jueves, 8 de abril de 2010

Todo lo que hay que saber de la inflación y nadie se atreve a preguntar.



Héctor Raúl Sandler, profesor consulto, Derecho, UBA

El documento del ingeniero Saúl Martínez La mano invisible de la inflación. Lo que los economistas no pueden ver es un aldabonazo que debe resonar en los adormecidos oídos de economistas, abogados, hombres públicos, intelectuales y – especialmente – en los hombres y mujeres de trabajo. Digo especialmente en éstos, porque es de ellos, por ellos y para ellos que conviene la democracia. Califico al articulo de Martínez de aldabonazo, porque es un formidable golpe dado con el aldabón de una verdad ignorada por la casi totalidad de nuestro pueblo, inclusive y para colmo, por quienes sinceramente aman y luchan por la democracia política. No se repara que ésta no es viable y de serlo por un lapso, no se sostiene si falla la democracia económica. Democracia política (un hombre un voto) y la democracia económica (igual derecho de acceso a la tierra para todos) son dos caras necesarias para tener la preciada moneda. Quien intelectual o prácticamente escinda una de la otra, de hecho abomina de la democracia.

Desde el punto de vista del llamado de atención, nada habría que agregar al artículo de Martínez. Pero como la conciencia pública argentina está muy alejada de la verdad que allí se sostiene, es harto necesario presentarla en todas las facetas posibles. Para educar al soberano. Para que nos enteremos todos de ella, sin excepciones, y hagamos de una verdad teórica una verdad de vida. Para que no yazca, como ahora, como dato teórico para algunos pocos, sino para que encarne en lo más profundo de nuestro espíritu ciudadano como ideal político argentino.

Con la verdad a que alude Martínez debe ocurrir lo mismo que ocurrió durante la Revolución de Mayo en relación a la libertad física de los individuos. Pocos patriotas vivieron esta verdad de entrada, capaces de darle cabida en la Asamblea del año XIII. Son quienes declararon “la libertad de vientres”. Primer paso para poner fin a la esclavitud, aberrante institución milenaria. En los EEUU solo pudo comenzar a erradicarse tras una tremenda guerra civil y en 1865. Entre nosotros fue expulsada mucho antes. Definitivamente al disponer la Constitución de 1853 que “En la Nación Argentina no hay esclavos….Todo contrato de compra y de compra y venta de personas es un crimen de que serán responsables los que lo celebrase, y el escribano y funcionario que lo autorice” (Art.15).

Con igual grado de firmeza tiene que encarnar en la conciencia social y pública argentina otro ideal – hoy escasamente visualizado – según el cual la tierra, de toda clase, cuyas fracciones forman el territorio argentino, es un don de Dios (Levítico 25:23), reconocido por nuestra Constitución legal como “fuente de toda razón y justicia”. Norma establecida, entre otras cosas, para asegurar “los beneficios de la libertad, para nosotros, para nuestra posteridad y para todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino” (Preámbulo), dispuestos a vivir de su trabajo (Art.14 CN).

De la creciente vivencia emotiva y racional de este ideal de Mayo y su concreción en legislación, depende que seamos una república democrática de hombres libres en goce de general prosperidad. Por no haberlo hecho así – escamoteando la clase política de entonces la declarada voluntad del presidente Roque Saenz en proyecto de ley de 1912 - la democracia política argentina se ha quebrado, languidece y no se recupera. En el segundo centenario no brota en nuestros corazones la natural alegría que debiera brotar al celebrar aquella extraordinaria Revolución. Es evidente que algo falló o quedó sin hacer.

Con la firme intención de colaborar en la tarea de avivar la dormida conciencia argentina y despertar el seso de quienes se ocupan de nuestras cuestiones sociales, me permitiré agregar algunos argumentos confirmatorios a lo sostenido por Martínez. Especial atención debieran prestar a este asunto quienes hacen de la “justicia social” su ideario político y sindical.

En la enseñanza de la economía y del derecho, es habitual distinguir entre “valor de uso” y “valor de cambio”. Guarda esta distinción algún interés puntual; pero menor. Es insignificante frente a esta otra. Lo principal a distinguir en economía y el derecho es entre “valor de producción” y “valor de obligación (o crédito)”. Los valores de producción son cosas sin las cuales no es posible la producción de lo necesario para la vida humana. En cambio “valores de obligación o crédito”, no son cosas. Son derechos (desde el punto de vista del acreedor) y obligaciones (desde el punto de vista del deudor) (Art.496 Código Civil).

Los “valores de obligación” no son cosas en el profundo sentido del art. 2311 del mismo Código. Son objetos “ideales”, imposible de ser tocados, olidos, pesados. Sin embargo para probar la existencia de esos “objetos ideales” (derechos y obligaciones) los hombres han inventado los “títulos”.
Los valores de obligación y crédito solo existen entre los hombres dada su condición de seres espirituales. Solo los seres humanos pueden “prometer” y “comprometerse”; no los demás seres terrestres. Solo los hombres por su condición anímica/espiritual se constituyen en “deudores” y “acreedores”. Mas como la memoria humana es flaca y la mala fe nada escasa, la humanidad inventó cosas materiales para probar la existencia aquellos “derechos y obligaciones”.

