CAPITULO 1 EL GRAN ENIGMA DE NUESTROS TIEMPOS
El empleo del vapor y la electricidad, la adopción de métodos perfeccionados y maquinaria que ahorra trabajo, la mayor subdivisión y más amplia de la producción y las portentosas facilidades para los cambios, han multiplicado enormemente la eficacia del trabajo. Era natural esperar, y se esperó, que los inventos economizadores de trabajo aliviarían la fatiga y mejorarían la situación del trabajador; que el enorme aumento del poder de producir riqueza haría de la pobreza una cosa del pasado. Si, en una visión del futuro, un Franklin o un Priestley hubiese visto el buque de vapor reeemplazando al velero, el ferrocarril a la diligencia, la máquina segadora a la guadaña, la trilladora al mayal; si hubiesen oido el trepidar de las máquinas que, obedientes a la voluntad humana y para satisfacer el humano deseo, ejercen un poder mayor que el de todos los hombres y todas las bestias de carga de la tierra juntos; si hubiesen visto el árbol de la selva convertido en madera acabada (en puertas, marcos, postigos, cajas o barriles) sin apenas tocarlo la mano del hombre; los grandes talleres en que botas y zapatos llegan a sus cajas con menos trabajo que el exigido al anticuado remendón para poner una suela; las fábricas donde, bajo la mirada de una joven, el algodón se convierte en tela más aprisa que si cientos de fornidos tejedores lo hubiesen elaborado con sus telares de mano; si hubiesen visto martinetes de vapor modelando inmensos ejes y poderosas áncoras, y delicadas maquinarias construyendo diminutos relojes; el taladro de diamante perforando las entrañas de las rocas y el aceite mineral ahorrando el de ballena; si hubiesen comprobado el enorme ahorro de trabajo que resulta del aumento de facilidades para el cambio y las comunicaciones, el carnero muerto en Australia comido fresco en Inglaterra, y la orden dada por el banquero en Londres por la tarde, cumplida en San Francisco en la mañana del mismo día; si hubiesen imaginado los cien mil progresos que estos solos ya sugieren, ¿qué conclusión habrían sacado respecto a la situación social de la humanidad? No habría parecido una deducción. Más que fruto de la imaginación, le habría parecido como si él realmente lo viera, y le habría palpitado el corazón, y los nervios se le habrían estremecido como los de quien, desde una altura, frente a la sedienta caravana, divisa el esplendor vívido del bosque rumoroso y el reflejo de las rientes aguas. Sencillamente, con los ojos de la imaginación habría contemplado cómo esas nuevas fuerzas elevaban la sociedad desde sus mismos cimientos, levantando al más pobre por encima de la posibilidad de la escasez, redimiendo al más humilde de la ansiedad por las exigencias materiales de la vida. Habría visto cómo aquellos esclavos de la lámpara del saber tomaban sobre sí mismos la carga de la maldición tradicional, y cómo aquellos músculos de hierro y tendones de acero convertían la vida del obrero más pobre en una fiesta en la que toda alta cualidad y noble impulso tendrían motivo de desarrollo. La asociación de la pobreza con el progreso es el gran enigma de nuestros tiempos. De esta generosa situación material, habría visto surgir, como obligada consecuencia, un ambiente moral realizador de
CAPITULO 2 IMPORTANCIA DE
Antes de proseguir nuestra indagación, aseguraremos el significado de nuestros términos, porque la vaguedad en su empleo ha de causar inevitablemente ambigüedad e indeterminación del razonamiento. En el razonamiento económico, es indispensable dar a palabras como «riqueza», «capital», «renta», «salarios» y otras afines un sentido, no sólo mucho mas definido que el vulgar, sino más preciso que el usual, ya que por desgracia, aún en Economía Política el consenso común no ha a signado un significado cierto a algunos de dichos términos, pues autores diferentes dan significados distintos a un mismo término, y a menudo un autor usa el mismo vocablo con sentidos diferentes. Cuando un término revista importancia, me esforzaré en establecer claramente lo que con él quiero significar y en usado en este sentido y no en otro. Séame permitido rogar al lector que anote y recuerde las definiciones dadas así, pues de otro modo no puedo tener la esperanza de hacerme entender bien. No intentaré dar significados arbitrarios a las palabras, ni inventar términos, incluso cuando fuere conveniente hacerlo, sino que me adaptaré a la costumbre tan estrictamente como sea posible, procurando solamente fijar el sentido de las palabras, de modo que puedan expresar con claridad el pensamiento. Para empezar, establezcamos lo que entendemos por «salario» y por «capital». Los economistas han dado a la primera de estas palabras un significado bastante definido, pero las ambigüedades unidas al uso de la segunda en Economía Política exigen un detenido examen. En el lenguaje usual, «salario» significa una compensación que, por sus servicios, se paga a una persona contratada; y hablamos de uno que trabaja «a salario», distinguiéndose de otro que «trabaja por cuenta propia». La costumbre de aplicar este término solamente a la compensación pagada por el trabajo manual, reduce aún más su empleo. No hablamos de salarios de hombres de carrera, administradores u oficinistas, sino de sus honorarios, pagas o sueldos. Por esto el significado vulgar de la palabra «salario» es la compensación pagada a una persona contratada por el trabajo manual. Pero en Economía Política la palabra salario tiene un significado mucho más amplio e incluye toda recompensa del esfuerzo. Pues, como explican los economistas, los tres agentes o factores de la producción son la tierra, el trabajo y el capital, y a la parte del producto que va el segundo de estos factores la llaman salario. Salarios en Sentido Económico Así, el término trabajo abarca todo esfuerzo humano en la producción de riqueza; y siendo el salario la parte del producto que va al trabajo, incluye toda recompensa de aquel esfuerzo. Por consiguiente, en el sentido político-económico del término salario, no se distingue la clase de trabajo ni si su recompensa se recibe de un patrono o no. Salario significa la recompensa recibida por el esfuerzo del trabajo, en cuanto se distingue de la que se recibe por el uso del capital y de la que recibe el propietario por el uso de la tierra. El hombre que cultiva el suelo por cuenta propia obtiene su salario en su producto, del mismo modo que, si emplea capital propio y es dueño de su propia tierra, puede también obtener interés y renta. El salario del cazador es la caza que mata; el salario del pescador es el pescado que coge. El oro extraído por el buscador de oro es para él su salario, como lo es el dinero que al minero de carbón le paga el comprador de su trabajo; y, según enseña Adam Smith, los altos provechos de los tenderos al por menor son en gran parte salarios, pues son la recompensa de su trabajo y no de su capital. En resumen, todo lo recibido como resultado o recompensa del esfuerzo en la producción de riqueza es salario. Esto es todo lo que ahora se debe advertir sobre el salario, pero importa recordarlo. Porque, aunque las obras de Economía reconocen más o menos claramente este sentido del término salario, a menudo lo olvidan en seguida. Discordantes Definiciones del Capital Más difícil es quitar al concepto de capital las ambigüedades que lo obscurecen y fijar el uso científico del término. En el lenguaje general, toda clase de cosas que tienen un valor o que rinden un provecho son vagamente llamadas capital, mientras que los economistas discrepan tanto que apenas se puede decir que este término tenga un significado fijo. Comparemos entre sí las definiciones de unos pocos economistas típicos. «Aquella parte del caudal de un hombre», dice Adam Smith, «de la cual espera un rédito, es llamada su capital» y el capital de una nación o sociedad, sigue diciendo, consiste en:
1) máquinas e instrumentos profesionales que facilitan y abrevian el trabajo;
2) edificios, no meras viviendas, sino que puedan ser considerados instrumentos del oficio, tales como tiendas, casas de campo, etc.;
3) mejoras de la tierra que la adaptan a la labranza o cultivo;
4) las aptitudes adquiridas y provechosas de todos los habitantes;
5) dinero;
6) existencias en poder de productores y negociantes, que de su venta esperan obtener un provecho;
7) materiales para las manufacturas o artículos parcialmente elaborados, aun en manos de los productores o comerciantes;
8) mercancías listas, en poder de los productores o negociantes. (
La definición de David Ricardo es: «Capital es aquella parte de la riqueza de un país empleada en la producción y consiste en alimentos, vestidos, herramientas, materias primas, maquinaria, etc. necesarias para efectuar el trabajo.» (Principios de Economía Política, capítulo 5.) Esta definición, como se verá, difiere mucho de la de Adam Smith, pues excluye muchas de las cosas que éste incluye, tales como las aptitudes adquiridas, artículos de mero placer o lujo en posesión de los productores o negociantes; e incluye algunas cosas que Adam Smith excluye, tales como los alimentos, vestidos, etc., en posesión del consumidor. La definición de J. R. McCulloch es: «El capital de una nación realmente comprende todas aquellas porciones del producto del trabajo, existentes en ella, que pueden ser directamente empleadas, ya en sostener la existencia humana, ya en facilitar la producción.» («Nota» de McCulloch al libro 2, capítulo 1 de su edición de 1838 de La riqueza de las Naciones de Adam Smith.) Esta definición sigue la directriz de la de Ricardo, pero es más amplia. Mientras excluye todo lo que no puede ayudar la producción, incluye todo lo que es capaz de ello, sin referencia al actual uso o necesidad de uso; según McCulloch expresamente afirma, el caballo que arrastra un coche de ,lujo es tan capital como el caballo que tira de un arado, porque, si es necesario, se le puede usar para este objeto. John Stuart Mill, siguiendo las mismas orientaciones de Ricardo y McCulloch, no define el capital según el uso o la aptitud para el uso, sino por el uso a que se destina. Dice: «Cualquier cosa destinada a suministrar al trabajo productivo albergue, protección, herramientas y materiales que aquél requiere y para nutrir y, en general, mantener al trabajador durante el proceso productivo, es capital.» (Principios de Economía Política, libro 1, capítulo 4.) Estas citas bastan para mostrar las discrepancias de los maestros. Las dificultades que acompañan el uso de la palabra capital como término exacto, y de las cuales, en las discusiones políticas y sociales corrientes, se ven ejemplos aún más notables que en las definiciones de los economistas, surgen de dos hechos: primero, el que ciertas cosas, cuya posesión le resulta al individuo exactamente lo mismo que si poseyera capital, no son parte del capital de la colectividad; y segundo, el que cosas de una misma clase pueden ser o dejar de ser capital, según la finalidad a que se destinen. Con algún cuidado respecto a estos puntos, no ha de ser difícil obtener una idea bien clara y fija de lo que el significado corriente del termino capital abarca propiamente; esta idea nos permitirá decir qué cosas son capital y cuáles no lo son, y usar la palabra sin ambigüedad ni desliz. Los tres factores de producción son tierra, trabajo y capital. Factores de
CAPITULO 3 SALARIOS Y CAPITAL
La causa que origina la pobreza en medio de la creciente riqueza es, evidentemente, la causa que se manifiesta en la tendencia, reconocida en todas partes, de los salarios hacia un mínimo. Planteemos, pues, nuestra indagación en esta forma condensada: ¿Por qué, a pesar del aumento del poder productivo, los salarios tienden a un mínimo que sólo permite una mísera existencia? La contestación clásica ha sido que los salarios dependen de la relación entre el número de trabajadores y la suma de capital dedicada a dar empleo al trabajo; y como el aumento del número de trabajadores tiende naturalmente a seguir y sobrepasar todo aumento de capital, los salarios tienden constantemente a la cantidad más baja con la cual aquéllos pueden vivir. La afirmación que trataré de demostrar es: Que los salarios, en vez de proceder del capital, en realidad proceden del producto del trabajo por el cual son pagados.(Nota) (Nota) Hablamos del trabajo aplicado a la producción, al cual es preferible, para mayor sencillez, limitar la indagación. Mejor será, pues, aplazar cualquier duda que se presente al lector respecto a los salarios por servicios. Como la teoría de que el capital suministra los salarios también afirma que el capital los recupera de la producción, a primera vista todo ello parece un distingo y no una diferencia. Pero, que es mucho más que una distinción formulista, se ve claramente al considerar que de la diferencia entre ambas afirmaciones se deducen doctrinas que, tenidas por axiomáticas, atan, dirigen y gobiernan las más capaces inteligencias, al discutir las cuestiones más importantes. Pues, sobre el supuesto de que los salarios salen del capital y no del producto del trabajo, se fundan, no sólo la doctrina de que los salarios dependen de la proporción entre el capital y el trabajo; sino también la doctrina de que la actividad productora está limitada por el capital, esto es, que se ha de acumular capital antes de emplear trabajo, y que no se puede emplear trabajo sino habiéndose acumulado capital; la doctrina de que todo aumento de capital da o puede dar más ocupación a la actividad productora; la doctrina de que la conversión del capital circulante en capital fijo disminuye el fondo aplicable a mantener el trabajo; la doctrina de que se puede emplear más obreros con salarios bajos que con salarios altos; la doctrina de que el capital aplicado a la agricultura mantendría más trabajadores que si se aplica a la industria; la doctrina de que los provechos son altos o bajos según que los salarios sean bajos o altos o de que aquéllos dependen del costo de la subsistencia de los trabajadores -- en suma, todas las enseñanzas que, más o menos directamente, se fundan en el supuesto de que el trabajo es mantenido y pagado a expensas del capital existente, antes de obtenerse el producto que constituye la última finalidad. Si se demuestra que esto es un error y que, por el contrario, el sustento y pago del trabajo no merma, ni de momento, el capital, sino que sale directamente del producto del trabajo, toda esta vasta superestructura queda sin apoyo y ha de caer. Del mismo modo han de caer las teorías populares que se fundan también en que, siendo fija la suma distribuíble en salarios, la participación individual en éstos ha de disminuir forzosamente al aumentar el número de trabajadores. Principios Comunes a Todas las Sociedades La verdad fundamental, que en todo razonamiento de Economía se debe retener firmemente y nunca abandonar, es que la sociedad más desarrollada no es sino una ampliación de la sociedad en sus rudos comienzos. Los principios que, en las relaciones humanas más sencillas son evidentes, están solamente encubiertos, pero no abolidos o tergiversados por las relaciones más intrincadas que resultan de la división del trabajo y del uso de instrumentos y métodos más complejos. El molino de vapor con su complicada maquinaria dotada de los movimientos más diversos es sencillamente lo que en su día fue el tosco mortero de piedra excavada del antiguo lecho de un río: un instrumento para moler grano. Y todos los hombres empleados en aquél, ya sea que echen leña al hogar, dirijan la máquina, labren muelas, rotulen sacos, o lleven las cuentas, realmente están dedicando su trabajo al mismo propósito que el salvaje prehistórico tenía al utilizar su mortero: la preparación del grano para sustento del hombre. Y así, si reducimos a sus términos más sencillos todas las complejas operaciones de la moderna producción, vemos que cada individuo que toma parte en esta red, infinitamente subdividida e intrincada, de la producción y el cambio, está realmente haciendo lo que hacía el hombre primitivo al trepar a los árboles para tomar su fruta o al seguir la marea baja en busca de mariscos: ejercer sus facultades para obtener de la naturaleza la satisfacción de sus deseos. Si recordamos esto con firmeza, si consideramos toda la producción de la sociedad como la colaboración de todos para satisfacer los deseos de cada uno, se ve claro que la recompensa que cada uno obtiene por su esfuerzo, en cuanto resulta de este esfuerzo, procede tan real y verdaderamente de la naturaleza como procedía la recompensa del primer hombre. Por ejemplo: en el estado más sencillo que podemos concebir, cada hombre busca su propio cebo y atrapa su propio pescado. Pronto se ven claras las ventajas de la división del trabajo y uno busca cebo mientras otros pescan. Pero, evidentemente el que recoge cebo, en realidad hace tanto por la pesca como los que de hecho atrapan el pescado. De igual modo, cuando se ha descubierto cuán ventajosas son las canoas y en vez de ir todos a pescar, uno se queda en tierra haciéndolas y reparándolas, este constructor, en realidad, consagra su trabajo a la pesca tanto como los verdaderos pescadores, y el pescado con que él cena al regresar aquéllos es tan ciertamente el producto de su propio trabajo como el de ellos. Y así, cuando la división del trabajo está bien establecida y en vez de intentar cada uno satisfacer todas sus necesidades recurriendo directamente a la naturaleza, uno pesca, otro caza, un tercero coge bayas, un cuarto recoge fruta, un quinto hace herramientas, un sexto construye chozas y un séptimo confecciona vestidos, cada uno, en la medida en que cambia el producto directo de su propio trabajo por el producto directo del trabajo de los demás, está realmente aplicando su propio trabajo a la producción de las cosas que usa. Está, en efecto, satisfaciendo sus deseos particulares por el ejercicio de sus facultades particulares; es decir, lo que él recibe, en realidad lo produce él. Lo que el Salario Realmente Representa Siguiendo estos principios, bien claros en un estado social sencillo, a través de las complejidades del estado que llamamos civilizado, veremos claramente que en todos los casos en que se cambia trabajo por mercancías, la producción es realmente anterior al disfrute. Veremos que los salarios son realmente las ganancias, esto es, las creaciones del trabajo, no los anticipos del capital, y que el trabajador que cobra su salario en dinero (acuñado o impreso, quizás, antes de que su trabajo comenzase) realmente cobra, a cambio de su trabajo ha añadido al acopio total de riqueza, una libranza contra este acopio, la cual puede él utilizar en cualquier clase especial de riqueza que mejor satisfaga sus deseos. Ni el dinero, que no es sino la libranza, ni la clase especial de riqueza que él pida por aquélla, representan anticipos del capital para su sustento; por el contrario, representa la riqueza o una porción de ella, que su trabajo ya ha añadido al acopio total. Teniendo presentes estos principios, vemos que el delineante que en una oscura oficina de las riberas del Támesis, dibuja los planos de una gran máquina marina, está en realidad consagrando su, trabajo a la producción de pan y carne tan ciertamente como si estuviera entrojando el trigo en California o esgrimiendo el lazo en las pampas del Plata. Está haciendo tan de veras sus propios vestidos como si estuviese trasquilando ovejas en Australia o tejiendo paño en Paisley. El minero que en el corazón del alto Comstock excava mineral de plata, realmente está, en virtud de miles de cambios, segando mieses abajo en los valles; pescando la ballena entre los hielos del Ártico; arrancando hojas de tabaco en Virginia; recolectando granos de café en Honduras; cortando caña de azúcar en las islas Hawaii; cosechando algodón en Georgia o tejiéndolo en Manchester o Lowell; o haciendo para sus hijos curiosos juguetes de madera en los montes Harz. Los salarios que cobra a fin de semana ¿qué son sino el certificado ante todo el mundo, de haber hecho él todas estas cosas; el primer cambio de una larga serie que transmuta su trabajo en las cosas por las cuales, en realidad, él ha estado trabajando?
CAPITULO 4 ORIGEN DEL SALARIO
Cuando se afirma que los salarios se sacan del capital, es evidente que se ha perdido de vista el significado económico del término salario, y se ha prestado atención al sentido restringido y vulgar de la palabra. Porque en todos aquellos casos en que el trabajador trabaja por cuenta propia y toma directamente como recompensa el producto de su trabajo, está bien claro que los salarios no salen del capital, sino que resultan directamente como producto del trabajo. Si, por ejemplo, dedico mi trabajo a buscar huevos de pájaros o a recoger bayas silvestres, los huevos o bayas que así obtengo son mi salario. Seguramente nadie sostendrá que en este caso el salario sale del capital. O si tomo un pedazo de cuero y hago con él un par de zapatos, voy añadiendo continuamente valor a medida que mi trabajo avanza, hasta que, al resultar de mi trabajo los zapatos terminados, tengo mi capital (el pedazo de cuero) más la diferencia de valor entre este material y los zapatos concluidos. Al obtener este valor adicional, mi salario, ¿cómo y en qué momento se quita algo del capital? Adam Smith reconoció el hecho de que, en estos casos sencillos que he puesto por ejemplo, el salario es el producto del trabajo y, así, comienza su capítulo sobre los salarios (
CAPITULO 5 FUNCIONES DEL CAPITAL
El capital aumenta el poder productivo del trabajo:
1) Al permitir que el trabajo se aplique de un modo más eficaz; vgr. arrancando almejas con una azadilla, en vez de hacerlo con la mano, o propulsando un buque con el carbón traspalado al hogar, en vez de bogar con remos.
2) Al permitir que el trabajo se aproveche de las fuerzas reproductivas de la naturaleza; vgr. al obtener grano sembrándolo o animales criándolos.
