A TREINTA AÑOS
Héctor Sandler, profesor Consulto, Derecho
UBA
Los festejos tratando de celebrar la recuperación de la democracia - una y otra vez abatida desde los 1930 – a treinta años de esa recuperación sus pretendidos éxitos son opacados por la furia desatada aquí y allá en toda la tierra argentina. La alegría que debiera animarnos en un nuevo aniversario de aquel mes de diciembre del año 1983, es reemplazada por el odio, los actos salvajes, la represión inútil y una honda, sombría y general preocupación. El verbal palabrerío de los homenajes de unos pocos nada valen ante los brutales hechos que se repiten en las calles de nuestras ciudades. No son gritos sino síntomas de un orden social mal estructurado por normas legales. Por un lado, la pinza del Código Civil que autoriza a lucrar con la propiedad de la tierra y por el otro lado el régimen de impuestos cuya meta principal es destruir el fruto del trabajo y la genuina inversión de capital. Peor derecho no podría hacer citado para arruinar a nuestro país.
Entre tanto
los responsables del poder legislativo dilapidan su tiempo parloteando acerca
de un proyecto de Código Civil cuyo mejor destino es el cesto de papeles.
Hoy, 30 años
de recuperada la democracia en lugar de luces de bengala rayos y truenos
propios de una guerra civil son las únicas luces que aparecen en el tormentoso cielo argentino.
Como homenaje
a los que de corazón desean una
democracia saturada de alegría por posibilitar,
como orden político, el pleno goce del
fruto del trabajo de cada uno, transcribo unos párrafos seleccionados de quien
describiera como ninguno la causa del fracaso de la democracia.
Buenos Aires 10 de diciembre del 2013
¿DE DÓNDE VENDRÁN LOS NUEVOS BÁRBAROS? se pregunta Henry George.
“Id por los barrios míseros de las grandes ciudades y ya
ahora veréis sus hordas agolpadas
La
transformación del gobierno popular en un despotismo del tipo más vil y más
degradante, que irremisiblemente ha de resultar de la desigual distribución de
la riqueza, no es cosa de un porvenir remoto.
Ha empezado
ya y avanza rápidamente ante nuestros ojos. Se vota con más despreocupación;
cuesta más despertar al pueblo con la necesidad de reformas y es más difícil
llevarlas a cabo; las diferencias políticas dejan de ser diferencias de
principios, y las ideas abstractas están perdiendo su poder; los partidos caen
bajo la dirección de lo que en el gobierno general serían oligarquías y
dictaduras. Todo esto son pruebas de decadencia política.
Ante nuestros
ojos se van minando los cimientos mismos de la sociedad, mientras nos
preguntamos, ¿cómo es posible que se destruya una civilización como ésta, con sus
ferrocarriles, su prensa diaria y sus telégrafos?
Mientras la
literatura respira la creencia de que hemos dejado atrás, y en el porvenir
seguiremos dejando cada vez más lejos el estado salvaje, hay indicios de que en
realidad estamos retrocediendo hacia la barbarie.
Aunque
no podamos decirlo abiertamente, la fe general en las instituciones
democráticas disminuye y se debilita allí donde han alcanzado su más pleno
desarrollo; ya no se cree confiadamente como antaño en la democracia como
origen de la prosperidad nacional.
Los hombres
pensadores empiezan a ver sus peligros, sin ver el modo de evitarlos. Poco a poco
el pueblo se está acostumbrando a la creciente corrupción; el signo político de
peor agüero es la difusión de un sentir que o bien duda que haya un hombre
honrado en cargos públicos o lo cree tonto de no aprovechar la ocasión. Es
decir, el pueblo mismo se está corrompiendo.
Cualquiera
que piense verá claro a dónde lleva esta marcha. Cuando la corrupción sea
crónica, el espíritu público se pierda, la tradición del honor, la virtud y el
patriotismo se debiliten, se desprecie la ley y no quede esperanza en las
reformas; entonces; en las masas enconadas se engendrarán fuerzas volcánicas
que, al presentárseles una ocasión propicia, romperán y destruirán.
Hombres
fuertes y sin escrúpulos, aprovechando la ocasión, se convertirán en
intérpretes de los deseos ciegos y pasiones violentas del pueblo y barrerán las
instituciones, desprovistas ya de vitalidad. La espada volverá a ser más
poderosa que la pluma y, en el desenfreno de la destrucción, la fuerza bruta y
la locura salvaje alternarán con el letargo de una civilización decadente.
¿De
dónde vendrán los nuevos bárbaros?
Id por los barrios míseros de las grandes
ciudades y ya ahora veréis sus hordas agolpadas.
Cómo perecerá
el saber? Los hombres dejarán de leer y los libros prenderán incendios o se
convertirán en cartuchos.
Cuesta
muchísimo reconocer la decadencia, aunque haya comenzado de pleno; hay una
tendencia casi irresistible a creer que el movimiento adelante, que ha sido
progreso y sigue marchando, es todavía progreso.
La red de
creencias, costumbres, leyes, instituciones y hábitos, constantemente tejida
por cada colectividad, y que produce en el individuo envuelto en ella todas las
diferencias de carácter nacional, no se desenreda nunca. Es decir: en la
decadencia de la civilización, los pueblos nunca bajan por el mismo camino que
subieron.
Y fácilmente
se ve que el retroceso de la civilización, que sigue a un período de progreso,
puede ser tan gradual que en su tiempo no llame la atención; que, por
desgracia, la mayoría de la gente necesariamente ha de tomar la decadencia por
adelanto.
No es preciso
investigar si, en las actuales corrientes de opinión y gusto, hay ya señales de
retroceso; pero hay muchas cosas que indiscutiblemente demuestran que nuestra
civilización ha llegado a un período crítico y que, de no dársele un nuevo
impulso hacia la equidad social, quizás en el porvenir la pasada década será considerada como el de apogeo.
La tendencia
a la desigualdad, que es la obligada consecuencia del progreso material donde
la tierra está monopolizada, no puede ir
mucho más allá sin llevar nuestra civilización hacia el sendero de bajada que
tan fácilmente se emprende y tanto cuesta abandonar.
En
todas partes la creciente intensidad de la lucha por la vida, la creciente
necesidad de poner en tensión todos los nervios para no ser arrollado y
pisoteado en la rebatiña por la riqueza, está agotando las fuerzas que obtienen
y conservan los perfeccionamientos.
Hay un
sentimiento vago, pero general, de desilusión; una creciente amargura entre las
clases trabajadoras y una extensa sensación de inquietud. Esto, si fuese
acompañado de una idea precisa sobre la manera de lograr el alivio, sería un
signo de esperanza, pero no es así.
Aunque hace tiempo que la escuela se ha generalizado, la común
facultad de relacionar efecto y causa no parece haber mejorado ni un ápice.
Qué cambio
puede venir, ningún mortal puede decirlo, pero que algún gran cambio ha de
venir, los hombres reflexivos empiezan a sentirlo. El mundo civilizado se
estremece al borde de un gran movimiento. 0 bien será un salto adelante que
abra paso a progresos aún no soñados o será un hundimiento que nos retornará a
la barbarie.
(Henry George, “Progreso y Miseria. Indagación acerca de las causas de las crisis económicas
y del aumento de la pobreza con el aumento de la riqueza”.
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