Asi de modo progresivo y cada vez más creciente nacieron los llamados “títulos”. Para probar las deudas y obligaciones los “encarnan” en diferentes materiales y pueden darles uso, una vez encarnados. Fueron usadas las conchillas, piedras, plumas, piezas de oro, plata, papel impreso y, maravillosamente, hasta simples pulsos electrónicos, llamados bits. Nombres diversos se dieron a esas “piezas materiales”: moneda, dinero, divisas, cheques, pagares, etc. No obstante la doble diversidad (la cosa usada para representar el valor de obligacion y el nombre dado a esa cosa portadora del derecho) , todas esas cosas “representativas” de valores de producción tienen una naturaleza común: son títulos.

¿Qué es un título sino un “letrero o inscripción” que da a conocer un objeto que está por dentro o debajo de él?. Aquí es cuando conviene para lo que estamos examinando traer de golpe a colación algo sabido pero no debidamente comprendido. Entre los muchos “títulos legales/económicos” que el hombre a inventado , está el “titulo de propiedad sobre el inmueble por su naturaleza” (Art. 2314, 1ª.parte). Es la escritura pública, que todos conocemos. Ese papel, acredita “un derecho sobre un inmueble” o sea es un “título” más.

Desde luego que fue inventado y es utilizado con el fin de acreditar “el derecho al uso del inmueble” y no para otros propósitos. Sin embargo es frecuente que a esos inventos jurídicos, conciente o inconcientemente, los hombres, en la práctica, le asignen otros fines. Que sean lícitos o lícitos, morales o inmorales, útiles o inconvenientes, depende del momento y el contexto social. Esos rasgos derivados son los que han de descubrir economistas y juristas. De hecho que el “título de propiedad sobre los inmuebles por su naturaleza” no fue creado para ser usado como “recurso de poder”, ni funcionar como “caja de ahorro” ni como “medio de pago”. Sin embargo, se sabe desde la historia de la Roma Antigua que ese titulo era la condición para ser “patricio”; para llegar a ser – latifundio mediante – un “magnate” y encima gozar de un poder político que la mayoría carecía. También se sabe (sobre todo hoy en la Argentina actual), que no hay mejor “caja de ahorro” que poseer un “titulo de propiedad sobre un pedazo de tierra” (aunque de hecho el dueño jamás lo haya visto ni siquiera sepa en que parte del territorio se encuentra).

Estos efectos “derivados” hacen que el “titulo de propiedad” pueda funcionar como “medio de pago” mediante el sencillo tramite de una “cesión de derechos”. Incluso, de manera harto frecuente, como “título de inversión” , a la espera que el crecimiento de la población y el desarrollo industrial, comercial o edilicio de la zona en que el predio esté, o de todo el país, sin esfuerzo alguno, le provea al propietario de una jugosa ganancia. Ganancias muy difíciles de alcanzar por quien solo dispone y aplica de sol a sol su fuerza de trabajo, por eficaz que fuere.

La posibilidad que el “titulo de propiedad sobre la tierra” pueda funcionar como “titulo de inversión” y, en especial, como “dinero”, es cosa decisiva para la calidad de la civilización de la sociedad. Si el derecho positivo acepta estos empleos, sin contrapartidas que anulen esos efectos (que desde un punto de vista de un orden social sano, son fines in fraudi legis), la sociedad pasará – con una mayoría que sufre sin comprender la causa de su infortunio – de la civilización a la barbarie. En esa sociedad se confirmará el temor del pensador ingles: “el hombre se convierte en lobo del hombre”. Nadie la elegirá como “su lugar en el mundo” y los que allí nazcan soñaran con emigrar de ese infierno.

Que el “titulo de propiedad sobre la tierra” puede ser usado como moneda, es cosa indiscutible. Alguien que debe $ 1.000.000, puede, al llegar el momento del vencimiento (si el acreedor acepta) ofrecer pagar esa suma de este modo: a) $ 100.000 en efectivo; b) $ 300.000 en un cheque al día; c) $ 100.000 Un pagare exigible de acreditados terceros d) $ 100.000 con una acción cotizable en la Bolsa; e) $ 100.000 con un Bono del tesoro f) $ 100.000 en divisas (dolares) y g) el Saldo ( $ 200.000) suscribiendo el título transfiriendo el “titulo de propiedad” sobre un terreno. Dejando de lado la frecuencia de este modo de pago (mas frecuente de lo que se cree entre comerciantes), el hecho es que el “titulo de propiedad” ha fungido como moneda. ¿Tienen en cuenta los estudiosos a este “medio de pago” para determinar el circulante? No por lo que yo se. Sencillamente porque nadie piensa en esta “función” adjetiva de los “títulos de propiedad sobre la tierra”.