3) Al permitir la división del trabajo y de este modo, por una parte aumentar la eficacia del factor humano, con la utilización de aptitudes especiales, la adquisición de habilidad y la reducción de gastos; y por otra parte, llevar al máximo el poder del factor natural, al sacar partido de las diferencias de suelo, clima y situación, para obtener cada clase especial de riqueza, donde la naturaleza es más favorable a su producción. El capital no limita la actividad productora, cuyo único limite es el acceso a los materiales naturales. Pero el capital puede limitar la forma y productividad de aquélla, al limitar el uso de los instrumentos y la división del trabajo. Que el capital puede limitar la forma de la actividad productora es evidente. Sin la fábrica no habría obreros fabriles; sin la máquina de coser no habría costura a máquina; ni, sin arado, arador; y sin un gran capital destinado al cambio, la actividad productora no tomaría las múltiples formas especiales propias del cambio. También está claro que la falta de instrumentos ha de limitar mucho la productividad del trabajo. Si el labrador ha de emplear la pala, por no tener un arado, la hoz en vez de la. máquina segadora, el mayal en vez de la trilladora; si el mecánico se ha de limitar al cortafríos para cortar hierro, el tejedor al telar a mano y así los demás, la productividad del trabajo no puede ser una décima parte de lo que es cuando es auxiliado por el capital en forma de los mejores instrumentos modernos. La división del trabajo no pasaría más allá de los más rudimentarios y casi imperceptibles comienzos; ni los cambios que hacen posible la división del trabajo, alcanzarían más allá de los vecinos más próximos, si no se mantuviese constantemente en depósito o circulación una porción de las cosas producidas. Para que el habitante de una colectividad civilizada pueda cambiar a su gusto su propio trabajo con el de sus vecinos o con el de los hombres de los más remotos países del globo, han de haber depósitos de mercancías en almacenes, tiendas, bodegas de los barcos y vagones de ferrocarril. Para que los ciudadanos de una gran urbe puedan tomar un vaso de agua cuando quieran, ha de haber miles de millones de litros almacenados en los depósitos y circulando por kilómetros de tuberías Podemos naturalmente, imaginar una colectividad en la que la falta de capital sea lo único que impide un aumento de la productividad del trabajo; pero sólo imaginando un conjunto de condiciones que nunca o raras veces ocurre, a no ser por accidente o de un modo pasajero. Una población cuyo capital ha sido aniquilado por una guerra, un incendio o una convulsión de la naturaleza y quizás una población, compuesta de gente civilizada recién establecida en un país nuevo, parecen proporcionar los únicos ejemplos. Sin embargo, hace mucho tiempo que se sabe cuán aprisa acostumbra a reproducirse, en una población asolada por la guerra, el capital que habitualmente se usa en aquélla, mientras que en el caso de una nueva colectividad, se observa también la rápida producción del capital que puede usar o está dispuesta a usar. Sería un error atribuir solamente a la falta de capital las formas sencillas de producción y cambio a que se recurre en las sociedades nuevas. Estos métodos, que requieren poco capital, son en sí mismos rudimentarios y poco productivos, pero teniendo en cuenta las circunstancias de estas poblaciones, se advierte que son los más eficaces. Una gran fábrica con los últimos adelantos es el instrumento más eficaz ideado hasta hoy para convertir lana o algodón en tela, pero sólo es así donde se han de hacer grandes cantidades. La tela que se necesita solamente para una pequeña aldea, puede hacerse con mucho menos trabajo mediante la rueca y el telar de mano. Para transportar de vez en cuando dos o tres pasajeros, un bote es mejor instrumento que un buque de vapor; unos pocos sacos de harina se pueden transportar con menos trabajo a lomos de un mulo que con un ferrocarril; poner un gran almacén de mercancías en una encrucijada de la selva no sería sino despilfarrar capital. Hablando en general, no se empleará una cantidad de capital mayor que la requerida por el mecanismo de producción y cambio que, en las condiciones existentes tales como inteligencia, costumbres, seguridad y densidad de población, convenga mejor a los pueblos. Salario y Capital. Conclusiones Generales En esta indagación, nuestro propósito es resolver el problema al cual se han dado tantas respuestas incongruentes. Al averiguar lo que el capital realmente es y hace, hemos dado el paso primero y más importante. Hemos visto que el capital no anticipa los salarios ni sustenta a los trabajadores, sino que su función es ayudar al trabajo en la producción, herramientas, semillas, etc. y con la riqueza necesaria para efectuar cambios. Nos vemos irresistiblemente llevados a conclusiones prácticas tan importantes que justifican de sobra la molestia de asegurarse de ellas. Pues si los salarios se sacan, no del capital, sino del producto del trabajo, se deben desechar todos los remedios propuestos, sea por profesores de Economía Política, sea por trabajadores, que miran de aliviar la pobreza, ya aumentando el capital, ya restringiendo el número de trabajadores o el resultado de su trabajo. Si cada trabajador, al efectuar su trabajo, realmente crea el fondo del cual su salario procede, el aumento de trabajadores no puede disminuir los salarios. Al contrario, puesto que la eficacia del trabajo crece visiblemente al aumentar el número de trabajadores, cuantos más trabajadores haya, tanto mayores serán, en igualdad de circunstancias, los salarios. Pero esta condición, «en igualdad de circunstancias», nos lleva a una pregunta que hemos de considerar y contestar antes de seguir adelante. Esta pregunta es: las capacidades productivas de la naturaleza, ¿tienden a disminuir con las crecientes extracciones que en ellas se hace al aumentar la población?
CAPITULO 6 POBLACIÓN Y SUBSISTENCIAS
(Nota) Thomas Robert Malthus, M. A. (1766): «Ensayo sobre el principio de la población, o examen de sus efectos pasados y presentes sobre la felicidad humana con una investigación de nuestras perspectivas respecto a la futura supresión o alivio de los males que ocasiona.» (1796). La doctrina a la cual Malthus (Nota) dio su nombre afirma que la población tiende naturalmente a aumentar más aprisa que las subsistencias. El la formuló afirmando que, según el crecimiento de las colonias en Norteamérica demostraba, la natural tendencia de la población es de duplicarse cada veinticinco años por lo menos, aumentando así en progresión geométrica, mientras que «el sustento humano que la tierra da... en las circunstancias más favorables a la labor humana productora, no se podría aumentar más aprisa que en progresión aritmética», esto es, «aumentándola cada veinticinco años en una cantidad igual a la que ella (la tierra) produce actualmente». «Los efectos obligados de estos diferentes tipos de aumento, al combinarse -- prosigue diciendo ingenuamente Malthus --, serán muy sorprendentes». Y en el capítulo 1 los combina así: «Cifremos en once millones la población de esta isla; y supongamos que la actual producción satisface el adecuado sustento de este número. Dentro de los primeros veinticinco años, la población sería de veintidós millones y habiéndose también duplicado los alimentos, los medios de subsistencia corresponderán a aquel aumento. Pasados otros veinticinco años, la población sería de cuarenta y cuatro millones y los medios de subsistencia sólo llegarían al sustento de treinta y tres millones. En el período siguiente la población alcanzaría ochenta y ocho millones y los medios de subsistencia podrían sustentar sólo la mitad de esta cifra. Y al final del primer siglo, la población sería de ciento setenta y seis millones y las subsistencias las de cincuenta y cinco; dejando una población de ciento veintiún millones completamente desprovista. Tomando, en vez de esta isla, toda la tierra, la emigración quedaría, naturalmente, excluida; y suponiendo que la actual población es de mil millones, la especie humana aumentaría según la serie 1, 2, 4, 8, 16, 32, 64, 128, 256....: y la subsistencia según la serie 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9... En dos siglos, la población sería, respecto a los medios de subsistencia, como 256 es a 9; en tres siglos, como 4096 es a 13 y en dos mil años la desproporción sería casi incalculable.» El propósito de Malthus fue justificar la desigualdad existente, haciendo responsables de ella a las leyes del Creador en vez de a las instituciones humanas. Naturalmente, el hecho material de que no puede existir más gente que la que puede hallar sustento impide este resultado, y por esto, la conclusión de Malthus es que esta tendencia de la población a crecer indefinidamente se ha de refrenar o bien por la restricción moral del poder reproductivo o bien por las diversas causas que aumentan la mortalidad y que él resume en el vicio y la miseria. A las causas que impiden la procreación las llama freno preventivo; a las que aumentan la mortalidad, freno positivo. No vale la pena de insistir en la falsedad que implica el afirmar los aumentos en progresión geométrica y aritmética. Pues esta afirmación no es necesaria para la doctrina malthusiana, cuya esencia consiste en que la población tiende a aumentar más aprisa que la capacidad de abastecimiento alimenticio. Así, pues, la doctrina puede presentarse en su forma más fuerte y menos discutible, a saber: que, tendiendo la población a aumentar constantemente, si no se restringe, ha de ejercer al fin una presión contra el límite de las subsistencias, no como contra una barrera fija, sino como contra una barrera elástica y que esto hace progresivamente cada día más difícil la adquisición del sustento. Así, pues, donde quiera que la reproducción ha tenido tiempo de asegurar su poder y no la frena la prudencia, ha de haber el grado de penuria que mantenga la población dentro de los límites de las subsistencias. Inferencias de los Hechos Respaldada, al parecer, por una indiscutible verdad aritmética (que una, población que aumenta sin parar, algún día ha de sobrepasar la capacidad mundial de suministrar comida o incluso espacio ocupable), la teoría malthusiana es apoyada por analogías en los reinos animal y vegetal, en los cuales se despilfarra vida en el choque contra las barreras que refrenan sus diversas especies. Aparentemente, la comprueban muchos hechos evidentes, tales como la miseria, el vicio y el infortunio que prevalecen en medio de las poblaciones densas, el efecto general del progreso material, que aumenta la población sin aliviar el pauperismo, el rápido crecimiento demográfico en los países recién colonizados y el evidente retardo de dicho crecimiento en los densamente poblados, debido a la mortalidad en las clases condenadas a la escasez. La teoría malthusiana aporta un principio general que tiene en cuenta aquellos hechos y otros semejantes y los explica de acuerdo con la doctrina de que los salarios proceden del capital y con todos los principios que de ésta se derivan. Según esta teoría, los salarios bajan cuando el aumento del número de trabajadores exige una mayor repartición del capital. Según la teoría malthusiana, la pobreza aparece cuando el aumento de la población exige una mayor repartición de las subsistencias. Basta identificar el capital con las subsistencias y el número de trabajadores con la población, para hacer ambas teorías tan idénticas en la forma como lo son en el fondo. Ricardo aportó a esta teoría un apoyo adicional al llamar la atención sobre el hecho de que la renta de la tierra aumentaría a medida que las necesidades de una población creciente obligasen a cultivar tierras cada vez menos productivas o puntos cada vez menos productivos de las mismas tierras, explicando así el aumento de la renta. De esta manera se vino a formar como una triple unión por la cual la teoría malthusiana se afianza por ambos lados. En este conjunto, la previa doctrina del salario y la ulterior doctrina de la renta aparecen como ejemplos especiales de la acción del principio que lleva el nombre de Malthus, puesto que la baja de los salarios y la subida de la renta, resultantes del aumento de población, no son sino muestras de la presión de la población sobre las subsistencias. Como la teoría de los salarios en que se apoya y que a su vez apoya, la teoría malthusiana armoniza con ideas que, por lo menos en los países viejos, suelen prevalecer entre la clase obrera. Para el artesano o el operario, la causa de los salarios bajos y de la falta de empleo es, sin duda, la competencia debida a la presión del número; y, en las angostas moradas de la pobreza, ¿qué parece más claro que el haber demasiada gente?
CAPITULO 7 DISTRIBUCIÓN DE
Nuestro razonamiento nos dice, en conclusión, que cada trabajador produce su propio salario y que el aumento del número de trabajadores debería aumentar el salario de cada uno. Por lo menos queda claro que la causa por la cual, a pesar del enorme aumento del poder productivo, la gran masa de los productores está reducida a la mínima porción del producto de la cual consienten vivir, no es la falta de capital ni tampoco la limitación de los poderes de la naturaleza que premian el trabajo. Por consiguiente, esa causa, si no se halla en las leyes que rigen la producción de la riqueza, se ha de buscar en las que rigen la distribución. Veámoslas, pues: El producto o producción de una sociedad es la suma de riqueza producida por esta sociedad. Es el fondo general, del cual, mientras no se reduzca la provisión preexistente, se ha de satisfacer el consumo y se han de sacar todos los ingresos. Producción no significa solamente hacer las cosas, sino que incluye el aumento de valor ganado con su transporte o cambio. En una sociedad puramente comercial hay producción de riqueza, como la hay en una sociedad puramente agrícola o industrial; y en un caso como en los otros, una parte de este producto irá al capital, una parte al trabajo y una parte, si la tierra tiene algún valor, a los propietarios. De hecho, una porción de la riqueza producida va continuamente a la reposición del capital que se consume y repone sin cesar. Pero no es necesario tener en cuenta este hecho, ya que se le descarta considerando permanente al capital, como acostumbramos hacerlo al hablar o pensar sobre él. Por lo tanto, al hablar del producto entendemos la riqueza obtenida además de la que se necesita para reponer el capital consumido al producir; y cuando hablamos de interés o ganancia del capital, entendemos lo que va al capital una vez repuesto o conservado. Es, además, un hecho que en toda sociedad superior al estado más primitivo, el gobierno toma en impuestos y consume una parte del producto. Sin embargo, no es necesario tenerlo en cuenta al buscar las leyes de la distribución. Podemos considerar la tributación inexistente o que, según su cuantía, reduce el producto. Y lo mismo respecto a lo que del producto toman ciertas formas de monopolio que ejercen un poder parecido al de la tributación. Una vez halladas las leyes de la distribución, podremos ver qué influjo, si lo hay, ejercen sobre ellas los impuestos. Renta, Salario e Interés Los tres factores de la producción son tierra, trabajo y capital, y todo el producto se distribuye primariamente en tres partes respectivas. Por esto se necesitan tres términos, cada uno de los cuales ha de expresar con claridad una de estas partes con exclusión de las demás. Renta, por definición, expresa claramente la primera de estas partes: la que va a los propietarios de la tierra. Salarios, por definición, expresa claramente la segunda: la parte que constituye la recompensa al trabajo. Pero en cuanto al tercer término, el que debería expresar la recompensa al capital, hay en los libros usuales la más embrollada ambigüedad y confusión. De los vocablos de uso corriente, la palabra interés es el que más se acerca a expresar la idea de la recompensa por el uso del capital. Según se la suele emplear, significa la recompensa por el uso del capital, con exclusión de todo trabajo en su uso o administración. Ambigüedad del Término «Beneficios» o «Provechos» La palabra beneficios, según suele usarse, es casi sinónima de ingresos. Significa una ganancia, una cantidad que se percibe, además de la cantidad desembolsada e incluye a menudo ingresos que propiamente son renta y casi siempre ingresos que en realidad son salarios, y también compensaciones por el riesgo inherente a los diversos usos del capital. A menos de violentar mucho el significado de esta palabra, no se puede, pues, usarla en Economía Política para indicar la parte del producto que va al capital, a distinción de las partes que van al trabajo y a los propietarios. Adam Smith explica claramente que los salarios y la compensación por el riesgo forman gran parte de los beneficios, señalando que los elevados provechos de los boticarios y tenderos son en realidad salarios de su trabajo y no interés de su capital; y que los grandes beneficios hechos a veces en negocios arriesgados, como el contrabando y el comercio de objetos usados, no son, en realidad, sino compensaciones de riesgos que, a la larga, reducen las ganancias del capital empleado en ellos, hasta el tipo corriente y aún más bajo. Ejemplos parecidos se mencionan en las obras posteriores, en las que se definen formalmente en su sentido usual, quizás excluyendo la renta. En estas obras se dice al lector que los beneficios se componen de tres elementos: salarios de superintendencia, compensación por el riesgo e interés, o sea, la retribución por el uso del capital. Por esto, ni en su significado vulgar, ni en el que expresamente se les asigna en Economía política, los beneficios pueden ocupar sitio alguno al discutir la distribución de la riqueza entre los tres factores de la producción. Hablar de la distribución de la riqueza en renta, salarios y beneficios (sea en el sentido vulgar o en el asignado expresamente a este término) es como hablar de la clasificación de la humanidad en hombres, mujeres y seres humanos. Evidentemente, esta indagación no tiene nada que ver con los beneficios. Necesitamos hallar qué es lo que determina el reparto del producto total entre la tierra, el trabajo y el capital; beneficios no es un término que se refiera exclusivamente a ninguna de estas tres divisiones. De las tres partes en que los economistas dividen los beneficios, a saber, compensación por el riesgo, salarios de superintendencia y retribución por el uso del capital, este último se incluye en el término de interés, que abarca todas las ganancias por el uso del capital y excluye todo lo demás; los salarios de superintendencia entran dentro del término salario, que incluye toda recompensa del trabajo humano y excluye todo lo demás; y la compensación por el riesgo no halla cabida en ninguna parte, pues el riesgo queda eliminado al considerar reunidas todas las transacciones de la colectividad. Por esto, de acuerdo con las definiciones de los economistas, emplearé el término interés para significar la parte del producto que va al capital. Repetición de Definiciones Recapitulemos: Tierra, trabajo y capital son los tres factores de la producción. El término tierra comprende todas las oportunidades y fuerzas naturales; el término trabajo, todo esfuerzo humano; y el término capital toda riqueza empleada en producir más riqueza. Todo lo producido se distribuye en recompensas a estos tres factores. La parte que va a los propietarios como pago por el uso de bienes naturales se llama renta; la parte que constituye la recompensa al trabajo humano se llama salario; y la parte que constituye la retribución por el uso del capital se llama interés. Estos tres términos se excluyen mutuamente. Los ingresos de un individuo pueden provenir de cualquiera de estas tres fuentes, de dos de ellas o de las tres: pero al tratar de descubrir las leyes de la distribución, debemos considerarlas separadas. Debe haber tierra antes que el trabajo se pueda realizar; y debe ejercerse trabajo antes que se pueda producir el capital. El capital es un resultado del trabajo, y éste lo usa en ayuda de la producción ulterior. El trabajo es la fuerza activa e inicial, y, por lo tanto, es el que da empleo al capital. El trabajo sólo puede ejercerse sobre la tierra y de ésta se debe sacar la materia que el trabajo convierte en riqueza. Por esto, la tierra es la condición previa, el sitio y el material del trabajo. El orden natural es: tierra, trabajo y capital; y en vez de empezar por el capital como punto de partida, comenzaremos por la tierra.
CAPITULO 8
El término renta, en su sentido económico, tiene un significado diferente del que vulgarmente se da a la palabra renta. En algunos aspectos el significado económico es más limitado que el ordinario, en otros aspectos es más amplio. Es más limitado en lo siguiente: en el lenguaje usual, aplicamos la palabra renta a los pagos por el uso de edificios, maquinaria, locales, etc., lo mismo que a los pagos por el uso de la tierra u otros bienes naturales; y al hablar de la renta de una casa o una granja, no separamos del pago por el uso de la sola tierra el pago por el uso de las mejoras. Pero en el significado económico de renta excluimos los pagos por el uso de todo producto del trabajo humano; y en los pagos globales por el uso de casas, granjas, etc., sólo es renta la parte que se paga por usar la tierra. La parte pagada por el uso de edificios u otras mejoras es propiamente interés, pues remunera el uso de capital. Es más amplio en lo siguiente: en el lenguaje usual, sólo hablamos de renta cuando el propietario y el usuario son personas distintas. Pero en el sentido económico hay también renta cuando una misma persona es a la vez propietario y usuario. Donde una misma persona posee y usa la tierra, una parte de sus ingresos, la que podría obtener dejando arrendada su tierra a otro, es renta, mientras que la recompensa de su trabajo y capital es la parte de su ingreso que éstos le darían si tomase arrendada la tierra en vez de ser dueño de ella. La renta se expresa también en un precio de venta. Cuando se compra tierra, el pago hecho por la propiedad o derecho a uso perpetuo es renta capitalizada. Si compro tierra a bajo precio y la retengo hasta que puedo venderla a un precio elevado, me hago rico, no por el salario de mi trabajo ni por el interés de mi capital, sino por el aumento de la renta. En resumen, la renta es la participación que, en la riqueza producida, tiene el propietario por el derecho exclusivo a usar los recursos naturales. Donde quiera que la tierra tenga valor de cambio, allí hay renta en el sentido económico del término. Donde quiera que una tierra que tenga valor es utilizada, sea por su dueño, sea por su arrendatario, allí hay renta actual; donde quiera que no es utilizada, pero tiene valor, allí hay renta potencial. Esta facultad de dar renta es lo que da valor a la tierra. Mientras la posesión de la tierra no da ninguna ventaja, la tierra no tiene valor. (Al hablar del valor de la tierra, uso y usaré estas palabras refiriéndome al valor de la sola tierra. Cuando quiera hablar del valor de la tierra y las mejoras, emplearé estas palabras.) Origen de
CAPITULO 9 LEY DEL SALARIO
Por deducción hemos obtenido ya la ley del salario. Pero, para comprobar la deducción y quitar al asunto toda ambigüedad, busquemos dicha ley desde un punto de partida independiente. Los salarios, que comprenden toda recompensa recibida por el trabajo, varían, no sólo según las diferentes facultades individuales, sino que, al hacerse más complicada la organización social, también varían mucho según las ocupaciones. Sin embargo, hay cierta relación general entre todos los salarios, de manera que expresamos una idea clara y bien entendida cuando decimos que los salarios son más altos o más bajos en un tiempo o lugar que en otro. En sus diversos grados, los salarios suben y bajan obedeciendo a una ley común. ¿Cuál es esta ley? El principio fundamental de la acción humana (la ley que para
1. Lo agradable o desagradable de la ocupación;
2. la facilidad y baratura o la dificultad y gasto del aprendizaje;
3. la continuidad o discontinuidad de la ocupación;
4. la menor o mayor confianza que se debe depositar en el empleado;
5 la mucha o poca probabilidad de éxito (Nota). No hace falta detallar estas causas que varían los salarios según las diferentes ocupaciones.
