianza de sospechoso; porque estos pro­yectos se proponen por una clase de gentes cuyos intereses no suelen ser exactamente conformes a los del público, gentes que tienen la más de las veces interés en deslumbrar a la nación. . ." (6).

Esos proyectos de los interesados, en la postguerra ya no se examinaban con la debida sospecha. Por el contrario, se los con­sideraba como la expresión de la más alta sabiduría, porque ve­nían de los que pasaban por ser los más iniciados en la vida y en los problemas económicos.

El economista inglés, H. M. Scott, en un libro reciente, dice con cierta ironía, que no se debe dejar el estudio económico a los que son en realidad el objeto de esta ciencia y continúa textual­mente:
"es apenas menos absurdo que argüir que el estudio de la zoología y la evolución debe dejarse a los animales. Desde luego, es verdad que desde su punto de vista, el negociante ve las cosas con mucho mayor claridad que el que las estudia desde lejos. Pero no nos interesa su punto de vista; nos interesa algo mucho más amplio. Si un conejo pudiera hablar nos contaría de su vida muchas cosas —y muy intere­santes— que nosotros no vemos; pero ni siquiera un super conejo do­tado de inteligencia humana podría decirnos nada por experiencia propia de las leyes de la evolución. Es verdad que podría decir que ellas no sirven, puesto que el conocerlas no le ayudaría a meterse en un agujero cuando le persiguiera un zorro; y un fabricante de automó­viles podría decir que el saber economía no le sirve porque no le dice la forma de capota que le gustaría más. al público. Pero de esto no se deduce que ninguno de los_grupos de leyes_sean_poco_importantes para los animales o los industriales en general (7).

Puede parecer paradójico, pero es desgraciadamente un he­cho comprobado desde hace siglos que casi siempre el modo de juzgar las cosas económicas de los que actúan como interesados en la vida económica —aun cuando creen ser objetivos o estar realmente desprendidos de sus intereses personales— es distinto de la opinión de los economistas. Los primeros no llegan a com­prender que los problemas de la economía privada y los de la economía política son de naturaleza distinta. Fue precisamente cuando los hombres se dieron cuenta de ello que surgió la Eco­nomía Política como parte de las ciencias sociales.

He aquí cómo opina sobre este punto el célebre economista vienés, von Mises, actualmente profesor en el Instituto Universi­tario de Altos Estudios Internacionales de Ginebra: "Nuestros contemporáneos creen que se puede juzgar, sin prepa­ración, todas las cuestiones que constituyen el objeto de las ciencias tales como la economía política y sociología. Se piensa que un jefe de empresa y un empleado de sindicato, pueden, sólo por el hecho de su función tener la suficiente competencia para decidir sobre cuestiones que interesan a la economía política. Hay que acabar de una vez por todas, con el prestigio usurpado del cual disfruta hoy como economista el "práctico" de esa calaña —(y cosa curiosa, a menudo un práctico cuya actividad ha motivado fracasos evidentes y hasta la bancarro­ta)—. No se debe, de ninguna manera, por debilidad o cortesía mal entendida, contentarse con compromisos. Es necesario desenmascarar a ese diletante picotero, a ese famoso economista que no es sino un ignorante. La solución de cada uno de los numerosos problemas actua­les de la política económica exige operaciones del pensamiento que sólo puede hacer aquel que comprende todo el encadenamiento de los fenómenos económicos. Solo las experiencias y encuestas teóricas que con­ducen al fundamento de la ciencia tienen un valor verdaderamente práctico. Las obras que se ocupan de problemas pasajeros, que se pierden en los pormenores, que no ven lo general y lo necesario, que no presten atención sino a lo particular y a lo accidental, no tienen ninguna utilidad". (8)

El economista estadounidense ya citado, B. M. Anderson no piensa de un modo muy distinto, aunque se expresa en térmi­nos menos agresivos: "Una de las proposiciones más peligrosas de las nuevas teorías económicas es la llamada economía dirigida. La evolución económica, medida a grandes rasgos, ha sido, como sabemos, un hecho inconscien­te, en el sentido que ningún cerebro o grupo de cerebros fue capaz de abarcar todo el panorama y ciertamente ningún cerebro o grupo de cerebros lo ha dirigido. La inteligencia está latente en el sistema, pero es la inteligencia de individuos o de organizaciones que buscan sus sa­larios o beneficios particulares observando sus fuentes de recursos y mercados propios, pero no ven con claridad los movimientos del siste­ma bajo un punto de vista de conjunto". (9)

En la posguerra la antiguo doctrina mercantilista volvió a predominar en la mente de la mayoría de las personas y nacio­nes y, no nos hagamos ilusiones, la conversión a la ciencia eco­nómica moderna no se ha efectuado todavía en una escala apreciable. Mientras no lleguemos a liberarnos de estos conceptos falsos, la economía continuará yendo a la deriva. Podría ser que las naciones imbuidas de esta ciencia primitiva llegaran a abolir las crisis cíclicas. Tal resultado, sin embargo, no tendría nada envidiable porque se conseguiría sólo al precio de una crisis y decadencia económica permanente. El desorden económico sería tan grande que las fluctuaciones cíclicas serían en realidad in­discernibles porque estarían cubiertas por otras fluctuaciones mucho más amplias.

NOTAS

(*) Escrito c.1939/40

(1) CONDILLAC, op. cit., pog. 214.

(2) Citado por Rene Gonnard en la Histoire des doctrines monétoires (París, 1935), tomo I, pag. 152.

(3) BERNARD LAVERGNE, Essor et déeadence du capitalisme (París, 1938), pág. 65.

(4) CONDILLAC, op. cit., págs. 316-320.

(5) LAVERGNE, BERNARD, op. cit.. pág. 56.

(6) ADAM SMITH, Riqueza de las naciones. Libro I, pag. 319 (Barcelona, 1931) .

(7) H. M. SCOTT, Curso elemental de economía. (México, 1941), pág. 14.

(8) LUDWIG VON MISES, Le socialisme, Etude économique et sociologique. (Pa­rís, 1938), pag. 20.

(9) BENJAMÍN M. ANDERSON, Jr., op. cit., pág. 5.

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