Que en la Argentina – como dice Martínez en su articulo – la propiedad de la tierra sea el primer motor de la inflación que nos acorrala de modo crónico se debe lo descripto. Los “títulos fundiarios” se cotizan diariamente en el “mercado libre”, de modo permanente a “la alza”, por el aumento vegetativo de la población, la demanda creciente de bienes y servicios y la inevitable inversión de capitales necesarios para producirlos. No hay “título” que le aventaje (a veces a la corta como en Puerto Madero y siempre a la larga si por ejemplo se comparen los precios de la tierra desnuda en la Capital entre 1910 y 2010). Tal como son las cosas, el sistema de propiedad de la tierra establecido por el Código Civil es la raíz más profunda, fuerte y menos considerada, de la crónica inflación argentina. Como enseña un avezado martillero de esta plaza ( y lo saben todos, incluso los habitantes de la Villa 31) , en la Argentina “No hay menor negocio sobre la Tierra que la tierra misma”. La contrapartida de este sistema la ha subrayado un dirigente sindical, devenido en diputado nacional: “En Argentina nadie hace plata trabajando”. No creo que hayan ambos sido concientes de la profundidad de su pensamiento; pero han hablado mejor que todos los economistas y juristas diplomados.

Este comentario dejaría un sabor amargo si no delineamos un camino de esperanza. ¿Tiene que ser asi necesariamente?. Terminantemente, no!
Yerra por completo quien entienda en sentido literal y amplio la última parte del el art.497 del Código Civil. Dice allí el Código: “No hay obligación que corresponda a derechos reales”, entre los que está y a la cabeza, el “derecho real de propiedad”. Esto debe ser en tendido de manera muy estricta.
La matriz del artículo es el sistema de “derechos personales”. En el tráfico de la vida los derechos personales suponen siempre una relación, un par de sujetos: el acreedor A contra el deudor B y viceversa. En cambio en la matriz de los “derechos reales” basta con un sujeto propietario P y la cosa sobre la que se es propietario. Pero este correcto principio, sacado de aquella matriz no tiene sentido o puede ser un disparate que nadie se atrevería a sostener. ¿El derecho real de propiedad sobre el automóvil que poseo no me genera ninguna obligación personal? ¿Puedo manejar por donde me plazca? ¿A la velocidad que se me ocurra? Hay que evitar aquí el escamoteo técnico. Decir que una cosa es el derecho civil y el otro el administrativo o el penal. El derecho como ordenamiento social ha de ser una totalidad y armónica entre sus partes. Con una visión de este tipo, que en cierta forma es la dominante en toda sociedad relativamente bien ordenada, “el derecho real de propiedad” genera “responsabilidades” para su titular. O sea “obligaciones personales a su cargo”. Ya los romanos responsabilizaban (como también nosotros), al dueño de la cosa por los daños que a otros la cosa de su propiedad causara. Ningún hombre de derecho lo ignora y hasta el más palurdo ignorante del derecho lo sospecha.

La pregunta ahora pertinente es la siguiente. Tiene que entrar por la mente pero ser tamizada por el corazón de cada uno. ¿Es bueno para la sociedad que el propietario del nudo terreno se apropie para sí del mayor valor que el terreno adquiere por causa de la demanda social?. Por lo visto no es sano, porque ese efecto daña nada menos que al sistema monetario, uno de los mayores lograr de la civilización. Es causa primera de la inflación. Al aumentar el valor de la tierra, cae el poder adquisitivo de los salarios de los trabajadores; a la vez que se enriquece, sin hacer nada, a los propietario de la tierra. He ahí todo el misterio de las villas miseria. ¿Se puede ser decente y buen ciudadano y sostener que esos efectos son buenos? Cada uno dé su respuesta.

Pero, ¿hay remedio para esto? ¡Caramba si lo hay! Lean – como mínimo - el proyecto de reforma impositiva de Roque Sáenz Peña de 1912, refrendado por su ministro José María Rosa, y hallaran la respuesta. La propiedad de la tierra sí genera una obligación personal a cargo de quien es propietario y para aquel que la ocupe por cualquier otro titulo o hecho. Es una obligación proter rem. Derivada de poseer la cosa. La obligación consiste en pagar a la sociedad un tanto por ciento del valor de mercado que la tierra ocupada tenga. Cuando se hace esto, como en muchos prósperos países anglosajones, hay que eliminar los impuestos. Dejemos de saquear al trabajo, la inversión, el comercio y el consumo y afrontemos el gasto público con la cantidad que se recaude en concepto de renta del suelo.
Hacer esto, es propugnar por la democracia social, asegurar la libertad individual y recomponer la republica.
Héctor Raúl Sandler, profesor consulto, Derecho, UBA
Buenos Aires, abril 8 de 2010

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