Han sido admirablemente expuestas por Adam Smith y sus seguidores, que han elaborado bien los detalles, aunque no hayan podido captar la ley principal. (Nota) Esta última, que es análoga al elemento riesgo en los beneficios, explica los elevados salarios de los abogados, médicos, contratistas, actores, etc., que tienen éxito. Demanda y Oferta de Trabajo Es perfectamente correcto decir que en diferentes ocupaciones, los salarios varían relativamente según las diferencias en la oferta y la demanda de trabajo, entendiendo por demanda la petición de servicios de un determinado tipo, hecha por el conjunto social, y por oferta la cantidad relativa de trabajo que, en las circunstancias existentes, puede dedicarse a efectuar dichos servicios. Pero, aunque esto es verdad respecto a las diferencias relativas de los salarios, aquellas palabras no significan nada cuando se dice que el nivel general de los salarios es determinado por la oferta y la demanda. Porque oferta y demanda sólo son términos relativos. Oferta de trabajo solamente puede significar trabajo ofrecido a cambio de trabajo o de producto del trabajo; y demanda de trabajo solamente puede significar trabajo o producto del trabajo que se ofrecen a cambio de trabajo. Así, pues, oferta es demanda y demanda es oferta y, en el conjunto social, ambas abarcan lo mismo. Lo que oculta cuán absurdo es hablar de oferta y demanda refiriéndose al trabajo en general, es la costumbre de considerar que la demanda de trabajo procede del capital y es una cosa distinta del trabajo; pero el análisis a que anteriormente se ha sometido esta idea, ha bastado para probar su falsedad. Las Variaciones del Salario son Interdependientes Cualesquiera que sean las circunstancias que causan la diversidad de salarios en las diferentes ocupaciones y aun cuando la relación entre los diferentes salarios varía (originando diferencias relativas más o menos grandes según las épocas y los sitios), tanto la observación como la teoría evidencian que la altura del salario en una ocupación siempre depende de la altura en otra; y así sucesivamente, hasta llegar a la capa inferior y más extensa de los salarios, en ocupaciones donde la demanda es casi uniforme y en las que hay la mayor libertad para ocuparse. Porque, aunque puedan existir barreras más o menos difíciles de vencer, la cantidad de trabajo que puede dedicarse a una ocupación especial no es absolutamente fija en ninguna parte. Todos los artesanos podrían actuar como obreros y muchos obreros podrían pronto hacerse artesanos; todos los almacenistas podrían actuar como tenderos y muchos tenderos fácilmente podrían hacerse almacenistas; muchos labradores, con algún aliciente, se harían cazadores o mineros, pescadores o marineros; y muchos cazadores, mineros, pescadores y marineros, podrían, a petición, dedicarse al cultivo. En los extremos de cada ocupación están aquellos para quienes los atractivos de una u otra ocupación están tan equilibrados, que el menor cambio basta para encaminar su trabajo en una u otra dirección. Por esto, cualquier aumento o disminución en la demanda de trabajo de determinado tipo no puede, si no es temporalmente, llevar el salario de esta ocupación más arriba o más abajo del nivel relativo del salario en otras ocupaciones, que está determinado por las circunstancias anteriormente mencionadas, tales como la relativa agradabilidad o continuidad del empleo, etc. Aun donde en esta correlación se interponen barreras artificiales, como leyes restrictivas, regulaciones gremiales, instituciones de castas, etc., la experiencia demuestra que pueden dificultar, pero no impedir que este equilibrio persista. Obran como las presas, que suben las aguas de un río por encima de su nivel natural, pero no pueden evitar que rebosen. Ley General del Salario Así, pues, aunque la relación de los salarios entre sí pueda cambiar de vez en cuando, según las circunstancias que determinan sus niveles relativos, es evidente que los salarios en todas las capas sociales han de depender, en definitiva, del salario en la capa inferior y más amplia, y que según que éste suba o baje, subirá o bajará la altura general del salario. Las ocupaciones primarias y fundamentales sobre las que, por decirlo así, todas las demás descansan, son, evidentemente, las que obtienen riqueza directamente de la naturaleza; luego, la ley del salario en éstas ha de ser la ley general del salario. Y puesto que el salario en estas ocupaciones depende, como está claro, de lo que el trabajo puede producir en el punto de mínima productividad a que habitualmente se aplica, por esto, los salarios en general dependen del limite de cultivo o para decirlo con más exactitud, del punto de máxima productividad natural al cual el trabajo puede libremente aplicarse sin pagar renta. La ley del salario que de este modo hemos obtenido es la que antes habíamos obtenido como corolario de la ley de la renta. Esa ley es: El salario depende del margen de producción o del producto que el trabajo puede obtener en el punto de máxima productividad natural que le es accesible sin pago de renta. Como la ley de la renta de Ricardo, de la cual es corolario, esta ley del salario lleva consigo su propia demostración y resulta evidente con sólo enunciarla. Porque no es sino una aplicación de la verdad central, base del razonamiento en Economía, de que el hombre procura satisfacer sus deseos con el mínimo esfuerzo. El promedio de los hombres no querrá trabajar para un patrono por menos, todo considerado, de lo que puede ganar trabajando por cuenta propia; ni tampoco trabajará por cuenta propia por menos de lo que pueda ganar trabajando para un patrono. Por esto, la ganancia que el trabajo puede obtener de los bienes naturales que están libres para él, fija el salario que el trabajo obtiene en todas partes. Es decir, la línea de la renta es la medida forzosa de la línea del salario. Lo que hace evidente que una tierra de cierta calidad dará como renta el exceso de su producto sobre el de la tierra menos productiva empleada, es el saber que el dueño de la tierra mejor puede obtener trabajo que la explote, pagándolo con lo que este mismo trabajo podría obtener de la tierra de calidad más pobre. El Salario es una Proporción del Producto Quizá convenga recordar al lector que estoy empleando la palabra salario en el sentido, no de cantidad, sino de proporción. Cuando digo que los salarios bajan a medida que la renta sube, quiero decir que es forzosamente menor, no la cantidad de riqueza obtenida por los trabajadores como salario, sino la proporción en que esta cantidad está respecto a la producción total. La proporción puede disminuir mientras la cantidad queda igual o incluso aumenta. Si el margen de cultivo desciende del punto de productividad que llamaremos 25 al que llamaremos 20, la renta de todas las tierras que anteriormente pagaban renta subirá según esta diferencia, y la proporción de todo el producto obtenida por los trabajadores como salario, descenderá en la misma extensión. Pero si, entretanto, el progreso de las artes o las economías permitidas por el aumento de población, han aumentado el poder productivo del trabajo, de tal modo que un mismo esfuerzo produce ahora tanta riqueza en el punto 20 como antes en el 25, los trabajadores obtendrán como salario una cantidad de riqueza igual que antes. La baja relativa del salario no se percibirá en ninguna disminución de artículos necesarios o comodidades del trabajador, sino solamente en los mayores ingresos y más pródigos gastos de la clase que cobra renta. En sus manifestaciones más sencillas, la ley del salario es reconocida por gente que no se preocupa de Economía Política, del mismo modo que, desde muy antiguo, quienes nunca pensaron en la ley de la gravedad reconocían que un cuerpo pesado cae. No hace falta ser un filósofo para ver que si en cualquier país se abrieran de par en par bienes naturales que permitiesen a los trabajadores ganar por cuenta propia salarios mayores que los más bajos ahora pagados, el nivel general del salario subiría. El mismo Adam Smith vio la causa de los altos salarios donde todavía hay tierra libre por colonizar, aunque no supo apreciar la importancia y relaciones de este hecho. Al tratar de las causas de la prosperidad de las nuevas colonias (
CAPITULO 10 INTERÉS DEL CAPITAL
El capital no es una cantidad fija, sino que siempre puede ser aumentado o disminuido,
1) por la mayor o menor aplicación de, trabajo a producir capital, y
2) por la conversión de riqueza en capital o de capital en riqueza.
Es notorio que, en condiciones de libertad, lo máximo que se dará por el uso del capital, será el incremento que éste suministra, y lo mínimo será la reposición del capital; pues, por encima de aquel punto, el tomar capital a préstamo implicaría una pérdida, y por debajo del otro no se podría conservar el capital. El poder de aplicarse en formas ventajosas es un poder del trabajo, que el capital, en cuanto a tal, no puede reclamar ni compartir. Un arco y unas flechas permitirán a un indio matar, supongamos, un búfalo cada día, mientras que con palos y piedras apenas podría matar uno por semana; pero el armero de la tribu no podría reclamar al cazador seis de los siete búfalos muertos, como recompensa por el uso de un arco y flechas. Ni el capital empleado en una fábrica de paño dará al capitalista la diferencia entre el producto de la fábrica y lo que la misma cantidad de trabajo obtendría con la rueca y el telar a mano. El capital es producido por el trabajo; de hecho es solamente trabajo incorporado a materia, trabajo almacenado en materia, para cederlo cuando se necesita, como el calor del sol almacenado en el carbón se desprende en el hogar. Por consiguiente, el uso del capital en la producción sólo es una forma de trabajo. Como que sólo puede usarse el capital consumiéndolo, su uso es un gasto de trabajo; y para conservar el capital, su producción por el trabajo ha de ser proporcionada a su consumo en ayuda del trabajo. El punto normal del interés, donde quiera que esté situado entre lo máximo y lo mínimo necesarios de recompensa al capital, ha de ser tal que, todo considerado, la recompensa del trabajo y la del capital resulten igualmente atractivas para el esfuerzo y el sacrificio que, respectivamente, implican. Quizá no es posible formular este punto, porque habitualmente los salarios se evalúan en cantidad, y el interés en proporción. Pero debe haber un punto tal, en el que o, mejor dicho, cerca del cual el nivel del interés tiende a fijarse; porque, si no tuviera lugar este equilibrio, el trabajo no aceptaría el uso del capital o el capital no se pondría a disposición del trabajo. Se puede exponer esta natural relación entre interés y salario en una forma que sugiere una oposición; pero esta oposición es sólo aparente. En una sociedad entre Dick y Harry, la cláusula por la cual Dick cobra una cierta proporción de las ganancias conjuntas implica que la parte de Harry sea mayor o menor según que la de Dick sea menor o mayor, respectivamente; pero si, como en este caso sucede, cada uno obtiene sólo lo que añade al fondo común, el aumento de la porción de uno no disminuye la del otro. No estamos hablando, claro está, de salarios e interés particulares, sino del nivel general del salario y del nivel general del interés, siempre entendiendo por interés la retribución que el capital puede obtener, sin incluir el seguro ni los salarios de superintendencia. En una rama particular de la producción se puede trazar claramente una línea entre los que aportan trabajo y los que aportan capital, pero, aun en colectividades en que hay la más marcada distinción entre la clase general de los trabajadores y la clase general de los capitalistas, estas dos clases pasan de una a otra por gradaciones imperceptibles y, en los extremos en que ambas clases se juntan en las mismas personas, la mutua acción que restablece el equilibrio puede proseguir sin ser obstruida. Posición Relativa del Capitalista y el Propietario Aun en colectividades en que hay la más marcada distinción entre la clase general de los trabajadores y la clase general de los capitalistas, estas dos clases pasan de una a otra por gradaciones imperceptibles. Si cabe imaginar un lugar donde la producción de la riqueza se efectuase sin la ayuda del trabajo y únicamente por la fuerza reproductiva del capital y a donde fuesen llevados ciertos capitalistas con sus capitales en forma apropiada, evidentemente, aquéllos obtendrían, como recompensa de su capital, toda la riqueza obtenida, únicamente en tanto que nada de lo producido fuese reclamado como renta. Cuando la renta apareciese, ésta saldría del producto del capital y a medida que ella aumentase, la ganancia de los dueños de capital necesariamente disminuiría. Imaginando que el lugar donde el capital tuviese este poder de producir riqueza sin ayuda del trabajo, fuese de extensión limitada, supongamos una isla, veríamos que cuando el capital hubiese aumentado hasta el límite de cabida de la isla, la recompensa del capital descendería hasta una bagatela por encima de su mera reposición y que los propietarios del suelo obtendrían como renta casi todo lo producido, pues la única alternativa que tendrían los capitalistas sería arrojar su capital al mar. O si imaginamos que esta isla está en comunicación con el resto del mundo, la recompensa del capital se pondría al nivel de la que tiene en otros lugares. El interés no sería ni más alto ni más bajo que en cualquier otro lugar. La renta obtendría toda la ventaja y la tierra de esta isla tendría un gran valor. El Capital como Forma del Trabajo En verdad, la distribución primaria de la riqueza se hace en dos partes y no en tres. El capital no es sino una forma de trabajo y su distinción respecto al trabajo es en realidad una subdivisión, como lo sería la distinción del trabajo en hábil e inhábil. Hemos llegado al mismo punto que habríamos alcanzado al considerar sencillamente el capital como una forma de trabajo y buscar la ley que distribuye el producto entre la renta y el salario; es decir, entre los poseedores de los dos factores, las substancias y fuerzas naturales y el esfuerzo humano, que al unirse producen toda la riqueza. Provechos a Menudo Confundidos con el Interés Como ya hemos hecho notar, los valores de la tierra, que forman una enorme parte de lo llamado usualmente capital, no son en modo alguno capital; y la renta, comúnmente incluida entre las ganancias del capital, y que se lleva una porción, siempre creciente, del producto de una colectividad progresiva, no es ganancia del capital y ha de distinguirse cuidadosamente del interés. Permítasenos recordar de nuevo que nada que no sea riqueza puede ser capital, es decir, que no pueden ser capital los dones espontáneos de la naturaleza ni lo que no consista en cosas efectivas y tangibles que tienen en sí mismas, y no por representación, la facultad de servir directa o indirectamente al deseo del hombre. Por consiguiente, un valor del Estado no es capital, ni siquiera lo representa. El capital que el Estado recibió por él, ha sido consumido improductivamente, disparado por las bocas de los cañones, usado en buques de guerra, gastado en mantener hombres marchando y haciendo ejercicios, matando y destruyendo. El valor del Estado no puede representar capital que ha sido destruido. No representa ningún capital. Es sencillamente una declaración solemne de que el gobierno, algún día, por medio de impuestos, tomará de las existencias de riqueza del pueblo el equivalente que devolverá al tenedor del valor; y que entretanto, de vez en cuando tomará del mismo modo lo suficiente para compensar el tenedor el incremento que el capital que promete devolverle le daría, si estuviese realmente en su poder. Las inmensas sumas que de este modo se toman del producto de todos los países modernos para pagar el interés de la deuda pública no son la ganancia o incremento del capital; no son realmente interés en el sentido estricto del término, sino impuestos levantados sobre el producto del trabajo y del capital, dejando tanto menos para los salarios y para el verdadero interés. Pero, supongamos que los valores se han emitido para ahondar el cauce de un río, construir faros o erigir un mercado público; o supongamos, para presentar la misma idea con otro ejemplo, que han sido emitidos por una compañía ferroviaria. En este caso sí que representan capital existente y aplicado a usos productivos y, como las acciones de una compañía que paga dividendo, pueden ser considerados como certificados de la propiedad de capital. Pero sólo pueden ser considerados así, en tanto que efectivamente representan capital y no en cuanto han sido emitidos en exceso respecto al capital usado. Hay economistas que descomponen los beneficios en interés, seguro y salarios de superintendencia. Pero mientras los salarios de superintendencia incluyen evidentemente los ingresos derivados de cualidades personales como son la destreza, el tacto, la iniciativa, la capacidad organizadora, la inventiva, el carácter, etc., hay otro elemento que contribuye a los beneficios ahora comentados, y que sólo arbitrariamente puede clasificarse junto a dichas cualidades: el elemento de monopolio. Cuando Jacobo I concedió a su favorito el privilegio exclusivo de hacer hilo de oro y de plata, y bajo severas penas prohibió a los demás hacerlo, el ingreso que por ello Buckingham disfrutó, procedía, no del interés del capital invertido en la manufactura, ni de la destreza u otras cualidades de quienes realmente efectuaban las operaciones, sino de lo que obtuvo del Rey, esto es, del privilegio exclusivo, en realidad, del poder para imponer con fines particulares un impuesto a todos los que usaran aquel hilo. De una fuente parecida viene gran parte de los beneficios que se suelen confundir con los intereses del capital. Los ingresos obtenidos de patentes concedidas por un número limitado de años con el propósito de fomentar los inventos, son evidentemente atribuibles a esta fuente, como lo son las ganancias derivadas de monopolios creados por tarifas protectoras con el pretexto de fomentar la industria patria. También se confunden a menudo con el interés los beneficios debidos a los elementos del riesgo. Algunas personas adquieren riqueza aprovechando ocasiones que necesariamente han de traer pérdidas a la mayoría de la gente. Tales son ciertas formas de especulación y sobre todo lo que se llama jugar a la bolsa; como en una mesa de juego, lo que uno gana, algún otro lo ha de perder. Cuán necesario es tomar nota de las distinciones sobre las que he llamado la atención, se ve en las discusiones corrientes, en las cuales el color es blanco o negro, según que se mire desde un punto de vista o del otro. Por una parte, en la existencia de la profunda miseria al lado de vastos acúmulos de riqueza, se nos quiere hacer ver las agresiones del capital contra el trabajo. Por otra parte, se ha indicado que el capital ayuda al trabajo, y se nos pide que de esto deduzcamos que nada hay injusto o antinatural en el ancho abismo entre ricos y pobres, que la fortuna no es sino la recompensa de la laboriosidad, la inteligencia y la sobriedad, y que la pobreza no es sino el castigo de la desidia, la ignorancia y la imprudencia.
CAPITULO 11 EFECTO DEL PROGRESO MATERIAL SOBRE
Decir que el salario queda bajo porque la renta sube, es como decir que un vapor se mueve porque su hélice gira. La pregunta que surge es: Por qué sube la renta? ¿Cuál es la fuerza o necesidad que, al aumentar el poder productivo, da como renta una proporción, cada vez mayor, del producto? La única causa indicada por Ricardo como causa que eleva la renta es el aumento de la población, que, al requerir mayor suministro de comida, fuerza el cultivo a extenderse a puntos de inferior productividad de las mismas tierras. Pero, aunque es indiscutiblemente cierto que la creciente presión de la población, obligando a recurrir a puntos inferiores de producción, ha de elevar y realmente eleva la renta, no creo que esto baste a explicar por completo el aumento de la renta con la marcha del progreso. Evidentemente, hay otras causas que contribuyen a elevar la renta, pero que parecen haber sido total o parcialmente ocultadas por ideas falsas sobre las funciones del capital y el origen del salario. Para ver cuáles son dichas causas y cómo actúan, examinemos el efecto del progreso material sobre la distribución de la riqueza. Los cambios que constituyen el progreso material o contribuyen al mismo son tres:
1) aumento de la población;
2) perfeccionamiento de las artes de producción y cambio;
3) perfeccionamiento del saber, la educación, el gobierno, las costumbres y la moralidad, en cuanto aumentan el poder de producir riqueza.
El progreso material, como vulgarmente se entiende, consta de estos tres elementos o direcciones de progreso, en todos los cuales las naciones progresivas han avanzado de un tiempo a esta parte, aunque en grados diferentes. Considerado desde el punto de vista de las fuerzas o economías materiales, el aumento del saber, el mejoramiento del gobierno, etc., da el mismo resultado que el perfeccionamiento de las artes. Por esto no habrá necesidad de examinarlos separadamente. La influencia que el progreso intelectual o moral por sí mismo tiene sobre nuestro problema, será examinada más adelante. Ahora estamos tratando del progreso material, al cual estas cosas contribuyen solamente en cuanto aumentan el poder productor de riqueza, y veremos sus efectos al ver el resultado del perfeccionamiento de las artes. Efecto del Aumento de Población La manera como el aumento de población eleva la renta, según se explica y aclara generalmente, consiste en que la mayor demanda de subsistencias fuerza la producción hacia suelos o puntos productivos inferiores. De este modo, si, con una cierta población, el margen de cultivo está en 30, todas las tierras de productividad superior a 30 pagarán renta. Si la población se duplica, se requiere un empleo adicional de tierra y éste sólo se puede lograr extendiendo el cultivo, por lo cual darán renta otras tierras que antes no daban ninguna. Si la extensión es hasta 20, toda la tierra entre 20 y 30 dará renta y tendrá un valor y toda la tierra por encima de 30 dará una renta aumentada y tendrá un valor aumentado. Surge, no obstante, un error que se ha de aclarar para entender bien el resultado que el aumento de población da en la distribución de la riqueza. Es la creencia en que el recurrir a puntos inferiores de producción implica un producto total más pequeño en proporción al trabajo empleado. En sí mismo y sin ningún progreso en las artes, el aumento de población implica un aumento del poder productivo del trabajo. En iguales circunstancias, el trabajo de 100 hombres producirá mucho más que cien veces el trabajo de un hombre y el trabajo de 1,000 hombres mucho más que diez veces el trabajo de 100 hombres; y así, para cada par de manos que el aumento de población añade, el poder productor aumenta más, que proporcionalmente. De este modo, al aumentar la población, se puede recurrir a puntos de más baja productividad natural, no sólo sin disminuir el promedio de producción de riqueza, sino sin disminución en el punto inferior. Si se duplica la población, la tierra cuya productividad es sólo 20, puede dar a la misma cantidad de trabajo lo mismo que la tierra de productividad 30 daba antes. Pues no se debe olvidar, como a menudo se olvida, que la productividad, tanto de la tierra como del trabajo, no se ha de medir por una sola cosa, sino por todas las cosas deseadas. Un colonizador y su familia, a cien millas del poblado más próximo, pueden cosechar tanto maíz como podrían cosechar si sus tierras estuviesen en el centro de un distrito populoso. Pero en éste podrían ganarse la vida igualmente bien con el mismo trabajo en una tierra mucho más pobre o pagando renta en una tierra igual, porque en medio de una población mayor, su trabajo resultaría más eficaz; quizá no en la producción de maíz, pero si en la producción de riqueza en general; o sea, en la obtención de todas las mercancías y servicios que son el verdadero objeto de su trabajo. Salarios en Cantidad y en Proporción Supongamos tierras de calidades decrecientes. Naturalmente la mejor tierra será colonizada primero y, a medida que la población aumenta, la producción ocupará la de calidad inmediata inferior y así sucesivamente. Pero, como el aumento de población, al permitir mayores economías, aumenta la eficacia del trabajo, la causa que pone en explotación cada clase de tierra sucesivamente, aumentará al mismo tiempo la cantidad de riqueza que una igual cantidad de trabajo podría obtener de esta tierra. Pero aún haría más que esto; aumentaría el poder de producir riqueza en todas las tierras superiores ya en explotación. Si las relaciones de cantidad y calidad fuesen tales que el aumento de población aumentase la eficacia del trabajo más aprisa que la necesidad de recurrir a tierras menos productivas, aunque el margen de cultivo bajase y la renta subiese, la recompensa mínima del trabajo aumentaría. Es decir, aunque el salario bajase en proporción, subiría en cantidad. El promedio de producción de riqueza aumentaría. Si las relaciones fuesen tales que la creciente eficacia del trabajo compensase exactamente el descenso de productividad de la tierra a medida que ésta se pusiese en explotación, los resultados del aumento de población serían aumentar la renta, por el descenso del margen de cultivo, sin descenso de los salarios en cantidad, y aumentar el promedio de la producción. Si ahora suponemos que la población continúa aumentando, pero que entre la tierra inferior en uso y la tierra inmediatamente inferior a ella hay una diferencia tan grande, que no se puede compensar con la mayor eficacia que el aumento de población da al trabajo, la ganancia mínima del trabajo quedaría reducida y con la subida de la renta, el salario bajaría, no sólo en proporción, sino también en cantidad. Pero a no ser que el descenso en la calidad de la tierra fuese mucho más rápido de lo que es o podamos imaginar, el promedio de la producción aún aumentaría. El aumento de eficacia que resulta del crecimiento de población abarca todo el trabajo, y la ganancia en las tierras de calidad superior compensa con creces la menor producción de las tierras recientemente ocupadas. En comparación con el trabajo total, la producción total de riqueza será mayor, aunque su distribución será más desigual. De este modo, el aumento de población, al extender la producción a niveles naturales más bajos aumenta la renta y reduce el salario en proporción y puede reducirlo o no reducirlo en cantidad; el aumento de población raras veces puede reducir y probablemente nunca reduce la producción total en relación con el trabajo total efectuado; por el contrario, aumenta, a menudo en gran escala, la producción total. Efecto de los Inventos y Mejoras Mientras avancen la invención y las mejoras, continuamente aumentando la eficiencia del trabajo, el margen de producción se empujará más y más para abajo, y la renta subirá constantemente. El efecto de los inventos y perfeccionamientos en las artes productoras es ahorrar trabajo, esto es, permitir que se obtenga el mismo resultado con menos trabajo o un mayor resultado con el mismo trabajo. En un estado social en que el poder existente del trabajo sirviese para satisfacer todos los deseos materiales, y esta satisfacción no pudiese despertar otros nuevos, el efecto de las invenciones que ahorran trabajo sería simplemente reducir la cantidad de trabajo efectuado. En el estado social que llamamos civilizado, del que tratamos en esta investigación, ocurre todo lo contrario. La demanda no es una cantidad fija que sólo aumenta a medida que la población aumenta. En cada individuo, aumenta con su facultad de obtener las cosas deseadas. La cantidad de riqueza producida, en ningún sitio es la que corresponde al deseo de riqueza, y el deseo aumenta a cada nueva ocasión de satisfacerlo. Siendo así, el efecto de los inventos que ahorran trabajo será aumentar la producción de riqueza. Permítasenos recordar al lector que la posesión o producción de una clase cualquiera de riqueza equivale a la posesión o producción de cualquier otra clase con la cual puede cambiarse aquélla. El objeto del trabajo de cualquier individuo no es obtener una clase particular de riqueza, sino obtener riqueza de todas las clases que se acomoden a sus deseos. Por esto, un invento que permita un ahorro del trabajo necesario para producir una de las cosas deseadas, es equivalente a un aumento del poder para producir todas las demás cosas. Si la alimentación de un hombre requiere la mitad de su trabajo, y el vestido y la vivienda la otra mitad, un invento que aumente su poder para procurarse comida, aumenta también su poder para obtener ropa y habitación. Si sus deseos de más o mejor comida y de más o mejor ropa y vivienda fuesen iguales, un perfeccionamiento en una rama del trabajo equivaldría precisamente a un igual perfeccionamiento en la otra. Si el perfeccionamiento consistiese en duplicar el poder de su trabajo para producir comida, destinaría un tercio menos de trabajo a producirla y un tercio más a obtener vestido y habitación. Si el perfeccionamiento duplicase su poder para obtener ropa y vivienda, destinaría un tercio menos de trabajo a estas cosas y un tercio más a a producir comida. En ambos casos el resultado sería igual, el mismo trabajo le permitiría obtener un tercio más en cantidad o calidad de todas las cosas que desease. Y, asimismo, donde la producción se efectúa por la división del trabajo entre individuos diferentes, un aumento del poder para producir una de las cosas requeridas por la producción conjunta, aumenta el poder para obtener otras. Aumentará la producción de otras cosas en un grado determinado por la proporción en que se ahorra trabajo del total efectuado y por la intensidad relativa de los deseos. Mayor Eficacia Absorbida en Renta Mayor Como ejemplo de este resultado de la maquinaria e inventos que ahorran trabajo, supongamos un país en el cual, como en todas las naciones del mundo civilizado, la tierra esté en posesión de una parte del pueblo únicamente. Supongamos que una barrera permanente impide un ulterior aumento de población. Representemos por 20 el margen de cultivo o de producción. De este modo, la tierra con sus oportunidades naturales, en la cual la aplicación de trabajo y capital produciría un rendimiento de 20, daría exactamente el nivel corriente de salario e interés, sin producir ninguna renta; mientras que todas las tierras que rindiesen más de
CAPITULO 12
Si bien el crecimiento de población aumenta la renta por disminuir el margen de cultivo, es un error considerar esto como la única manera por la cual la renta sube a medida que la población aumenta. El aumento de población eleva la renta independientemente de las cualidades naturales de la tierra, porque el mayor poder de colaboración y cambio, que resulta del aumento de población, eleva la capacidad productiva de la tierra. El aumento de poder que resulta del aumento de población, origina un mayor poder del trabajo localizado en la tierra, no del trabajo en general, sino sólo del trabajo efectuado en una clase de tierra, y este poder se adhiere a la tierra del mismo modo que cualquier otra cualidad del suelo, el clima, el contenido mineral o la situación natural, y se transmite, igual que estas cualidades, con la posesión de la tierra. Un mejoramiento de los métodos de cultivo que, para una misma inversión, de dos cosechas al año en vez de una, o un perfeccionamiento de las herramientas y maquinarias que duplique el resultado del trabajo en una especial parcela de terreno, evidentemente tendrá sobre el producto el mismo efecto que si se hubiese duplicado la fertilidad de la tierra. Imaginemos ahora una llanura ilimitada, que se extiende en una continua igualdad de hierba y flores, árboles y arroyos, hasta cansar al viajero con su monotonía. Aparece la carreta del primer inmigrante. No sabe dónde establecerse, cada hectárea le parece tan buena como las demás. En cuanto al agua, la fertilidad, la situación, no hay preferencia posible y él se halla indeciso con la perplejidad de la abundancia. Cansado de buscar un lugar que sea mejor que los demás, se detiene en alguna parte, en cualquier sitio, y empieza a construirse una vivienda. El suelo es virgen y fértil, la caza abunda y los arroyos centellean con las mejores truchas. Aqui la naturaleza está en toda su magnificencia. El tiene lo que, si estuviese en un distrito populoso, le haría rico; no obstante, es muy pobre. Aun prescindiendo de la nostalgia que le haría dar la bienvenida al forastero más taciturno, él trabaja con todas las desventajas materiales de la soledad. No puede obtener auxilio temporal en ningún trabajo que requiera mayor suma de fuerzas que las que le proporcione su propia familia o el auxilio que pueda retener de un modo permanente. Aunque tiene ganado, no puede comer carne fresca a menudo, porque para tener un bistec tendría que matar un novillo. Ha de ser su propio herrero, carretero, carpintero y remendón, en una palabra, aprendiz de todo y maestro en nada. No puede llevar sus hijos a la escuela; para eso tendría que pagar y mantener a un maestro. Las cosas que él mismo no puede hacer, ha de comprarlas al por mayor y tenerlas a mano, o si no, pasarse sin ellas, pues no puede dejar a cada momento su trabajo y hacer un largo viaje hasta los confines de la civilización; y cuando se ve forzado a hacerlo, adquirir una medicina o reemplazar una barrena rota puede costarle el trabajo propio y de sus caballos durante varios días. En estas circunstancias, aunque la naturaleza sea fecunda, el hombre es pobre. Le es fácil obtener comida suficiente, pero, fuera de esto, su trabajo bastará sólo para satisfacer del modo más rudimentario las exigencias más sencillas. Pronto aparece otro inmigrante. Aunque cada sitio de la interminable llanura es tan bueno como todos los demás, ninguna duda le asalta respecto a dónde establecerse. Aunque la tierra es la misma, hay un lugar que para él es claramente mejor que cualquier otro, y es donde ya hay un colono y podrá tener un vecino. Se establece al lado del primer inmigrante, cuya situación mejora de súbito notablemente y al cual ahora le son posibles muchas cosas que antes no lo eran, pues dos hombres pueden prestarse mutuo auxilio para tareas que uno solo nunca podría realizar. Los Beneficios de
CAPITULO 13 CAUSA PRIMARIA DE LAS CRISIS ECONÓMICAS
Hay una causa, aún no tratada aquí, que se ha de tener en cuenta para explicar plenamente la influencia del progreso material en la distribución de la riqueza. Esta causa es la esperanza en el aumento del valor de las tierras, la cual en todos los países progresivos nace del constante aumento de la renta y conduce a la especulación o retención de tierra en busca de un precio más alto del que de otro modo tendría. Hasta aquí hemos admitido, como suele admitirse al explicar la teoría de la renta, que el cultivo se extiende a puntos menos productivos, sólo en la medida en que las oportunidades de los puntos más productivos van siendo completamente utilizadas. Pero en las sociedades que progresan rápidamente, donde el constante aumento de la renta da confianza para contar con futuros aumentos, no ocurre así. La segura expectativa de precios mayores, produce, en mayor o menor escala, los efectos de una confabulación de los propietarios, y en espera de precios más altos, tiende a sustraer la tierra al uso, forzando de este modo el margen de cultivo más lejos de lo requerido por las exigencias de la producción. Esto se puede ver en toda ciudad que crezca aprisa. Si la tierra de calidad superior en cuanto a situación, siempre se utilizase plenamente, antes de recurrirse a tierras de inferior calidad, no se dejarían solares vacantes a medida que la ciudad se extiende, ni encontraríamos desvencijados caserones en medio de espléndidos edificios. Estos solares, algunos de ellos extraordinariamente valiosos, se retienen fuera de uso o del pleno uso en que podrían emplearse, porque sus propietarios, no pudiendo o no queriendo explotarlos, prefieren, en espera del aumento del valor de la tierra, conservarlos para sacar un precio mayor del que ahora podrían sacar de los que desean explotarlos. Y a consecuencia de que esta dicha tierra fuera de uso o del pleno uso de que es capaz, se empuja el límite de la ciudad mucho más lejos del centro. Pero cuando llegamos a los confines de la ciudad que crece, al límite efectivo de edificación, que vendría a ser como el margen de cultivo si se tratara de la agricultura, no hallamos que se pueda comprar la tierra por su valor para fines agrícolas, como ocurriría si la renta fuese determinada solamente por las actuales necesidades; sino que encontramos que, hasta una gran distancia más allá de la ciudad, la tierra tiene un valor especulativo fundado en la creencia de que en el futuro se necesitara para fines urbanos; encontramos que, para llegar al punto en que se pueda comprar tierra a un recio que no sea basado en la renta urbana, hemos de ir mucho más allá del verdadero margen de uso urbano. Efectos de
CAPITULO 14 PERSISTENCIA DE POBREZA EN MEDIO DEL AUMENTO DE
Echad una mirada al mundo actual. En las naciones más diferentes en las más diversas condiciones de gobierno, industrias, aduanas y monedas, encontraréis pobreza entre las clases trabajadoras; pero donde quiera que halléis así apuros y privaciones en medio de la riqueza, veréis que la tierra está monopolizada; que para emplearla para el trabajo, se arrancan grandes rentas de las ganancias de éste. Echad una mirada al mundo actual comparando diferentes países, y veréis que no es la abundancia de capital ni la productividad del trabajo lo que hace los salarios altos o bajos, sino el grado en que los monopolizadores de tierra pueden exigir, como renta, tributos sobre las ganancias del trabajo. ¿No es un hecho que los países nuevos, donde la riqueza conjunta es poca, pero la tierra es barata, siempre son mejores, para las clases trabajadoras, que los países ricos, donde la tierra es cara? En las nuevas colonizaciones, en que la tierra es barata, no encontraréis mendigos, y a las desigualdades de posición son muy ligeras. En las grandes ciudades, en las que la tierra vale tanto que se mide por pies, encontraréis los extremos de la pobreza y del lujo. Y esta disparidad de situación entre los dos extremos de la escala social, siempre se puede medir por el precio de la tierra. Comparad diferentes épocas de un mismo país, y la misma relación es evidente. No hay, por ejemplo, misterio alguno respecto a la causa que tan súbita e intensamente subió los salarios en California en 1849. Fue el descubrimiento de los filones de oro en tierra sin dueño, de libre acceso al trabajo, lo que subió a quinientos dólares al mes el salario de los cocineros en los restaurantes de San Francisco y dejó los buques pudriéndose en el puerto, sin oficialidad ni tripulación, hasta que sus dueños decidieron pagar sueldos que en cualquier otra parte del mundo parecían fabulosos. Si aquellas minas hubiesen estado en tierra adueñada o hubiesen sido inmediatamente monopolizadas, de modo que hubiese podido surgir renta, los que habrían crecido a saltos, habrían sido los valores de la tierra, no los salarios. La veta de Comstock (Nota) ha sido más rica que aquellos filones, pero pronto fue monopolizada, y solamente gracias a la fuerte organización de la asociación de los mineros y al temor al perjuicio que ésta podía causar, pudieron los trabajadores ganar cuatro dólares al día por asarse a seiscientos metros bajo tierra, adonde se había de inyectar con bombas el aire que respiraban. (Nota)
CAPITULO 15 EXAMEN DE ALGUNOS REMEDIOS PROPUESTOS
El remedio que nuestras conclusiones señalan es a la vez radical y sencillo; por una parte, tan radical que no se examinará imparcialmente mientras quede alguna fe en la eficacia de medidas menos enérgicas; por otra parte, tan sencillo, que probablemente se desdeñará su verdadera eficacia y alcance, mientras no se tenga en cuenta el efecto de medidas más complicadas. Hay muchas personas que todavía mantienen una cómoda creencia en que el progreso material acabará por extirpar la pobreza, y hay muchos que consideran una prudente restricción del aumento de población como el remedio más eficaz; pero la falsedad de estas opiniones ya ha quedado bien demostrada. Examinemos ahora lo que se puede esperar de:
1) una mayor economía en el gobierno;
2) mejores hábitos de laboriosidad y ahorro, y mejor instrucción de las clases trabajadoras;
3) la coalición de los trabajadores para aumentar los salarios;
4) la cooperación del trabajo y el capital;
5) la dirección e intervención gubernamental;
6) una más general distribución de tierra. Mayor Economía en el Gobierno El malestar social se ha atribuido en gran parte a las inmensas cargas que los actuales gobiernos imponen, las grandes deudas, los presupuestos militares y navales, la prodigalidad propia de los gobernantes tanto republicanos como monárquicos y especialmente característica de la administración de las grandes ciudades.
Parece, pues, haber una evidente relación entre las inmensas sumas que así se sacan del pueblo y las privaciones de las clases más bajas y, viéndolo superficialmente, parece natural suponer que una reducción en esas enormes cargas inútiles, facilitarla al más pobre el ganarse la vida. Pero, al examinar esta cuestión a la luz de los principios económicos anteriormente expuestos, se ve que no resultaría así. Una reducción en la cantidad que los impuestos substraen del producto total, equivaldría simplemente a un aumento del poder productivo neto. De hecho aumentaría el poder productivo, del mismo modo que lo aumentan la mayor densidad de población y el perfeccionamiento de las artes. Y así como, en este caso, la ventaja va a parar a los propietarios de la tierra, también va a éstos la ventaja en aquel otro. La situación de quienes viven de su trabajo, no mejoraría en definitiva. Un confuso presentimiento de ello cunde entre las masas. Los que no tienen sino su trabajo, se preocupan poco de la prodigalidad del gobierno y, en muchos casos, están dispuestos a mirarla como una cosa buena, que «da trabajo» o «hace correr el dinero». Entendedme bien. No digo que la buena administración gubernamental no sea deseable, sino sencillamente que la reducción en los gastos del gobierno no puede actuar directamente extirpando la pobreza y aumentando los salarios, mientras la tierra esté monopolizada. Si bien esto es cierto, sin embargo, aun por lo que sólo se refiere a la conveniencia de las clases bajas, no se debe escatimar ningún esfuerzo encaminado a reprimir gastos inútiles. Cuanto más complejo y pródigo se vuelve el gobierno, tanto más se convierte en un poder distinto e independiente del pueblo, y tanto más difícil es llevar a una decisión popular las cuestiones de verdadero interés general. Tan grande es el influjo del dinero en la política, tan importantes los intereses personales comprometidos en ella, que el elector promedio, con sus prejuicios, partidismos y conceptos generales, sólo presta poca atención a las cuestiones fundamentales de gobierno. Si no fuese así, no habrían sobrevivido tantos abusos antiguos ni se habrían podido añadir tantos nuevos. Todo lo que tienda a simplificar y abaratar el gobierno, tiende a someterlo a la vigilancia popular y a dar la preferencia a las cuestiones de verdadera importancia. Pero ninguna reducción de los gastos de gobierno puede por sí misma curar o mitigar los males que nacen de una constante tendencia a la desigual distribución de la riqueza. Mejores Hábitos de Laboriosidad y Ahorro Hay y ha habido siempre entre las clases más acomodadas una general creencia en que la pobreza y el sufrimiento de las masas son debidos a su falta de laboriosidad, sobriedad e inteligencia. Esta creencia, que atenúa el sentimiento de responsabilidad, a la vez que halaga, sugiriendo una idea de superioridad, es completamente natural para quienes pueden atribuir su mejor situación a la mayor laboriosidad y sobriedad que les ha dado una ventaja inicial, y a la superior inteligencia que les ha permitido aprovechar las buenas ocasiones. Pero cualquiera que haya entendido bien las leyes de la distribución de la riqueza, que se han averiguado en capítulos anteriores, verá el error de esta opinión. Pues, cuando la tierra adquiere un valor, los salarios, como hemos visto, no dependen de los verdaderos frutos o productos del trabajo, sino de lo que queda al trabajo, una vez descontada la renta; y cuando toda la tierra está monopolizada, la renta ha de bajar los salarios hasta el punto en que las clases menos pagadas apenas puedan vivir. De este modo los salarios se reducen a un mínimo fijado por lo que se llama nivel de vida o sea, la cantidad de artículos de necesidad que, por la costumbre, los trabajadores exigen como lo menos que aceptarán. Siendo así, la laboriosidad, destreza, sobriedad e inteligencia sólo pueden ser provechosos al individuo en tanto que excedan del promedio general, del mismo modo que en una carrera, la velocidad sólo aprovechará al corredor en cuanto exceda la de sus competidores. Si un hombre trabaja con ahínco, destreza o inteligencias mayores que los usuales, prosperará; pero si se eleva el promedio de la laboriosidad, destreza o inteligencia, la mayor intensidad del esfuerzo sólo asegurará el antiguo nivel de salarios, y el que quiera sobrepasarlo tendrá que trabajar aún con más tesón. Un individuo puede ahorrar dinero de sus salarios, y muchas familias pobres podrían vivir más desahogadamente, si se les enseñara a preparar comidas baratas. Pero si toda la clase obrera se pusiese a vivir de esta manera, los salarios acabarían por bajar en proporción, y el que quisiese salir adelante practicando el ahorro o atenuar la pobreza enseñando a ahorrar, se vería obligado a idear una manera aún más barata de mantener juntos el cuerpo y el alma. Si en las circunstancias actuales, los operarios americanos se redujesen al nivel de vida chino, sus salarios acabarían por bajar hasta el promedio de los salarios chinos; si los trabajadores ingleses se contentasen con la dieta de arroz y la escasa indumentaria de los bengaleses, pronto el trabajo sería tan mal pagado en Inglaterra como en Bengala. De la adopción de las patatas en Irlanda se esperó un mejoramiento de la situación de las clases más pobres, por aumentar la diferencia entre el salario recibido y el costo de la vida. El resultado fue un alza de la renta y un descenso de los salarios y, con la peste de las patata, los estragos del hambre en un pueblo que ya había reducido tanto su nivel de vida, que el paso siguiente fue la muerte. Y, así, si un individuo trabaja más horas que el promedio, aumentará su salario; pero los salarios de todos no se pueden aumentar de esta manera. En las ocupaciones en que la jornada de trabajo es larga, el salario no es más alto que en las de jornada corta; generalmente ocurre lo contrario; porque cuanto más larga es la jornada, más desamparado está el trabajador, menos tiempo tiene para mirar en torno suyo y desarrollar otras facultades que las que su trabajo requiere; tanto menor resulta su posibilidad para cambiar de ocupación o sacar partido de las circunstancias, Y así, un trabajador, con la ayuda de su mujer y sus hijos, puede aumentar sus ingresos, pero cuando es habitual que la mujer y los hijos complementen el trabajo, el salario ganado por toda la familia no excede, por término medio, al salario del jefe de familia en ocupaciones donde es costumbre que sólo él trabaje. Mejor Instrucción Respecto a los efectos de la instrucción, es evidente que la inteligencia, que es o debería ser su finalidad, en tanto que no incite y facilite a las masas descubrir y suprimir la causa de la injusta distribución de la riqueza, sólo puede actuar en los salarios aumentando el poder productivo del trabajo. Da el mismo resultado que una mayor destreza o laboriosidad. Y sólo puede elevar el salario del individuo en cuanto le hace superior a los demás. Cuando leer y escribir eran una habilidad poco frecuente, un escribiente alcanzaba gran estima y alto salario, pero ahora el saber leer y escribir está tan generalizado que ya no reporta ninguna ventaja. Excepto en cuanto produce en los hombres descontento por un estado de cosas que condena a los productores a una vida de fatigas, mientras que quienes no producen se mecen en el lujo, la difusión de los conocimientos no puede tender a subir los salarios en general ni a mejorar de ninguna manera la situación de la clase más baja. Una mayor laboriosidad y destreza, una mayor prudencia y una más elevada inteligencia van, por regla general, asociadas a una mejor situación material de las clases trabajadoras; pero que esto es un efecto y no la causa, se ve por la relación entre los hechos. Donde quiera que la situación material de las clases trabajadoras ha mejorado, ha seguido el mejoramiento de sus cualidades personales y donde quiera que la situación material ha descendido, aquellas cualidades han decaído. El hecho es que las cualidades que elevan al hombre sobre los animales, están superpuestas a las que comparte con éstos y que solamente en tanto que se ve libre de las exigencias de su naturaleza animal, pueden desarrollarse sus cualidades intelectuales y morales. Obligad a un hombre a fatigarse por las exigencias de la vida animal y perderá el estímulo para la laboriosidad, progenitora de la destreza, y sólo hará lo que esté obligado a hacer. Ponedle en una situación que no pueda ser mucho peor, con pocas esperanzas de mejorarla mucho por más que haga y este hombre ya no mirará más allá del día presente. Verdad es que el mejoramiento de la situación material de un pueblo o una clase puede no manifestarse en seguida en el mejoramiento intelectual y moral. El aumento de salarios puede al principio invertirse en holganza y derroche. Pero al cabo aportará un aumento de laboriosidad, destreza, inteligencia y ahorro. Comparaciones entre países diferentes; entre clases distintas de un mismo país; entre la misma gente en épocas diferentes; y entre las situaciones de unas mismas personas, cuando las ha cambiado la emigración, muestran, como invariable resultado, que las cualidades personales de que estamos hablando aparecen cuando la situación material mejora y desaparecen cuando ésta decae. Para hacer a un pueblo laborioso, prudente, hábil e inteligente, se ha de redimir de la penuria. Si queréis que el esclavo tenga las virtudes del hombre libre, primeramente tenéis que hacerle libre. Coalición de los Trabajadores Sin duda, aumentar el salario en algunas industrias o profesiones especiales, que es todo lo que han podido intentar las uniones obreras, es una tarea cuyas dificultades aumentan cada vez más. Pues cuanto mayor es el salario de una clase especial, más fuertes son las tendencias a bajarlo otra vez. Todo lo que las uniones obreras, aun apoyándose entre sí, pueden hacer en cuestión de subir los salarios es relativamente poco, y, además, este poco queda limitado a su propio campo de acción. El único modo de elevar los salarios en una medida importante y con cierta permanencia sería por medio de una coalición general que abarcase todos los trabajadores de las diversas clases, como han deseado las Internacionales. Pero esto se puede dar por imposible en la práctica, pues las dificultades para coaligarse, ya bastante grandes en las profesiones menos difundidas y mejor pagadas, van aumentando a medida que se desciende en la escala de profesiones. En la lucha de resistencia no se debe olvidar cuáles son las partes beligerantes. No son el trabajo y el capital. Son los trabajadores por un lado y los propietarios de tierra por el otro. Si la contienda fuese entre el trabajo y el capital, las fuerzas estarían mucho más igualadas. Porque la capacidad de resistencia del capital es solamente un poco mayor que la del trabajo. El capital, cuando no se utiliza, no sólo deja de ganar, sino que se disipa, pues en casi todas sus formas, sólo se conserva por medio de su continua reproducción. En cambio, la tierra no se muere de hambre como los trabajadores, ni se disipa como el capital y sus propietarios pueden aguardar. Pueden sentirse incómodos, es verdad, pero lo que para ellos es molestia, para el capital es destrucción y para el trabajo es morirse de hambre. Además de estas dificultades prácticas en el plan de subir los salarios a fuerza de aguante, estos procedimientos tienen desventajas propias que los obreros no deberían desdeñar. Una huelga, que es el único recurso de la unión obrera para dar fuerza a sus peticiones, es una contienda destructiva, como la contienda a que, en los primeros tiempos de San Francisco, un extravagante apodado «el rey del dinero», desafió a un provocador: irse alternando en echar a la bahía monedas de veinte dólares hasta que uno de ellos se rindiese. La lucha de resistencia, que una huelga implica, es realmente aquello con que a menudo se la compara, una guerra, y como toda guerra, disminuye la riqueza. Y la organización que requiere, como la organización para la guerra, ha de ser tiránica. Si incluso el hombre que va a luchar por la libertad, al entrar en el ejército, ha de renunciar a su libertad personal y convertirse en una simple parte de una gran máquina, lo mismo ha de ocurrir a los trabajadores que se organizan para una huelga. Por consiguiente, estas coaliciones forzosamente han de destruir las mismas cosas que con ellas los trabajadores quieren obtener: riqueza y libertad. Cooperación Hay dos clases de cooperación: de suministro o «consumo» y de producción. La cooperación de suministro, por mucho que llegue a evitar los intermediarios solamente reduce el coste de los cambios. Es sencillamente un medio de ahorrar trabajo y eliminar riesgo, y su resultado solamente puede ser el mismo de los perfeccionamientos e inventos que en la época moderna tan maravillosamente han abaratado y facilitado los cambios, a saber, aumentar la renta. Y la cooperación en la producción es simplemente sustituir los salarios fijos por salarios proporcionales, substitución de la cual hay ejemplos en casi todas las ocupaciones. O si se deja a los trabajadores la administración y los capitalistas obtienen solamente su proporción del producto neto, es el sistema que en gran extensión se practica en la agricultura europea desde los tiempos del imperio romano, el sistema de colonos o aparcería. Cuanto se pretende de la cooperación en la producción es que hace a los trabajadores más activos y habilidosos, en otras palabras, que aumente la eficacia del trabajo. De este modo, sus efectos son semejantes a los de la máquina de vapor, la carda de algodón, la máquina segadora, en suma, todas las cosas que constituyen el progreso material y sólo puede producir el mismo resultado, el aumento de la renta. Suponed que la cooperación, sea de consumo, sea de producción, se extiende de tal modo que suplanta los procedimientos actuales; que los talleres, fábricas, granjas y minas cooperativos suprimen el patrono capitalista que paga salarios fijos, y que aumentan grandemente la eficacia de la producción. ¿Qué ocurriría? Pues, sencillamente, resultaría posible producir la misma cantidad de riqueza con menos trabajo, y por consiguiente, los que poseyesen la tierra, fuente de toda riqueza, podrían exigir una cantidad mayor de riqueza por el uso de su tierra. Los métodos y maquinarias perfeccionados tienen el mismo efecto a que la cooperación aspira; reducen el costo de llevar las mercancías al consumidor y aumentan la eficacia del trabajo. En estos aspectos estriba la ventaja de los países viejos sobre los países nuevos. Pero, como la experiencia demuestra, la ventaja de los perfeccionamientos en los métodos y maquinarias de la producción y del cambio, van a parar solamente a la renta. Pero, supongamos la cooperación entre productores y propietarios de tierra. Esto sencillamente equivaldría al pago de la renta en especies, el mismo sistema por el cual se arrienda mucha tierra en California y los Estados del Sur, donde el propietario obtiene una parte de la cosecha. Excepto en cuanto a la valoración, en nada difiere del sistema de renta fijada en dinero, que prevalece en Inglaterra. Llamadle cooperación si queréis, pero también así, el contrato de la cooperación será fijado por la ley de la renta y donde quiera que la tierra esté monopolizada, el aumento del poder productivo sencillamente dará a los propietarios el poder para exigir una parte mayor. El que muchos crean que la cooperación soluciona la cuestión del trabajo, viene del hecho que donde se ha ensayado, en muchos casos ha mejorado perceptiblemente la situación de los que cooperan. Pero esto se debe sencillamente al hecho de tratarse de casos aislados. Así como la laboriosidad, el ahorro o la destreza pueden mejorar la situación de los trabajadores que los poseen en grado superior, pero dejan de dar este resultado cuando dichas cualidades se generalizan, también una facilidad especial en la obtención de mercancías o una especial eficacia dada a algún trabajo, pueden proporcionar ventajas, que se perderán cuando estos perfeccionamientos se generalicen bastante para afectar a las relaciones generales de la distribución. La cooperación no puede producir ningún resultado general que no pueda ser producido por la competencia. No es por culpa de la competencia que el aumento del poder productivo no llega a aumentar la recompensa del trabajo; es porque la competencia es unilateral. La tierra está monopolizada, y la competencia de los productores por usarla, baja los salarios hasta el mínimo y da a los propietarios de tierra, en forma de rentas más altas y valores de la tierra aumentados, todas las ventajas del aumento de productividad. Destruid este monopolio, y la competencia sólo podrá existir para cumplir la finalidad que la cooperación se propone, dar a cada uno lo que honradamente se gana. Destruid este monopolio y la producción quedará convertida en una cooperación entre iguales. Dirección e Intervención Gubernamental No es posible examinar aquí en detalle los métodos propuestos para mitigar o suprimir la pobreza regulando la producción y acúmulo y que en su forma más completa se denominan socialismo. Ni es necesario, porque los mismos defectos aquejan a todos ellos. Consisten éstos en sustituir la libertad de acción individual por la dirección gubernamental, y el intento de obtener por la restricción lo que mejor se obtendría con la libertad. Es evidente que cuanto huele a reglamentación y restricción es malo en sí, y no debe recurrirse a ello mientras haya otra manera de llegar al mismo fin. Elijamos como ejemplo una de las más sencillas y suaves medidas de esta clase a que me refiero, un impuesto progresivo sobre los ingresos. El objeto a que aspira, el reducir o evitar inmensas concentraciones de riqueza, es bueno; pero el procedimiento implica el empleo de un gran número de funcionarios revestidos de poderes inquisitoriales. Las tentaciones de soborno y perjurio y de todos los demás medios de evasión desmoralizan la opinión, premian, subvencionan la falta de escrúpulos y ponen un tributo sobre la rectitud de conciencia. Y por último, en la misma medida en que el impuesto logra su objeto, mengua el estímulo para acumular riqueza, que es una de las grandes fuerzas del progreso de la producción. Si se pudiera realizar los complicados planes de reglamentarlo todo y encontrar un sitio para cada uno, tendríamos, en vez de una inteligente adjudicación de deberes y pagas, una distribución romana de trigo siciliano y pronto el demagogo se trocaría en emperador. El ideal del socialismo es grande y noble; y estoy convencido de que es posible realizarlo; pero este estado social no puede ser fabricado, ha de desarrollarse. La sociedad es un organismo, no una máquina. Solamente puede vivir por la vida individual de sus partes. Y en el desarrollo libre y natural de todos sus elementos se obtendrá la armonía del conjunto. Todo lo que es necesario para la regeneración social está incluido en el lema de los patriotas de los rusos, a veces llamados nihilistas: «¡Tierra y Libertad!». Distribución más General de Tierras Está cundiendo rápidamente la idea de que la forma de posesión del suelo está de algún modo unida al malestar social, pero hasta ahora, la mayor parte de las veces esta idea se muestra en proposiciones encaminadas a una mayor división de la propiedad territorial. Si las grandes extensiones de tierra se pueden cultivar más económicamente que las pequeñas parcelas, limitar la propiedad a pequeñas extensiones será reducir la producción total de riqueza. Pero esta objeción no es la única. Hay otra que es decisiva y es que la reducción no asegurará el único fin digno de pretenderse, una justa distribución del producto. No reducirá la renta y por lo tonto no puede aumentar los salarios. Puede hacer más numerosa la clase acomodada, pero no mejorará la situación de las clases inferiores. Si lo que en el Ulster se llama derecho del arrendatario, se extendiese a toda
CAPITULO 16 EL ENIGMA RESUELTO —
Para suprimir un mal hay un solo medio, que es suprimir su causa. Para extirpar la pobreza, para convertir los salarios en lo que la justicia ordena que sean, la plena ganancia del trabajador, hemos de sustituir la propiedad individual de la tierra por la propiedad común de la misma. Ningún otro medio llegará hasta la causa del mal, en ningún otro medio radica la más leve esperanza. Pero esta es una verdad que, en el estado actual de la sociedad ha de despertar el más rudo antagonismo y que tendrá que luchar para abrirse paso palmo a palmo. Por esto será necesario salir al encuentro de las objeciones de quienes, aun viéndose obligados a admitir esta verdad, declararán que no puede ser aplicada a la práctica. Al hacerlo así, someteremos nuestro anterior razonamiento a una nueva prueba definitiva. Del mismo modo que probamos la suma con la resta y la multiplicación con la división, al probar la suficiencia del remedio, podremos probar la corrección de nuestras conclusiones respecto a la causa del mal. Las leyes del universo son armónicas. Y si el remedio a que hemos venido a parar es el verdadero, ha de estar conforme con la justicia; ha de ser posible aplicarlo en la práctica; ha de estar de acuerdo con las tendencias del desenvolvimiento social y ha de armonizar con otras reformas. Me propongo demostrar que esta sencilla medida no solamente es fácil de aplicar, sino que es un remedio suficiente para todos los males que, a medida que el moderno progreso avanza, nacen de la creciente desigualdad en la distribución de la riqueza; que substituirá la desigualdad por la igualdad, la penuria por la abundancia, la injusticia por la justicia, la debilidad social por el vigor social y que abrirá camino a mayores y más nobles adelantos de la civilización. Pero queda una cuestión de método. ¿Cómo hemos de hacerlo? Satisfaríamos la ley de la justicia, cumpliríamos todos los requisitos económicos, aboliendo de golpe todos los derechos de propiedad particular de tierra; declarando ésta de propiedad pública y arrendándola, en lotes al mejor postor, en condiciones que respetasen como sagrado el derecho de propiedad particular de las mejoras. De esta manera aseguraríamos en una sociedad más compleja la misma igualdad de derechos que en una sociedad más tosca se aseguraba por repartos iguales del suelo y, al otorgar el uso del suelo a quienquiera le sacase el máximo producto, aseguraríamos la máxima producción. Pero semejante plan, aunque completamente factible, no me parece el mejor. Hacer esto implicaría molestar sin necesidad las actuales costumbres y maneras de pensar, lo cual debe evitarse. Hacer esto implicaría aumentar sin necesidad la maquinaria gubernamental, lo cual debe evitarse. Es un axioma político, comprendido y aplicado por los fundadores afortunados de las tiranías, que los grandes cambios se pueden realizar mejor bajo las antiguas formas. Nosotros, que queremos libertar al hombre, hemos de fijarnos en esta verdad. Es el método natural. Cuando la naturaleza va a formar un tipo superior, toma otro inferior y lo desarrolla. Esta es también la ley del desarrollo social. Trabajemos conforme a la misma. Con la corriente nos deslizaremos aprisa y lejos. Contra ella hay que remar mucho y se avanza poco. No propongo comprar ni confiscar la propiedad privada de la tierra. Lo primero sería injusto; lo segundo, innecesario. Dejad a los individuos que ahora la ocupan, conservar todavía, si gustan, la posesión de lo que les place llamar su tierra. Dejadles que sigan llamándola suya. Dejadles comprarla y venderla, donarla y legarla. No es necesario confiscar la tierra; hasta confiscarla renta. Para tomar la renta para usos públicos, tampoco es necesario que el Estado cargue con la tarea de arrendar las tierras. No es necesario crear nuevos organismos oficiales. El organismo oficial ya existe. En vez de aumentarlo, todo lo que hemos de hacer es simplificarlo y reducirlo. Utilizando la organización actual, podemos, sin molestias ni trastornos, asegurar el derecho común a la tierra, tomando la renta para usos públicos. Ya se cobra en impuestos algo de la renta. Para recaudarla toda bastaría hacer algunos cambios en nuestro sistema tributario. Por esto lo que yo propongo es apropiarse la renta de la tierra por medio del impuesto. En su forma, la posesión de la tierra quedaría tal como está ahora. No se necesita desposeer a ningún propietario ni restringir la cantidad de tierra que cualquiera puede tener. Porque, recaudando el Estado la renta en impuestos, la tierra, esté a nombre de quienquiera y parcelada como quiera, será realmente propiedad común y todos los individuos de la sociedad participarán de las ventajas de su propiedad. Pues bien, como el impuesto sobre la renta o valor de la tierra ha de aumentarse necesariamente, así que suprimamos los demás impuestos, podemos dar al método una forma práctica proponiendo abolir todos los impuestos excepto el impuesto sobre el valor de la tierra. Como hemos visto, el valor de la tierra en los comienzos de la sociedad es nulo, pero, a medida que ésta se desarrolla con el aumento de población y el avance de las artes, va aumentando cada vez más. Por esto no basta poner solamente todos los impuestos sobre el valor de la tierra. Donde la renta exceda a los actuales ingresos gubernamentales, será necesario aumentar, como corresponda, la cantidad exigida en impuestos y continuar este aumento a medida que la sociedad progrese y la renta suba. Pero esto es una cosa tan natural y fácil que puede considerarse implícita o por lo menos sobreentendida en la proposición de poner todos los impuestos sobre el valor de la tierra. Dondequiera que la idea de concentrar todos los impuestos sobre el valor de la tierra halla atención suficiente para inducir a considerarla, invariablemente se abre paso. Pero, en las clases más beneficiadas por esa idea, son pocos los que, por lo menos al principio, o aún mucho tiempo después, ven toda su importancia y fuerza. Les es difícil a los obreros superar la creencia de que hay un verdadero antagonismo entre el capital y el trabajo. Les es difícil a los pequeños labradores y dueños de vivienda propia superar la creencia de que poner todos los impuestos sobre el valor de la tierra sería gravarles indebidamente. Les es difícil a ambas clases superar la creencia de que eximir de impuestos al capital sería hacer más rico al rico y más pobre al pobre. Estas creencias provienen de confusión en el pensamiento. Pero detrás de la ignorancia y el prejuicio hay unas conveniencias poderosas que hasta ahora han dominado la literatura, la enseñanza y la opinión. Una gran injusticia siempre tiene la muerte difícil y la gran injusticia que en todos los países civilizados condena las multitudes a la pobreza y la penuria no morirá sin un rudo forcejeo.
CAPITULO 17 PRUEBA DE
Puesto que toda discusión popular ha de tratar de lo concreto más que de lo abstracto, podemos someter el remedio que he propuesto a la prueba de las normas tributarias admitidas. Haciéndolo así, se podrán ver algunos aspectos incidentales que de otro modo pasarían inadvertidos. El mejor impuesto por el que se pueden obtener los ingresos públicos es, sin duda, el que satisfaga más plenamente las condiciones siguientes: Que grave lo menos posible la producción, para impedir lo menos posible el aumento del fondo general del cual hay que pagar los impuestos y mantener la sociedad. Que su recaudación sea fácil y barata y recaiga tan directamente como se pueda sobre quienes en definitiva lo pagan, para así tomar del pueblo lo menos posible en edición a lo que rinde al gobierno. Que sea cierto, para dar la mínima ocasión a abusos o sobornos por parte de los funcionarios y la mínima tentación a infracciones y evasiones por parte de los contribuyentes. Que grave equitativamente, para que a ningún individuo le dé una ventaja o le imponga una desventaja respecto a los demás. Examinemos qué forma de impuesto cumple mejor estas condiciones. Cualquiera que ella sea, será sin duda el mejor medio para recaudar los ingresos públicos. Efectos Sobre
CAPITULO 19
El descubrimiento de oro en California hizo regresar a los hombres a sus primeros principios, y se declaró por acuerdo que esta tierra cargada de oro quedase de propiedad común. El tratar la tierra como propiedad individual está tan plenamente reconocido en nuestras leyes, maneras y costumbres, que a la gran mayoría de la gente nunca se le ocurre ponerlo en tela de juicio, y, por el contrario, se considera necesario para el uso de la tierra. Si fuese verdad que la tierra siempre ha sido tratada como propiedad particular, esto no probaría la justicia o necesidad de continuar tratándola así. No lo probaría más que la existencia universal de la esclavitud, en otros tiempos plenamente reconocida, demostraría la justicia o necesidad de la propiedad de la carne y sangre humana. Donde quiera que podamos averiguar la historia primitiva de la sociedad, sea en Asia, Europa, África, América o Polinesia, la tierra ha sido considerada propiedad común. Es decir, todos los individuos de la colectividad tenían igual derecho al uso y disfrute de la tierra de la colectividad. Este reconocimiento del derecho común a la tierra no impedía el pleno reconocimiento del derecho particular y exclusivo sobre las cosas que resultan del trabajo, ni se abandonó cuando el desarrollo de la agricultura impuso la necesidad de reconocer la posesión exclusiva de la tierra para asegurar el disfrute exclusivo de los resultados del trabajo ejercido en el cultivo. El reparto de la tierra entre las unidades productoras, fuesen familias, reuniones de familias o individuos, sólo llegó hasta lo necesario para aquel propósito. Creo que en todas partes se pueden averiguar las causas que han actuado suplantando el primitivo concepto del igual derecho al uso de la tierra por el concepto de derechos exclusivos y desiguales. En todas partes son las mismas que han conducido a negar los iguales derechos personales y a establecer clases privilegiadas. Estas causas pueden resumirse en la concentración del poder en manos de jefes y castas militares, a consecuencia de una situación bélica, que les permitió monopolizar las tierras comunes. Grecia y Roma La lucha entre el concepto del igual derecho al suelo y la tendencia a monopolizarlo en posesión individual fue la causa de los conflictos internos en Grecia y en Roma; y fue el triunfo final de esta tendencia lo que destruyó ambas naciones. Las grandes propiedades arruinaron a Grecia, como más tarde «las grandes propiedades arruinaron a Italia» (Latifundia perdidere Italiam. -- Plinio ) Y corno el suelo, a pesar de las advertencias de grandes legisladores y estadistas, quedó finalmente en posesión de unos pocos, la población declinó, sucumbió el arte, afeminose la inteligencia y el pueblo en que la humanidad había alcanzado su más espléndido desarrollo se convirtió de burla y oprobio entro los hombres. La idea de la absoluta propiedad individual de la tierra, que la moderna civilización heredó de Roma, alcanzó allí su completo desarrollo en tiempos históricos. Cuando la futura dueña del mundo se dejó ver por primera vez, cada ciudadano tenía su pequeño terreno y hogar que eran inalienables y «la tierra de pan llevar, que era de derecho público», estaba sujeta al uso común. Fue de este dominio público, constantemente extendido por la conquista, de donde los patricios lograron sacar sus grandes propiedades. Estas, por el poder con que lo mayor atrae lo menor, y a pesar del freno pasajero de limitaciones legales y repartos periódicos, arruinaron a los pequeños propietarios. Los pequeños patrimonios se incorporaron a los latifundios de los enormemente ricos, mientras los pequeños propietarios se vieron forzados a entrar en las brigadas de esclavos, se hicieron «colonos» arrendatarios o bien fueron arrojados a las provincias extranjeras recién conquistadas, donde se daba tierra a los veteranos de las legiones; o a la metrópoli, a engrosar las filas del proletariado que no tenía para vender sino sus votos. El cesarismo, que pronto se convirtió en un desenfrenado despotismo de tipo oriental, fue el inevitable resultado político; y del imperio, incluso cuando abarcaba el mundo, en realidad sólo quedó la corteza, cuyo desplome sólo se evitaba por la vida más sana de las fronteras, donde la tierra se había repartido entre los colonos militares o donde sobrevivieron más tiempo las antiguas costumbres. Pero los latifundios, que habían devorado el vigor de Italia, se arrastraron tenazmente hacia fuera, cortando la superficie de Sicilia, África, España y Galia en grandes posesiones cultivadas por esclavos o arrendatarios. Las robustas virtudes nacidas de la independencia personal se extinguieron. Una agricultura agotadora empobreció el suelo, y las bestias salvajes suplantaron a los hombres, hasta que al fin irrumpieron los bárbaros. Roma pereció, y de una civilización antes tan soberbia quedaron solamente las ruinas. Tenencia Feudal El sistema feudal, que no es peculiar de Europa, sino que parece el resultado natural de la conquista de un país ocupado, efectuada por una raza entre la cual la igualdad y la individualidad son todavía vigorosas, reconocía claramente, por lo menos en teoría, que la tierra pertenece a toda la sociedad, no al individuo. En el plan feudal, las tierras de la corona sostenían gastos públicos que ahora se incluyen en la lista civil; las tierras de
De igual modo, la abolición de las tenencias militares en Inglaterra por el Parlamento Largo, ratificada después del advenimiento de Carlos II, fue simplemente una apropiación de las rentas públicas por los propietarios feudales, que así se libraron del deber por el cual detentaban la propiedad común de la nación y lo endosaron a todo el pueblo en impuestos sobre todos los consumidores. También a esa abolición se la presentó durante mucho tiempo y todavía se la presenta en los libros de leyes, como un triunfo del espíritu de libertad. Sin embargo, esa abolición es el origen de las inmensas deudas y los pesados impuestos en Inglaterra. Si sólo se hubiese cambiado la forma de estos derechos feudales por otra mejor adaptada a los tiempos cambiados, las guerras inglesas nunca hubieran dado ocasión a contraer deudas ni de una sola libra, y el trabajo y el capital de Inglaterra no hubieran tenido que pagar ni un solo ochavo en impuestos para sostener los gastos militares. Todo ello hubiese salido de la renta que, desde aquella época, los terratenientes se han apropiado.
CAPITULO 20
EL JUSTO FUNDAMENTO DE
Aunque a menudo desviado en las más torcidas formas por el hábito, la superstición y el egoísmo, el sentimiento de justicia, es, sin embargo, fundamental en la mente del hombre, y cualquiera que sea la discusión promovida por las pasiones humanas, seguramente no se debatirá tanto por la cuestión «¿Es prudente?» como por la cuestión «¿Es justo?».
La tendencia de las discusiones populares a tomar una forma ética tiene una causa. Procede de una ley de la mente humana; se apoya en un reconocimiento vago e instintivo de lo que probablemente es la verdad más honda que podemos alcanzar. Que sólo lo justo es prudente; que sólo lo justo es duradero.
¿Qué constituye el fundamento justo de la propiedad? ¿Qué es lo que permite a un hombre decir de una cosa «es mía» con justicia? ¿De qué procede el sentimiento que reconoce su exclusivo derecho aun frente a todo el mundo? ¿No es, en primer lugar, el derecho del hombre a sí mismo, al uso de sus propias facultades, al goce de los frutos de su propio esfuerzo? Este derecho individual, originado y atestiguado por los hechos naturales de la organización individual (el hecho de que cada par de manos obedece a su propio cerebro y se relaciona con su propio estómago, el hecho de que cada hombre es un conjunto definido, coherente, independiente), ¿no es lo único que justifica la propiedad particular? Así como el hombre se pertenece a sí mismo, también su trabajo puesto en forma concreta le pertenece. Y por esta razón, lo que un hombre hace o produce es suyo, aun contra todo el mundo. Nadie más puede reclamarlo justamente, y su exclusivo derecho a ello no implica daño alguno a nadie más.
Por esto hay un derecho claro e indiscutible a la exclusiva posesión y disfrute exclusivos, de todo lo producido por el esfuerzo humano, derecho que es perfectamente justo, porque dimana del primer productor, a quien la ley natural se lo otorga.
Origen del Título de Propiedad
Ahora bien, esto no es sólo la fuente original de toda idea de propiedad exclusiva (como lo prueba la natural tendencia mental a retroceder a ello, cuando se discute dicha idea de propiedad exclusiva y la manera de desarrollarse las relaciones sociales), sino que necesariamente es la única fuente. No puede haber ningún otro justo título de propiedad de una cosa sino el que deriva del título de productor y que se funda en el derecho del hombre a sí mismo. No puede haber otro justo título, porque no hay ningún otro derecho natural, del cual se pueda derivar ningún otro titulo, y porque el reconocimiento de cualquier otro título es incompatible con éste y lo anula.
Porque, ¿qué otro derecho hay, del cual pueda derivarse el derecho a la exclusiva propiedad de algo, si no es el derecho del hombre a si mismo? ¿De qué otro poder reviste la naturaleza al hombre, sino el poder de ejercer sus propias facultades? ¿De qué otro manera puede él actuar o influir sobre las cosas materiales o los otros hombres? Paralizad sus nervios motores, y el hombre no tendrá más influencia o poder que un tronco o una piedra. ¿De qué otra cosa puede, pues, proceder el derecho a poseer y dominar las cosas? Si no procede del hombre mismo, ¿de dónde procede?
La naturaleza no reconoce al hombre ningún derecho o dominio que no sea resultado de su esfuerzo. De ningún otro modo se pueden extraer sus tesoros, dirigir sus poderes, utilizar o gobernar sus fuerzas. Ella no hace distinciones entre los hombres, sino que es absolutamente imparcial. No distingue entre el dueño y el esclavo, el rey y el súbdito, el santo y el pecador. Para ella todos los hombres están en un mismo plano y todos tienen iguales derechos. No reconoce otra reclamación que la del trabajo y reconoce ésta sin considerar al demandante. Si un pirata despliega sus velas, el viento las hinchará igual que las de la barca del pacífico mercader o del misionero. Si un rey y un hombre cualquiera caen por la borda al mar, ninguno de los dos mantendrá la cabeza fuera del agua si no es nadando. El propietario del suelo no cazará los pájaros más fácilmente que el cazador furtivo. El pez morderá o no morderá el anzuelo sin mirar si quien se lo ofrece es un buen muchacho que va a la escuela dominical, o un picaruelo que falta a clase. El grano brotará solamente si el terreno está preparado y se siembra la semilla. Sólo a impulsos del trabajo el mineral puede salir de la mina. El sol brilla y la lluvia cae lo mismo sobre el justo que sobre el injusto.
En segundo lugar, este derecho de propiedad nacido del trabajo hace imposible cualquier otro derecho de propiedad. Si un hombre tiene justo derecho al producto de su trabajo, nadie puede tener derecho a la propiedad de algo que no sea producto del trabajo propio o del trabajo de quien le haya cedido su derecho. Si la producción da al productor el derecho a la propiedad y disfrute exclusivos, no puede, en justicia, haber exclusiva propiedad y disfrute de lo que no sea el producto del trabajo, y resulta injusta la propiedad privada de la tierra. Pues el derecho al producto del trabajo no se puede disfrutar sin el derecho al libre uso de las oportunidades ofrecidas por la naturaleza y admitir el derecho de la propiedad de éstas es negar el derecho de propiedad del producto del trabajo. Cuando quienes no producen pueden reclamar como renta una porción de la riqueza creada por los productores, en igual medida se niega a éstos el derecho a los frutos de su trabajo. Este argumento no admite réplica.
Confusiones Respecto a
Lo que más impide ver la injusticia de la propiedad privada de la tierra es la costumbre de incluir en una sola categoría como propiedad todas las cosas que se apropian o, si, se hace distinción, el delimitarlas, según la ilógica clasificación jurídica, en propiedad personal y bienes raíces o en bienes muebles e inmuebles. La distinción natural y verdadera está entre cosas que son productos del trabajo y cosas que son ofrecidas gratuitamente por la naturaleza, o, adoptando los términos de
Estas dos clases de cosas se diferencian mucho en su esencia y relaciones, y el clasificarlas juntas como propiedad embrolla toda consideración sobre la justicia o injusticia, la equidad o iniquidad de la propiedad.
Una casa y el terreno que ocupa son igualmente objeto de propiedad y los abogados los clasifican generalmente como bienes raíces. No obstante, en su naturaleza y relaciones, son dos cosas muy diferentes. Una es producida por el trabajo y pertenece a la clase que
El carácter esencial de una clase de cosas es que contienen trabajo incorporado, existen gracias al trabajo humano, y que del hombre dependen su existencia o inexistencia, su aumento o disminución. El carácter esencial de la otra clase de cosas es que no contienen trabajo incorporado y existen independientemente del hombre y del trabajo humano; son el campo o ambiente en que el hombre vive; el almacén de donde ha de abastecerse de lo necesario; la materia prima y la fuerza única con que su trabajo puede actuar.
Cuando se ha visto esta diferencia, se ve que la aprobación que la justicia natural da a una especie de propiedad, la niega a la otra; que la justicia de la propiedad individual del producto del trabajo implica la injusticia de la propiedad individual de la tierra; que, mientras el reconocimiento de una pone a todos los hombres en igualdad de condiciones, el reconocimiento de la otra niega los iguales derechos del hombre, permitiendo que quienes no trabajan usurpen la natural recompensa de quienes trabajan.
El Igual Derecho a
¿Es extraño que a los dueños de los esclavos del Sur, el reclamo para la abolición de la esclavitud parecía una hipocresía?
Si todos estamos aquí por igual permiso del Creador, todos estamos aquí con igual derecho al disfrute de su generosidad, con igual derecho a usar lo que la naturaleza ofrece tan imparcialmente. Este es un derecho natural e inalienable; un derecho que reside en todo ser humano, desde que llega al mundo, y que durante su permanencia en éste no tiene más límite que el igual derecho de los demás.
No hay en la naturaleza nada parecido a un dominio absoluto de la tierra. No hay en el mundo poder alguno que pueda otorgar con justicia una concesión de tierra en propiedad exclusiva. Si todos los hombres que existen se unieran para renunciar a sus iguales derechos, ellos no podrían renunciar a los derechos de sus sucesores. Pues, ¿qué somos si no ocupantes por un día? ¿Acaso hemos hecho la tierra, para que hayamos de determinar los derechos de los que, después de nosotros, la ocuparán a su vez? Por muy numerosos que sean los pergaminos o antigua la posesión, la justicia natural no puede reconocer a un hombre ningún derecho a poseer y usufructuar la tierra, que no sea el igual derecho de sus semejantes.
Si un hombre tiene dominio sobre la tierra en que otros han de trabajar, puede apropiarse el producto de su trabajo como precio del permiso para efectuarlo. De este modo se infringe la ley fundamental de la naturaleza, de que su disfrute sea consecuencia del esfuerzo. Uno gana sin producir; los otros producen sin ganar. Al uno le enriquecen injustamente; al otro le despojan. Hemos visto que esta injusticia fundamental es la causa de la injusta distribución de la riqueza que divide la moderna sociedad en los muy ricos y los muy pobres. El continuo crecimiento de la renta, el precio que el trabajo está obligado a pagar por el uso de la tierra, es lo que usurpa a los más la riqueza justamente ganada, y la acumula en manos de los pocos que no hacen nada para ganarla.
Distinción Entre Propiedad y Uso
El derecho a la exclusiva propiedad de cualquier producto humano es claro. Por mucho que hayan sido los cambios de dueño, al principiar la serie, hubo trabajo humano, hubo alguien que, habiéndolo extraído o producido con su esfuerzo, tenía sobre el producto y ante toda la humanidad un derecho evidente, que pudo, en justicia, pasar de uno a otro por venta o donación. Pero, ¿al final de qué serie de cesiones o concesiones se puede hallar o suponer un derecho semejante sobre cualquier parte del universo material? Se puede demostrar semejante derecho original sobre las mejoras; pero es un derecho sobre las mejoras, no sobre la tierra misma. Si talo un bosque, deseco un pantano o relleno un cenagal, todo lo que puedo reclamar es el valor dado por estos esfuerzos. Esos no me dan ningún otro derecho a la tierra, sino mi participación, igual a la de todos los demás miembros de la colectividad, en el valor que el crecimiento de ésta le ha añadido.
Pero, se dirá, hay mejoras que con el tiempo se confunden con la tierra misma. Muy bien. Entonces el derecho a las mejoras se confunde con el derecho a la tierra; el derecho individual se pierde en el derecho común. Lo mayor absorbe lo menor, y no al contrario. La naturaleza no procede del hombre, sino el hombre de la naturaleza a cuyo seno volverán él y todas sus obras.
Todavía puede decirse: puesto que todos los hombres tienen derecho al uso y disfrute de la naturaleza, al hombre que usa la tierra se le ha de permitir el derecho exclusivo a su uso, para que pueda obtener todo el beneficio de su trabajo. Pero no hay dificultad en determinar dónde termina el derecho individual y principia el derecho común. El valor nos proporciona una prueba delicada y exacta, y con su ayuda no hay dificultad, por densa que se haga la población, en determinar y asegurar los derechos exactos de cada uno, los iguales derechos de todos.
El valor de la tierra, como hemos visto, es el precio del monopolio. No es la absoluta, sino la relativa capacidad de la tierra, lo que determina su valor. Cualesquiera que sean sus cualidades intrínsecas, la tierra que no es mejor que otra asequible de balde, no puede tener valor. Y el valor de la tierra expresa siempre la diferencia entre ella y la mejor tierra que se puede obtener de balde. Por esto el valor de la tierra expresa de un modo exacto y tangible el derecho de la colectividad a la tierra poseída por un individuo; y la renta expresa la cantidad exacta que el individuo ha de pagar a la colectividad para satisfacer los iguales derechos de los otros miembros de la colectividad.
Cómo Asegurar el Mejor Uso de
Cualquiera que mire en torno suyo ve claramente que lo necesario para la explotación de la tierra no es la propiedad absoluta de ésta, sino la seguridad de las mejoras.
Nada es más corriente que ver la tierra mejorada por quienes no son sus dueños. La mayor parte de la tierra de
¿No se cultivaría y mejoraría igualmente toda esta tierra, si la renta se pagara al Estado o al Municipio como ahora se paga a los particulares? Si no se reconociera la propiedad privada de la tierra, sino que toda ésta fuese ocupada de aquel modo, pagando el ocupante o usuario la renta al Estado, ¿no se usaría y mejoraría la tierra tan bien y tan seguramente como ahora? No puede haber más que una respuesta: Claro que sí.
No es necesario decir a un hombre «esta tierra es tuya» para inducirle a cultivarla a mejorarla Basta decirle «todo lo que tu trabajo o capital produzca en esta tierra, será tuyo». Dad a un hombre la seguridad de cosechar y sembrará; aseguradle la propiedad de la casa que necesite construir y la edificará. Estas son las naturales recompensas del trabajo. El hombre siembra con el fin de cosechar; el hombre edifica con el fin de poseer casas. La propiedad de la tierra no tiene nada que ver con ello.
No es la magia de la propiedad, como decía Arthur Young, lo que convirtió los arenales de Flandes en campos fructíferos. Es la magia de la seguridad del trabajo. Esta puede obtenerse de otros modos que no sean hacer de la tierra propiedad particular. La sola promesa que hizo un terrateniente irlandés, de no exigir durante veinte años parte alguna en el cultivo, indujo a los labriegos irlandeses a convertir en vergeles una montaña estéril; con la seguridad de una renta del terreno fija durante un determinado plazo de años, los más costosos edificios de ciudades como Londres y Nueva York se erigen en terrenos arrendados.
El pleno reconocimiento de los derechos comunes sobre la tierra no se opone de ningún modo al pleno reconocimiento de los derechos individuales sobre las mejores o el producto. Dos hombres pueden ser dueños de un buque sin aserrarlo por la mitad. La propiedad de un ferrocarril puede repartirse en cientos de miles de acciones, y, sin embargo, los trenes marcharán con tanto orden y precisión como si sólo hubiese un dueño. En Londres, se han constituido compañías por acciones para poseer y administrar fincas. Todo podría marchar como ahora, y, sin embargo, reconocer plenamente el derecho común a la tierra, al expropiarse la renta en beneficio de la colectividad.
Los Derechos de las Generaciones Sucesivas
En cuanto a la prioridad de ocupación como fundamento de un derecho individual completo y exclusivo a la tierra, es ésta la razón más absurda con que se puede defender la propiedad de !a tierra. ¡La prioridad de ocupación da derecho exclusivo y perpetuo a la superficie de un planeta en el que, por ley natural, innumerables generaciones se suceden unas a otras! ¿Tuvieron los hombres de la anterior generación más derecho que nosotros a usar este mundo? ¿O los de hace cien años? ¿O los de hace mil años? ¿O los constructores de túmulos, los trogloditas, los contemporáneos del mastodonte y del mesohippus o las generaciones aún más antiguas, que en oscuras épocas sólo concebibles corno períodos geológicos, se sucedieron en la tierra que usufructuamos por tan poco tiempo?
El primero que llega a un banquete ¿tiene derecho a volver todas las sillas y reclamar que, sin su permiso, ningún otro invitado participe de los manjares servidos? El primero que presenta el billete de entrada en la puerta de un teatro, ¿adquiere con su prioridad el derecho a cerrar las puertas y a que la representación se haga para él sólo? El primer pasajero que sube a un vagón de tren, ¿tiene derecho a esparcir su equipaje sobre todos los asientos, obligando a estar de pie quienes vengan luego?
Nuestros derechos a adquirir y a poseer no pueden ser exclusivos; en todas partes han de estar limitados por los iguales derechos de los otros. Del mismo modo que un pasajero en un vagón puede extender su equipaje por tantos sitios como quiera, mientras no lleguen otros pasajeros, así también un colono puede ocupar y usar tanta tierra como guste hasta que otros la necesiten (lo cual se ve en que la tierra adquiere valor), y entonces su derecho queda reducido por el de los otros, y la prioridad de ocupación no da un derecho que prive a los demás de su igual derecho. De no ser así, por la prioridad de ocupación, un hombre podría adquirir y transmitir a quien quisiese, el derecho exclusivo no tan sólo a unas pocas hectáreas, sino a todo un municipio, a toda una nación, a todo un continente.
CAPITULO 21
DERECHOS DE LOS PROPIETARIOS
A INDEMNIZACIÓN
Es imposible estudiar Economía Política o tan sólo pensar en la producción y distribución de la riqueza, sin ver que la propiedad de la tierra difiere socialmente de la propiedad de cosas de producción humana.
Expresa o tácitamente, esto se admite en todas las obras corrientes de Economía Política, aunque, en general, tan sólo como una vaga concesión o descuido. Generalmente, se desvía la atención, alejándola de la verdad, del mismo modo que un profesor de moral en un país esclavista la desviaría de un examen demasiado profundo de los derechos del hombre; y la propiedad de la tierra se acepta sin comentarios, como un hecho consumado, se considera necesaria para el uso de la tierra y para la existencia de la civilización.
La consideración que parece motivar dudas es el que habiéndose permitido tanto tiempo tratar la tierra como propiedad privada, al abolir ésta, obraríamos injustamente con aquellos a quienes se ha permitido fundar sus cálculos en la permanencia de dicha propiedad; que habiendo permitido poseer la tierra como legítima propiedad, al recobrar los derechos comunes, haríamos una injusticia a los que la compraron con lo que era indiscutiblemente su justa propiedad.
De este modo se afirma que, si abolimos la propiedad privada de la tierra, la justicia exige que indemnicemos plenamente a los que ahora la poseen, del mismo modo que el gobierno británico, al abolir la compraventa de cargos militares, se sintió obligado a indemnizar a quienes los habían adquirido confiando en poder venderlos a su vez; o como al abolir la esclavitud en las Indias Occidentales, se pagaron 20.000.000 de libras esterlinas a los dueños de esclavos.
Reprobación de
La mencionada idea sugiere que el gobierno compre al precio corriente la propiedad individual de la tierra de la nación; la idea que a John Stuart Mill, aunque percibía claramente la injusticia de la propiedad particular de la tierra, le indujo a defender la recuperación, no de toda la tierra, sino solamente de los futuros aumentos de su valor. Su proyecto era que se llevase a cabo una justa y aun liberal valuación de toda la tierra del reino y que el Estado tomase los futuros aumentos de este valor que no fuesen debidos a mejoras efectuadas por el propietario.
Aun prescindiendo de las dificultades que estos engorrosos planes ofrecen del consiguiente aumento de las funciones gubernamentales, y de la corrupción que engendrarían, el defecto inherente y esencial de los mismos consiste en la imposibilidad de solucionar por medio de componendas la radical diferencia entre lo justo y lo injusto. En la misma medida en que se salven las conveniencias de los dueños de la tierra, se desatenderán las conveniencias y los derechos generales, y si los propietarios nada han de perder de sus privilegios particulares, el público nada puede ganar.
Comprar derechos de propiedad particular sería dar a los propietarios, en otra forma, un derecho de igual índole y cuantía que el que ahora la propiedad de la tierra les da. Sería tomar para ellos, en forma de impuestos, la misma proporción de las pagas del trabajo y capital que hoy pueden apropiarse en forma de renta. Se salvaría su injusta ventaja y subsistiría la injusta desventaja de quienes no tienen tierra propia. Ciertamente, con el tiempo sería una ganancia para el pueblo, cuando el aumento de la renta hiciese la cantidad que ahora se llevan los propietarios, mayor que el interés del precio de compra al tipo actual; pero esto sólo sería una ganancia futura y entretanto, no sólo no habría alivio, sino que se aumentaría mucho la carga impuesta al trabajo y al capital en beneficio de los propietarios. Porque uno de los componentes del actual valor de la tierra en el mercado es la expectativa de su futuro aumento.
Por esto, comprar la tierra al precio del mercado y pagar interés por el dinero pagado, sería cargar a los productores, no sólo el pago de la renta actual, sino también el pago completo de la renta especulativa. 0, dicho de otro modo: se compraría la tierra a precios calculados a base de un rédito menor que el ordinario (porque el futuro aumento del valor de la tierra, siempre hace que el precio de la tierra en el mercado sea mucho mayor de lo que sería el precio de cualquier otra cosa que diese igual ganancia) y se pagaría el rédito ordinario por el dinero invertido en la compra. De este modo, se tendría que pagar a los propietarios, no sólo lo que ahora la tierra les da, sino una cantidad considerablemente mayor. Esto vendría a ser como si el Estado tomase la tierra de los propietarios en arriendo a perpetuidad a un tipo mucho mayor que el que ellos cobran actualmente. Por de pronto, el Estado se convertiría en agente de los propietarios para el cobro de sus rentas y tendría que pagarles, no sólo lo que ya recibían, sino mucho más.
Insuficiencia del Impuesto Sobre el Mero Incremento
El plan, propuesto por Mill, de nacionalizar la futura «plus-valía de la tierra», fijando el actual valor de todas las tierras en el mercado y adjudicando al Estado el futuro incremento de valor, no aumentaría la injusticia de la actual distribución de la riqueza, pero no la corregiría. La ulterior alza especulativa de la renta cesaría, y en el futuro el pueblo obtendría la diferencia entre el aumento de la renta y la cantidad en que este aumento fue estimado al fijar el actual valor de las tierra, en el cual figuran, por supuesto, como componentes, lo mismo el valor futuro que el presente. Pero, para todo el porvenir, dejaría una clase en posesión de la enorme ventaja que ahora tiene sobre las demás.
La propiedad privada sobre la tierra es una gran injusticia, audaz y descarada, como fue aquella de la esclavitud.
Ni hay razón para inquietarnos por los propietarios de la tierra. Que un hombre como John Stuart Mill concediese tanta importancia a la indemnización a los propietarios hasta el punto de proponer que tan sólo se confisque el futuro incremento de la renta, solamente se explica por su conformidad con las doctrinas de que el salario sale del capital y de que la población tiende constantemente a ejercer presión sobre las subsistencias. Esto le ofuscó respecto al resultado final de la apropiación privada de la renta de la tierra. Hombre eminente, de ardiente corazón y noble inteligencia, nunca percibió, sin embargo, la verdadera armonía de las leyes económicas, ni comprendió que de esa gran injusticia fundamental surgen la necesidad y la miseria, el vicio y la ignominia. De otro modo jamás hubiese podido escribir esta frase: «La tierra de Irlanda, la tierra de cualquier nación pertenece al pueblo de esta nación. Los individuos llamados propietarios sólo tienen derecho, según la moral y la justicia, a la renta o a la indemnización por su valor en venta.» (Principios de Economía Política, libro 2, capítulo 10, sección 1) ¡En el nombre del profeta, esto jamás! Si la tierra de cualquier nación pertenece al pueblo de esta nación, ¿qué derecho, según la moral y la justicia, tienen a la renta los individuos llamados propietarios? Si la tierra pertenece al pueblo, ¿por qué, en nombre de la moralidad y la justicia, el pueblo ha de pagar el valor en venta de lo que e suyo?
Injusticia de
Se ha dicho: «Si tuviésemos que tratar con quienes primitivamente usurparon a la humanidad su herencia, pronto terminaríamos la cuestión.» (Herbert Spencer en Estática Social, publicada por primera vez en 1864.) ¿Por qué no acabaría de todos modos? Esta usurpación no es como el robo de un caballo o de dinero, que cesa con la acción. Es una usurpación reciente y continua, que prosigue cada día y cada hora. No es del producto del pasado, de donde se saca la renta; es del producto del presente. Es un gravamen continuo y constante sobre el trabajo. Cada martillazo, cada golpe del pico, cada impulso a la lanzadora, cada latido de la máquina de vapor pagan su tributo. Cobra de las ganancias de los que arriesgan su vida en el fondo de las minas y de los que se encaraman en los mástiles balanceados por encima de las espumantes oleadas. Roba calor al que tirita, comida al hambriento, medicina al enfermo, paz al afligido. Degrada, embrutece y exaspera. Amontona familias numerosas en un mísero cuartucho. De mozuelos que podrían ser hombres de provecho, hace candidatos a cárceles y penales. Envía la codicia y todas las malas pasiones a merodear por la sociedad, como el invierno empuja los lobos a las moradas de los hombres. Extingue en el alma humana la fe, y cubre la imagen de un Creador justo y misericordioso, con el manto de un destino duro, ciego y cruel.
No es tan sólo una usurpación en el pasado; es una usurpación en el presente, que despoja de su derecho innato a los niños que ahora vienen al mundo. ¿Por qué hemos de vacilar en acabar con este sistema? Porque fuisteis despojados ayer, anteayer y el día anterior, ¿es razón para que sufráis el despojo de mañana y de pasado mañana? ¿Es razón para inferir que el usurpador ha adquirido un derecho a despojaros?
Si la tierra pertenece al pueblo, ¿por qué continuar permitiendo que los propietarios tomen la renta o indemnizarlos por la pérdida de la renta? Pensad qué cosa es la renta. No sale espontáneamente de la tierra; no es debida a cosa alguna que el propietario haya hecho. Representa un valor creado por toda la colectividad. Dejad a los propietarios, si queréis, todo lo que la posesión de la tierra les daría en ausencia del resto de la colectividad. Pero la renta, creación de toda la sociedad, necesariamente pertenece a toda la sociedad.
Juzgad la causa de los propietarios según las máximas de la ley civil que determina los derechos de los hombres. Se nos dice que la ley civil es la suma razón y, ciertamente, los propietarios no pueden quejarse de su sentencia, porque ha sido dictada por ellos y para ellos. Pues bien, ¿qué concede la ley al poseedor inocente cuando la tierra que pagó con su dinero se adjudica a otro por pertenecerle de derecho? Absolutamente nada. El haberla comprado de buena fe no le da ningún derecho. La ley no se inquieta por la «intrincada cuestión de la compensación» al comprador inocente. La ley no dice, como dice John Stuart Mill: «La tierra pertenece a A y por esto B, que se ha creído ser el dueño, sólo tiene derecho a la renta o a la indemnización por su valor en venta.» Pues, en verdad, esto sería como la famosa sentencia por la que, según dicen, el tribunal de una causa contra un esclavo fugitivo dio «la ley al Norte y el negro al Sur». La ley dice simplemente: «La tierra pertenece a A; que el juez le ponga en posesión de ella.» Al comprador inocente de un derecho injusto, no le da derecho a reclamar, no le concede ninguna indemnización. Y no sólo hace esto, sino que le quita todas las mejoras realizadas de buena fe en dicha tierra.
Podéis haber comprado la tierra a un alto precio, haciendo todas las diligencias para ver si el título de propiedad es bueno, podéis haberla poseído tranquilamente durante años sin pensamiento ni indicio de un demandante en contra; haberla hecho fructífera con vuestros afanes o haber levantado sobre ella un suntuoso edificio de más valor que ella o un modesto hogar, donde, rodeado de las higueras y las vides que habéis plantado, esperáis pasar vuestros últimos días. No obstante, si Quirk, Gammon y Snap logran husmear una falla técnica en vuestros pergaminos o rastrear algún olvidado heredero que nunca se imaginó sus derechos, no sólo la tierra, sino todas vuestras mejoras, os pueden ser arrebatadas. Es más. Según la ley civil, después que hayáis renunciado a la tierra y entregado las mejoras, os pueden pedir cuentas de los beneficios que de todas ellas habéis sacado mientras las teníais.
Aplicando al pleito entre el pueblo y los propietarios de la tierra las mismas máximas de justicia formuladas por estos últimos en la ley y aplicadas diariamente por los tribunales ingleses y americanos en las disputas entre particulares, no tan sólo no hemos de pensar en dar a los propietarios ninguna indemnización por la tierra, sino que deberíamos quitarles también todas las mejoras y lo demás que puedan tener.
Pero yo no propongo ni creo que nadie proponga ir tan lejos. Basta con que el pueblo recupere la propiedad de la renta de la tierra. Dejad que los propietarios conserven sus mejoras y sus bienes muebles en posesión segura.
Y en esta medida de justicia no habría daño para ninguna clase. Desaparecería la gran causa de la actual distribución injusta de la riqueza y con ella el sufrimiento, la degradación y el despilfarro que acarrea. Hasta los propietarios participarían del beneficio general. La ganancia, incluso de los grandes propietarios, sería verdadera. La de los pequeños sería enorme. Porque, al dar la bienvenida a
Si en este capítulo he hablado de justicia y conveniencia como si la justicia fuese una cosa y la conveniencia otra, ha sido solamente para rebatir las objeciones de los que hablan así. La más alta y verdadera conveniencia es
CAPITULO 22
CAMBIOS RESULTANTES
EN
Eliminados los impedimentos que ahora oprimen la industria y estorban el intercambio, la producción de riqueza podría avanzar con una rapidez ni soñada hoy día.
Al sustituir por un impuesto único sobre el valor de la tierra los numerosos tributos con que hoy se recaudan los ingresos públicos, las ventajas que se obtendrían aparecerán cada vez más importantes a medida que se examinen.
Abolir los actuales impuestos, cuyas acciones y reacciones entorpecen todos los engranajes del cambio y oprimen todas las formas de la producción, sería como quitarle de encima un peso enorme a un resorte poderoso. Impulsada por nuevas energías, la producción entraría en una nueva vida y el comercio recibiría un estímulo que se sentiría en las más remotas arterias.
El actual sistema tributario obra sobre el cambio como desiertos y montañas artificiales. Hacer pasar las mercancías por una aduana puede costar tanto como hacerles dar la vuelta al mundo. La actual tributación obra sobre la energía, la laboriosidad, la destreza y el ahorro, como una multa impuesta a estas cualidades. Si habéis trabajado con ahínco en construiros una buena casa, mientras yo me he contentado con vivir en una choza, el recaudador de impuestos vendrá ahora cada año para haceros pagar una multa por vuestra energía y actividad, gravándoos más que a mí. Si habéis ahorrado mientras yo malgastaba, os multarán, mientras que a mí me eximirán.
Castigamos con un impuesto al que cubre de grano maduro los campos estériles; multamos al que instala maquinaria y al que deseca un cenagal. Hasta qué punto estos impuestos pesan sobre la producción, sólo lo comprueban quienes han intentado seguirlos a través de sus ramificaciones porque su mayor peso recae en el aumento de los precios. Estos impuestos son, sin duda, semejantes al que el bajá egipcio puso a las palmeras. Si no inducen a talar los árboles, por lo menos disuaden de plantarlos.
Abolir estos impuestos sería quitar a la actividad productora todo el enorme peso de la tributación. La aguja de la costurera y la gran fábrica, el caballo de tiro y la locomotora, la barca de pesca y el buque de vapor, el arado del labriego y las existencias del mercader, quedarían igualmente desgravados. Todos los hombres serían libres para hacer y ahorrar, para comprar y vender, sin ser multados con impuestos ni ser fastidiados por el recaudador. El gobierno, en vez de decir, como ahora, al productor: «Cuanto más aumentes la riqueza general más impuestos pagarás», le diría: «¡Sé tan activo, tan ahorrador, tan emprendedor como quieras y tendrás toda tu plena recompensa¡ No serás multado por hacer crecer dos hojas de pasto donde antes crecía una; no pagarás impuesto por aumentar la riqueza general.»
¿No ganaría la sociedad al negarse a matar la gallina de los huevos de oro, al quitarle el bozal al buey que trilla el grano, al dejar a la actividad, el ahorro y la destreza su natural recompensa completa e intacta? Pues también para la colectividad hay una recompensa natural. La ley de la sociedad es «cada uno para todos», lo mismo que «todos para cada uno». Nadie puede guardarse para sí el bien que puede hacer, como tampoco puede guardarse el mal. Toda empresa productiva, además de la ganancia del que la lleva a cabo, da indirectamente ventajas a los demás. Si un hombre planta un árbol frutal, su ganancia está en recoger la fruta en su tiempo y sazón. Pero además de esta ganancia, hay otra para toda la colectividad. Otros que no son el dueño se benefician del mayor suministro de fruta; los pájaros que se acogen al árbol vuelan lejos; la lluvia a que coadyuva no cae solamente en su campo; y hasta a los ojos que de lejos lo miran les da una sensación de belleza. Y así ocurre en todo lo demás. La construcción de una casa, una fábrica, un barco o un ferrocarril, benefician a otros, además de los que obtienen las ganancias directas.
Bien puede la sociedad dejar al individuo productor todo lo que le incita a esforzarse; bien puede dejar al trabajador toda la recompensa de su trabajo y al capitalista todo el interés de su capital. Pues cuanto más producen el trabajo y el capital, más aumenta la riqueza conjunta de que todos pueden participar. Y esta ganancia general se expresa de un modo definido y concreto en el valor o renta de la tierra. He aquí un fondo que el Estado puede adquirir, dejando que el trabajo y el capital obtengan íntegras sus propias recompensas.
Se Abren Nuevas Oportunidades
Trasladar al valor o renta de la tierra la carga tributaria que grava la producción y el cambio, no sólo daría nuevo estímulo a la producción de riqueza; abriría nuevas oportunidades. Porque, con este sistema, nadie querría retener tierra sin usarla y la tierra que hoy se niega al uso, en todas partes se ofrecería a la explotación. Y debe recordarse que esto no ocurriría sólo en la tierra agrícola, sino en todas las tierras. La tierra minera se abriría de par en par al uso, lo mismo que la tierra agrícola, y, en el corazón de una ciudad, nadie podría negar la tierra a su uso más provechoso, ni en los suburbios pedir por ella más de lo justificado, en aquel momento, por el uso a que podría destinarse. Quien plantara un huerto, sembrase un campo, edificara una casa o construyese una fábrica, por mucho que le costara, no tendría que pagar más impuesto que si guardara yerma la tierra. El dueño de un solar vacante, por el privilegio de excluir del mismo a los demás mientras él no necesitase usarlo, tendría que pagar lo mismo que su vecino que tiene una hermosa casa en el suyo. Guardar una hilera de ruinosas casuchas sobre una tierra valiosa costaría tanto como si esta tierra estuviese ocupada por un gran hotel o un edificio de grandes almacenes repletos de ricas mercancías.
El precio de venta de la tierra bajaría; la especulación en tierra recibiría un golpe mortal; acaparar tierra ya no daría ganancias. De este modo desaparecería la prima que, dondequiera que el trabajo es más productivo, se ha de pagar antes de poder efectuarlo. El labrador ya no tendría que pagar la mitad de sus caudales o hipotecar muchos años de trabajo, para obtener tierra que cultivar. La compañía que tratase de levantar, una fábrica, no tendría que gastar por el emplazamiento una gran parte de su capital. Y lo que cada año se pagaría al Estado, substituiría todos los impuestos que ahora gravan las mejoras, maquinarias y existencias.
Efecto Sobre el Mercado de Trabajo
Considerad cómo este cambio actuaría sobre el mercado del trabajo. En vez de competir los trabajadores entre sí para conseguir ocupación, reduciendo así los salarios hasta el límite de la mera subsistencia, competirían los patronos para conseguir trabajadores y los salarios subirían la justa ganancia del trabajo. Porque en dicho mercado entraría, para emplear trabajo, el mayor de todos los competidores, cuya demanda de brazos no puede quedar satisfecha hasta que se ha contentado el deseo: la demanda hecha por el trabajo mismo. Los patronos, estimulados por el mayor giro, tendrían que subir los salarios, compitiendo, no sólo contra los demás patronos, sino frente a la aptitud de los trabajadores para establecerse por cuenta propia en las oportunidades naturales abiertas a ellos por el impuesto que impediría monopolizarlas.
Con las oportunidades naturales así ofrecidas libremente al trabajo, con el capital o mejoras exentos de impuestos y con el cambio libre de restricciones, resultaría imposible que, deseando trabajar, los hombres no puedan convertir su trabajo en las cosas que necesitan; cesarían las repetidas crisis que paralizan la actividad; cada rueda de la producción se pondría en marcha; aumentaría el comercio en todas direcciones y aumentaría la riqueza de todos y cada uno. No obstante, por grandes que de este modo nos parezcan, las ventajas de transferir todas las cargas públicas a un impuesto sobre el valor de la tierra, no se puedan apreciar bien hasta que consideremos el resultado en la distribución de la riqueza.
Efectos Sobre los Individuos y las Clases
Mientras avanzara el progreso, las condiciones de las masas mejorarían constantemente. No solo una clase se haría más rica, sino que todos se harían más ricos.
¿Quién puede decir hasta qué infinito poder se elevará la capacidad productiva del trabajo gracias a disposiciones sociales que den a los productores de riqueza la justa proporción de sus ventajas y sus goces? Toda nueva fuerza puesta al servicio del hombre mejoraría la situación de todos. Y de la general inteligencia y actividad mental que dimanaría de este mejoramiento de situación, brotarían nuevos desarrollos de poderes que ahora ni siquiera podemos soñar.
Cuando por primera vez se propone poner todos los impuestos sobre el valor de la tierra y recaudar así la renta, no faltan llamamientos al miedo de los pequeños propietarios rurales y dueños de su vivienda, diciéndoles que se propone robarles su propiedad que tanto les costó adquirir. Pero un momento de reflexión mostrará que aquella proposición es, por sí misma, recomendable a todos aquellos cuyas conveniencias como terratenientes no excedan mucho a sus conveniencias como trabajadores, capitalistas o ambas cosas.
Mirad el caso del artesano, tendero u hombre de carrera que se ha procurado el solar y la casa en que vive y los contempla satisfecho como un sitio de donde su familia no puede ser expulsada en el caso de que él muriese. Aunque tendrá que pagar impuesto por su tierra, quedará libre de impuestos sobre su casa y mejoras, sobre su ajuar y propiedad mobiliaria, sobre lo que él y su familia comen, beben y visten, mientras que sus ingresos aumentarán mucho con el alza de los salarios, la constante ocupación y la mayor actividad de los negocios.
Y lo mismo en el caso del agricultor. Yo no hablo del agricultor que nunca empuña la esteva del arado, sino del que trabaja y posee una pequeña finca que cultiva con la ayuda de sus hijos y quizás de algún asalariado. Ganará mucho al substituirse por un impuesto sobre el valor del suelo todos los impuestos sobre las cosas producidas, porque el primero carga sólo el valor de la tierra, el cual en las comarcas agrícolas es bajo en comparación con el de las capitales y ciudades, que es alto. Hectárea por hectárea, la finca mejorada y cultivada, con sus edificios, cerca, huertos, cosechas y existencias, no tributaría más que una tierra yerma de igual calidad. Porque los impuestos, al recaer solamente sobre el valor de la tierra, gravarían lo mismo la tierra mejorada que la tierra inculta.
En resumen, el agricultor que cultiva su propia tierra es trabajador y capitalista tanto como propietario, y vive de su trabajo y su capital. Su pérdida sería nominal; su ganancia sería real y grande.
Esto también es verdad para los propietarios. Muchos de ellos son trabajadores en algún ramo; y es difícil hallar algún propietario de tierra que no sea también dueño de capital. Quien posee más tierra, suele poseer también más capital; tan cierto es esto, que se suele confundir el amo de tierras con el de capital. A quien le tomase la renta, el impuesto le dejaría los edificios y los diversos bienes «muebles». Le quedaría mucho de qué disfrutar y podría disfrutarlo en una sociedad mucho mejor que la actual. Los únicos que relativamente perderían serían quienes pueden perder mucho sin resultar de veras perjudicados. Y no habría temor a las grandes fortunas, porque cuando cada cual obtiene lo que gana de un modo justo, nadie gana más de lo que es justo. ¿Cuántos hombres hay que ganen honradamente un millón de dólares?
Simplificación del Gobierno
Desaparecería la gran injusticia que quita la riqueza de manos de los que la producen y la concentra en manos de quienes no producen. Las diferencias que persistiesen serían las naturales, no las artificiales provocadas al negar la igualdad de derechos. La riqueza no sólo aumentaría enormemente; sería distribuida de acuerdo con el grado en que la actividad, la destreza, el saber o la prudencia de cada uno contribuyera al caudal conjunto.
No es posible, sin extenderse demasiado, indicar todos los cambios originados o facilitados por esta reforma que reajustaría los cimientos mismos de la sociedad. Uno de dichos cambios es la gran simplificación que se podría hacer en el gobierno. Recaudar impuestos, evitar y castigar la ocultación, registrar e inspeccionar los ingresos de tantas procedencias diferentes, constituye actualmente una gran parte de la tarea del gobierno. Por esto se ahorraría una inmensa y complicada red de administración gubernamental. El alza de salarios, la aparición de nuevas oportunidades para que todos se ganen fácil y cómodamente la vida, haría disminuir en seguida y pronto eliminaría de la sociedad los ladrones, estafadores y otras clases de criminales que provienen de la desigual distribución de la riqueza. De este modo, la administración de justicia en lo criminal, con todo su aditamiento de guardias, policía secreta, cárceles y penitenciarías, dejaría de absorber tanta fuerza vital y atención de la sociedad. Las funciones legislativa, judicial y ejecutiva del gobierno se simplificarían enormemente. De este modo la sociedad se aproximaría al ideal democrático de Jefferson.
CAPITULO 23
EL MOTIVO SUPREMO DE ACCIÓN HUMANA
Al pensar en las posibilidades de organización social, nos inclinamos a creer que la codicia es el más fuerte de los móviles humanos y que la seguridad de los sistemas de administración solamente puede fundarse en mantener la honradez humana por medio del temor al castigo; que las conveniencias del egoísmo son siempre más fuertes que los intereses colectivos. Nada hay más lejos de la verdad.
Todo lo que tiene fuerza para el mal, puede tenerla para el bien. El cambio que ha propuesto destruiría las condiciones que deforman impulsos benéficos en sí mismos, y transformaría las fuerzas que hoy tienden a desquiciar la sociedad, en fuerzas que tenderían a unirla y purificarla.
Dad al trabajo libertad de producción y todas sus ganancias; tomad en beneficio de toda la colectividad el fondo creado por el aumento de la misma, y desaparecerán la miseria y el temor a ésta. Los resortes de la producción quedarían libres y el enorme aumento de la riqueza proporcionaría a los más pobres amplia comodidad. Los hombres no se preocuparían por hallar ocupación, más de lo que hoy se preocupan por hallar aire que respirar; ni tendrían que cuidarse de las exigencias físicas más de lo que se preocupan los lirios del campo. El progreso de la ciencia, el adelanto de los inventos, la difusión del saber beneficiarían a todos. Con esta abolición de la miseria y del temor a ésta, decaería la admiración de las fortunas y los hombres buscarían el respeto y la aprobación de sus semejantes por medios distintos de la adquisición y ostentación de la riqueza. De esta manera se prestaría a la dirección de los asuntos públicos y a la administración de los fondos colectivos la destreza, la atención, la fidelidad y la probidad que hoy se aplican solamente a los intereses particulares.
Corta de vista es la filosofía que cuenta con el egoísmo como el más fuerte móvil de la acción humana. Es ciega ante innumerables hechos de la vida. No ve lo presente ni lee con acierto el pasado. Si queréis llevar del hombre a que no actúe, ¿a qué apelaréis? No a su bolsillo, sino a su patriotismo; no al egoísmo, sino a la generosidad. El interés personal viene a ser como una fuerza mecánica poderosa, es verdad; capaz de grandes y extensos resultados. Pero hay en la naturaleza humana lo que podría compararse a una fuerza química que funde, fusiona y domina, a la que nada le parece imposible. «Todo lo que un hombre tiene, lo dará por su vida». Ésto es interés propio. Pero, fieles a impulsos más nobles, los hombres darán hasta la vida.
Lo que Inspira al Hombre
No es el egoísmo lo que puebla de héroes y santos las crónicas de todos los pueblos. No es el egoísmo lo que en cada página de la historia del mundo irrumpe con el súbito esplendor de nobles gestas o expande el brillo suave de vidas bondadosas. No fue el egoísmo lo que alejó a Gautama de su casa real o mandó a la doncella de Orleáns levantar la espada del altar; lo que sostuvo a los Trescientos en el Paso de las Termópilas o juntó el haz de lanzas en el pecho de Winkelried; lo que encadenó a Vicente de Paúl en el banco de la galera o que, durante el hambre en
La que Impide el Desarrollo Armónico
Suprimir la miseria y el miedo a la miseria, dar a todas las clases ocio, comodidad e independencia, y las oportunidades para el desarrollo mental y moral, sería como conducir agua a un desierto.
Y esta fuerza de las fuerzas, que hoy se desperdicia o toma formas pervertidas, podemos utilizarla para fortalecer, elevar y ennoblecer la sociedad del mismo modo que hoy empleamos energías físicas que antaño sólo parecían fuerzas destructoras. Todo lo que tenemos que hacer es darle libertad y objetivo. La injusticia que produce desigualdad; la injusticia que en medio de la abundancia tortura a los hombres con la miseria o los agobia con el temor a la miseria; que los desmedra en lo físico, los degrada intelectualmente y los pervierte en lo moral, es lo único que impide el desarrollo social armónico. Porque «todo lo que viene de los dioses es providencial. Somos creados para la colaboración, como los pies, como las manos como los párpados, como las filas de dientes de arriba y de abajo».(Marco Aurelio, Meditaciones, libro II )
Hay gente que son incapaces de comprender una situación social mejor que la existente ahora, para quienes la posibilidad de una situación social en que la codicia fuese desterrada, las cárceles estuviesen vacías, la conveniencias individuales se subordinasen al interés colectivo y nadie tratase de robar u oprimir a su prójimo, no es más que un desvarío de visionario. Aunque entre ellas haya quienes escriben libros, ocupan cátedras universitarias o suben a los púlpitos, esta gente no piensa. Si acostumbrasen a comer en estos fonduchos donde los cuchillos y tenedores están encadenados a las mesas, creerían que el hombre tiene la propensión natural a hurtar los cubiertos con que ha comido.
Contemplad una reunión de hombres y mujeres bien educados que comen juntos. No se disputan los manjares, no miran de tomar más que el vecino de al lado; no procuran atiborrarse ni sustraer comida. Por el contrario, cada uno se esmera en atender a su vecino antes de servirse a sí mismo, en ofrecer a otro lo mejor, antes de tomarlo para sí; y si alguno mostrase la más leve propensión a satisfacer su propio apetito de preferencia al de los demás, o a cometer alguna suciedad o ratería, el castigo, pronto y severo, del desprecio social y el ostracismo, probarían que la opinión corriente reprueba semejante conducta.
Diferentes Estados Sociales
Todo esto es tan usual, que no llama la atención, que parece el estado de cosas natural. No obstante, que los hombres no ambicionen alimento no es más natural que el no ambicionar riqueza. Los hombres codician el alimento cuando no están seguros de que haya una justa y equitativa distribución que a cada uno le dé bastante. Pero cuando ya hay seguridad de ello, dejan de ambicionar comida. Igualmente en la sociedad, como está constituida hoy, la gente codicia la riqueza, porque las condiciones de distribución son tan injustas que, en vez de asegurar lo suficiente a cada uno, muchos tienen la certeza de estar condenados a la miseria. «El último mono es el que se ahoga» en la estructura social presente, y esto es la causa de las carreras y rebatiñas por la riqueza, en las que se pisotea toda consideración de justicia, compasión, religión y sentimientos; en las que los hombres olvidan sus propias almas y al borde de la tumba luchan por lo que no pueden llevarse más allá. Pero una equitativa distribución de la riqueza, que librase del temor a la miseria, destruiría la ambición de riqueza del mismo modo que en una sociedad bien educada se ha destruido la avidez por la comida.
Considerad el hecho real de una sociedad culta y refinada, en la cual las pasiones groseras no se refrenan por la fuerza o por la ley, sino por la opinión general y el mutuo deseo de agradar. Si esto es posible para una parte de la sociedad, lo es para toda ella. Hay estados sociales en los cuales todo el mundo ha de ir armado, donde cada uno ha de mantenerse dispuesto a defender con mano fuerte su persona y sus bienes. Si con el progreso hemos superado esta situación, podemos progresar aún más allá.
El Estímulo a Progresar
Se Puede decir, no obstante, que al desterrar la miseria y el temor a ella, se destruiría el estímulo al esfuerzo; la gente, sencillamente, se volvería holgazana, y un estado de bienestar y satisfacción generales sería la muerte del progreso. Este es el argumento de los antiguos dueños de esclavos; que a los hombres no se les lleva al trabajo, si no es con el látigo. Nada hay más falso.
Se puede desterrar la miseria, pero quedará el deseo. El hombre es un animal insatisfecho. Sólo ha comenzado a explorar y tiene ante sí todo el universo. Cada paso que da le abre nuevas perspectivas e inflama nuevos deseos. Es el animal constructor: forma, perfecciona, inventa y junta, y cuanto más grande es lo que hace, tanto más grande es lo que quiere hacer. Es más que un animal. Sea cual fuere la inteligencia que alienta en toda la naturaleza, el hombre está hecha a su semejanza. El buque de vapor, impulsado por su resollante máquina a través de los mares, es, en su género, ya que no en su calidad, una creación, como lo es la ballena que los surca por debajo. El telescopio y el microscopio, ¿qué son sino ojos adicionales que el hombre ha hecho para sí? Los suaves tejidos y bellos colores con que se adornan nuestras mujeres, ¿no corresponden al plumaje que la naturaleza dio al pájaro? El hombre ha de hacer algo o imaginarse que hace algo, porque en él palpita el impulso creador; el que simplemente se tumba al sol, no es un hombre natural, sino un anormal.
No es el trabajo en sí, lo que repugna al hombre; no es la natural necesidad del esfuerzo lo que es una maldición; lo es sólo el esfuerzo que no produce nada, el esfuerzo del cual no se pueden ver los resultados. Afanarse día tras día y no lograr más que lo indispensable para vivir, esto es lo que es penoso de veras; es como el suplicio infernal que obligaba a bombar su pena de ahogarse o a rodar una cabria su pena de ser aplastado. Pero libres de esta necesidad, los hombres trabajarían con más ahínco y mejor, porque entonces lo harían siguiendo sus inclinaciones entonces realmente se darían cuenta de estar haciendo algo para sí mismos o para los demás.
De hecho, el trabajo que mejora la situación de la humanidad, el trabajo que difunde el saber, aumenta el poder, enriquece la literatura y eleva el pensamiento, no se hace para ganarse la vida. No es el trabajo de esclavos impuesto por el látigo del amo o por las exigencias de la vida animal. Es el trabajo de los que lo hacen por el trabajo mismo, y no para comer o beber o vestir u ostentar. En una situación social en que la miseria fuese abolida, el trabajo de esta clase aumentaría enormemente.
Poder Mental Liberado
Me inclino a creer que el resultado de recaudar la renta de la manera que he propuesto, daría lugar a que la organización del trabajo, donde se requieran grandes capitales, tomase la forma cooperativa, puesto que la más equitativa distribución de la riqueza juntaría el capitalista y al trabajador en una misma persona. Pero, que sea o no así, tiene poca importancia. La dura fatiga del trabajo rutinario desaparecería. Los salarios serían demasiado altos y las oportunidades demasiado grandes, para que nadie se viese obligado a reprimir y sofocar las más elevadas cualidades propias, y en toda ocupación el cerebro auxiliaría a la mano. El trabajo, aun el más basto, se volvería agradable. La tendencia de la producción moderna a subdividirse no implicaría monotonía ni mengua de la habilidad del trabajador, puesto que la aliviarían la brevedad de la jornada, la variedad y la alternación de las ocupaciones manuales con las intelectuales.
El mayor de los despilfarros debidos a la actual estructura social es el despilfarro de poder mental. ¡Cuán pequeñísimas son las fuerzas que contribuyen al avance de la civilización, comparadas con las que permanecen latentes! ¡Cuán pocos son los pensadores, los descubridores, los inventores, los organizadoras, en comparación con la gran masa del pueblo! Sin embargo, hombres como estos nacen en abundancia; son las circunstancias las que a tan pocos permiten desarrollar sus facultades.
De lo mejor que hay en nosotros, adquisiciones, posición y hasta carácter, ¡Cuán poco se puede atribuir a nosotros mismos! ¡Cuánto debemos a las influencias que nos han moldeado! ¿Quién hay que sea prudente, instruido, discreto o fuerte, que, al recordar la historia íntima de su vida, no pueda, como el emperador Estoico, dar gracias a los dioses, por haberle proporcionado en todas partes multitud de buenos ejemplos, nobles pensamientos y felices ocasiones? ¿En quién, llegado al meridiano de su vida y mirando a su alrededor, no hallaría eco el pensamiento del piadoso inglés, al ver un criminal yendo al patíbulo: «A no ser por la gracia de Dios, allí hubiera ido yo»? La herencia tiene muy poca importancia, si se compara con el medio ambiente. Este, decimos, es el resultado de mil años de progreso europeo; aquél, el de mil años de petrificación china. Pero situad un niño en el corazón de China y, excepto el ángulo de los ojos y el color del cabello, el caucásico crecería como los que le rodean, hablando igual lenguaje, pensando iguales ideas, demostrando iguales gustos. Trocad en su cuna a lady Vere de Vere por una niña de los barrios bajos, y la sangre de cien condes, ¿haría de aquélla una mujer culta y refinada?
Suprimir la miseria y el miedo a la miseria, dar a todas las clases ocio, comodidad e independencia, el decoro y los refinamientos de la vida y las oportunidades para el desarrollo mental y moral, sería como conducir agua a un desierto. La tierra estéril se revestiría de verdor y los sitios infecundos, de donde la vida parecería desterrada se animarían con la jaspeada sombra de los árboles y el melodioso canto de los pájaros. Talentos ahora ocultos, virtudes insospechadas, brotarían haciendo la vida humana más rica, más completa, más feliz, más noble. Porque en los hombres redondos metidos en huecos triangulares y en los hombres triangulares apretujados en huecos redondos; en estos hombres que malgastan sus energías pugnando por ser ricos; en los que en las fábricas se convierten en máquinas o que la necesidad encadena al banco o al arado; en estos niños que crecen en la sordidez, el vicio y la ignorancia, hay facultades de primera calidad y los talentos más espléndidos. Todo lo que necesitan es la oportunidad para desarrollarlos.
Considerad las posibilidades de un estado de la sociedad que diera esta oportunidad a todos. Dejad que la imaginación complete el cuadro; sus colores son demasiado brillantes para pintarlos con palabras. Figuraos la elevación moral, la actividad intelectual, la vida social. Considerad cómo los individuos de toda colectividad están entrelazados por mil relaciones mutuas y cómo, en el actual estado de cosas, hasta los pocos afortunados que están en el vértice de la pirámide social, han de sufrir, aun sin saberlo, por la miseria, la ignorancia y la degradación que se extiende a sus pies. El cambio que yo propongo sería en bien de todos, hasta del mayor propietario. ¿No estaría más seguro del porvenir de sus hijos, al dejarlos sin un céntimo en tal estado social, que al dejarles la mayor fortuna en éste? Si semejante estado de la sociedad existiera en algún sitio, ¿no pagaría barata la entrada en él, al ceder todas sus propiedades? --
CAPITULO 24
¡También éste, oh Roma, será tu destino algún día!
Cualquiera que sea el origen del hombre, todo lo que sabemos de éste, es en cuanto es hombre, tal como ahora lo encontramos. No hay memoria ni rastro suyo en condiciones inferiores a las que todavía se pueden encontrar entre salvajes. Cualquiera que sea el puente por el cual haya cruzado el vago abismo que hoy lo separa de los irracionales, no queda de él ningún vestigio. Entre los salvajes inferiores de que tenemos noticias y los animales superiores, hay una diferencia irreconciliable, no tan sólo de grado, sino de clase. Los animales inferiores al hombre presentan muchas de las características, acciones y emociones humanas; pero al hombre, por bajo que se halle en la escala de la humanidad, no se le ha encontrado nunca privado de una cosa, de la cual los animales no presentan la menor huella, algo claramente perceptible, pero casi indefinible, que le da la facultad de progresar.
El castor construye un dique, el pájaro un nido, la abeja una celda; pero mientras el dique del castor, el nido del pájaro y la celda de la abeja se construyen siempre según el mismo modelo, la casa del hombre pasa de la tosca cabaña de hojas y ramas a la magnífica mansión provista de todas las comodidades modernas. El perro puede, hasta cierto punto, relacionar la causa con el efecto, y se le pueden enseñar algunas habilidades; pero su capacidad en este sentido no ha mejorado ni por asomo en todos los siglos en que ha sido compañero del hombre progresivo, y el perro de la civilización no es ni pizca más capaz o inteligente que el perro del salvaje errante. No sabemos de ningún animal que use vestidos, cueza sus alimentos, se haga herramientas o armas o tenga un lenguaje articulado. En cambio, a no ser en la fábula, nunca se ha encontrado ni mencionado un hombre que no haga todo esto. Es decir, el hombre, dondequiera que le conocemos, ostenta este poder, esta facultad de completar lo que la naturaleza ha hecho por él, con lo que él hace para sí mismo. Y de hecho, son tan inferiores los dotes físicas del hombre, que en ninguna parte del mundo podría subsistir sin aquella facultad.
En todo tiempo y lugar, el hombre manifiesta esta facultad. Pero el grado en que la emplea varía mucho. Entre la rudimentaria canoa y el buque de vapor, entre el burdo ídolo de madera tallada y el viviente mármol del arte griego, entre las nociones del salvaje y la moderna ciencia, hay una diferencia enorme.
Condiciones del Progreso Social
Los diversos grados en que se emplea esta facultad no pueden atribuirse a diferencias de capacidad original. Los pueblos hoy más adelantados eran salvajes en tiempos históricos, y encontramos las mayores diferencias entre pueblos del mismo linaje. Ni pueden atribuirse por completo a diferencias del ambiente físico; en muchos casos, la cuna del saber y de las artes está hoy ocupada por pueblos en la barbarie. Todas aquellas diferencias están evidentemente ligadas al desarrollo social. Excepto, quizás, en lo más rudimentario, el hombre sólo puede progresar viviendo con sus semejantes. Por esto, todas esas mejoras en los poderes y condiciones del hombre, las resumimos con el término «civilización». El hombre adelanta a medida que se civiliza o aprende a colaborar en la sociedad.
¿Cuál es la ley de este progreso? ¿Por qué principio general podemos explicar los diferentes grados de civilización que han alcanzado las diversas colectividades? ¿En qué consiste esencialmente el progreso de la civilización, que nos permita decir, de las diversas disposiciones sociales, cuáles lo favorecen y cuáles no; o explicar por qué una institución o situación puede en unas épocas adelantarlo y en otras retardarlo?
La creencia reinante es que el progreso de la civilización es un desarrollo o evolución, en el curso del cual las facultades y cualidades humanas aumentan y mejoran por la acción de causas semejantes a las que se admiten para explicar el origen de las especies, a saber, la supervivencia del más fuerte y la transmisión hereditaria de las cualidades adquiridas. En otras palabras, se cree que la civilización es el resultado de fuerzas que poco a poco cambian el carácter y mejoran y elevan las facultades del hombre; y que este mejoramiento tiende a avanzar cada vez más hacia una civilización cada vez más elevada.
En medio de una civilización floreciente, esta teoría del progreso nos parece muy natural. Pero sus defensores, cuando miran el mundo que nos rodea, se encuentran frente a un hecho anómalo: las civilizaciones inmóviles, petrificadas. Con la teoría de que el progreso humano es el resultado de causas generales y continuas, ¿cómo nos explicamos las civilizaciones que han progresado mucho y luego se han paralizado? No se puede decir del hindú y del chino que nuestra superioridad sobre ellos es el resultado de una educación más prolongada; que nosotros venimos a ser como los adultos de la naturaleza, mientras que ellos son los niños. Los hindúes y los chinos eran civilizados cuando nosotros éramos salvajes. Tenían grandes ciudades, gobiernos altamente organizados y poderosos, literatura, filosofía, modales corteses, considerable división del trabajo, vasto comercio y primorosas artes, cuando nuestros antepasados eran bárbaros nómadas, que vivían en chozas y tiendas de piel. Mientras nosotros hemos avanzado desde aquel estado salvaje, ellos se han quedado estancados. De todas las civilizaciones que conocemos un poco, la más inmóvil y fosilizada fue la de Egipto, en la que hasta el arte acabó por adoptar una forma convencional e inflexible. Pero sabemos que, antes de ésta, debió existir una época de vida y vigor, una civilización que se desplegaba lozana y expansiva, como la nuestra, pues de otro modo las artes y las ciencias nunca habrían alcanzado tanta altura. Y excavaciones recientes han sacado a luz, más allá de lo que sabíamos del Egipto, un Egipto aún más antiguo, con estatuas y relieves que, en vez de un tipo rígido y formalista, irradian vida y expresión y muestran un arte animoso, ardiente, natural y libre, señal segura de una vida dinámica y expansiva.
Civilizaciones Detenidas
Si el progreso fuese el resultado de leyes fijas, invariables y eternas que impulsan al hombre adelante, ¿cómo nos explicamos estas civilizaciones detenidas? No es solamente que el hombre haya avanzado tanto en la senda del progreso y luego se haya detenido; es que ha avanzado tanto y luego ha retrocedido. Lo que contradice la teoría no es sólo un caso aislado: es la regla universal. Todas las civilizaciones que hasta hoy el mundo ha visto, han tenido sus fases de crecimiento vigoroso, de parada y estancamiento, de decadencia y caida. De todas las civilizaciones que han nacido y florecido, sólo quedan hoy las que se han detenido y la nuestra, que aún no es tan antigua como lo eran las pirámides, cuando Abraham las contempló y tenían veinte siglos de historia comprobada.
Sin duda alguna, nuestra civilización tiene una base más amplia, es de un tipo más avanzado, se mueve más aprisa y se remonta más alto que cualquier civilización anterior; pero, en este concepto, apenas está más avanzada respecto a la civilización greco-romana, que ésta lo estaba respecto a la civilización asiática; y si Io estuviese, esto no probaría nada en cuanto a su permanencia y futuro avance, mientras no se demuestre que es superior en aquellas cosas que causaron el fracaso definitivo de sus predecesoras. Lo cierto es que nada está más lejos de explicar los hechos de la historia universal que la teoría según la cual la civilización es el resultado de una serie de selecciones naturales que actúan mejorando y elevando las facultades humanas. La civilización ha nacido en diferentes épocas, en diferentes sitios y ha progresado en diferentes medidas, lo cual no es incompatible con dicha teoría, porque puede resultar del diferente equilibrio entre las fuerzas impulsoras y resistentes. Pero es absolutamente incompatible con ella, el hecho de que el progreso no ha sido continuo en níngún sitio, sino que en todas partes se ha detenido o ha retrocedido, Pues si el progreso determinase un mejoramiento de la naturaleza humana, y de este modo originase otro nuevo progreso, por regla general, y aunque hubiera alguna interrupción pasajera, el avance sería continuo, el adelanto conduciría a un nuevo adelanto y la civilización se desenvolvería en civilizaciones superiores.
Imperios Fenecidos
No sólo la regla general, sino la regla universal es lo contrario. La tierra es la tumba de imperios fenecidos, no menos que la de hombres difuntos. En vez de que el progreso prepare a los hombres para un mayor avance, cada civilización que en su época fue vigorosa y progresiva como hoy la nuestra, ha venido a detenerse por sí misma. Una y otra vez el arte ha declinado, la cultura ha decaído, ha menguado el poder y se ha enrarecido la población, hasta que los remanentes de quienes habían erigido famosos templos y poderosas ciudades, desviado ríos, perforado montañas, cultivado el suelo como un jardín y llegado al sumo refinamiento en las minucias de la vida, fueron míseros bárbaros, que ni siquiera recordaban lo que habían hecho sus antepasados y miraban los restos de su anterior grandeza como obra de magia o de la poderosa raza antediluviana. «¡También éste, oh Roma, será tu destino algún dia!», exclamó Escipión llorando sobre las ruinas de Cartago; y la descripción de Macaulay de un neozelandés meditando sobre el arco roto del Puente de Londres, acude a la imaginación, hasta de los que ven levantarse ciudades en el yermo y contribuyen a poner los cimientos de un nuevo imperio. Y así, al erigir un edificio público, dejamos en la piedra angular mayor un hueco en el cual sellamos cuidadosamente algunos recuerdos de nuestros días, previendo el tiempo en que nuestras obras serán ruinas y nosotros mismos seremos olvidados.
La teoría que explica el avance de la civilización por cambios en la naturaleza del hombre, no logra explicar los hechos, pues el pueblo que comienza una nueva civilización nunca ha sido educado y modificado hereditariamente por la anterior, sino que es una raza nueva que viene de un nivel inferior. Los bárbaros de una época han sido los civilizados de la siguiente, a su vez reemplazados por nuevos bárbaros. Hasta ahora, siempre ha sucedido que los hombres, bajo las influencias de la civilización, aunque al principio mejoran, después degeneran. Toda civilización que ha sido subyugada por bárbaros, en realidad ha perecido por la decadencia interna.
Individuos y Naciones
Por esto, ¿hemos de decir que hay una vida nacional o de la raza, como hay una vida Individual? ¿Que todo conjunto social tiene, por decirlo así una cierta cantidad de energía, cuyo consumo lleva necesariamente a la decadencia? Esta es una idea antigua y difundida que de un modo constante e incongruente aparece en los escritos de quienes exponen la teoría evolucionista. Pero, mientras sus individuos se renuevan constantemente con el vigor nuevo de la infancia, una colectividad no puede envejecer, como envejece un hombre, por la decadencia de sus fuerzas. Mientras su fuerza conjunta deba ser la suma de las fuerzas de sus componentes individuales, una colectividad no puede perder fuerza vital, a no ser que la de sus componentes disminuya. Sin embargo, en la comparación vulgar que asemeja el poder vital de una nación al de un individuo, asoma el reconocimiento de una verdad evidente, la certeza de que los obstáculos que acaban por detener el progreso nacen de este mismo progreso, y que las causas que han destruido todas las civilizaciones precedentes, han sido las condiciones creadas por el mismo crecimiento de la civilización.
Diferencias de Civilización. Sus Causas
En toda colectividad numerosa, así como entre distintos grupos o clases, podemos ver diferencias parecidas a las que hay entre civilizaciones distintas, diferencias de saber, creencias, costumbres, gustos y lenguaje, que, en sus extremos entre gente de igual raza y país, aparecen tan marcadas como las que hay entre pueblos civilizados y salvajes. Del mismo modo que en pueblos contemporáneos se pueden hallar aún todas las fases del desarrollo social, a partir de la edad de piedra, también hoy en el mismo país y en la misma ciudad se pueden hallar uno junto a otro grupos que muestran parecidas divergencias. En paises tales como Inglaterra y Alemania, niños de la misma raza, nacidos y criados en el mismo lugar, crecerán hablando el idioma de modo diferente, profesando diversas creencias, siguiendo costumbres diferentes y mostrando gustos distintos; y hasta en un país como los Estados Unidos, se observan diferencias de esta índole, aunque no en igual grado, entre grupos y círculos distintos.
Pero estas diferencias no son, ciertamente, innatas. Ningún niño nace metodista o católico, pronunciando o no la h aspirada. Todas las diferencias que distinguen los diversos grupos o círculos proceden de la asociación dentro de los mismos.
Los jenízaros eran jóvenes que en edad temprana fueron arrebatados a sus padres cristianos, pero no eran musulmanes menos fanáticos, ni mostraban menos todos los rasgos del carácter turco. Los jesuitas y otras órdenes muestran un carácter marcado, pero, ciertamente, este carácter no se perpetúa por transmisión hereditaria. Y hasta asociaciones tales como escuelas y regimientos, cuyos componentes permanecen sólo un corto tiempo en ellas, manifiestan características generales debidas a impresiones mentales perpetuadas por la asociación.
Este conjunto de tradiciones, creencias, costumbres, leyes, hábitos y asociaciones, que nacen dentro de cada colectividad y rodean a cada individuo, es el gran elemento que determina el carácter nacional. Esto, más bien que la transmisión hereditaria, es lo que diferencia al inglés del francés, al alemán del italiano y al americano del chino. De este modo es como se conservan, extienden o cambian los rasgos nacionales.
Atributos Físicos y Mentales
Una raza de hombres con actividad mental no mayor que la de los animales, hombres que solamente coman, beban, duerman y procreen, sin duda podrían, por un tratamiento cuidadoso y selección en la cría y a fuerza de tiempo, adquirir diferencias corporales y de carácter tan grandes como las que por medios parecidos se han obtenido en los animales domésticos. Pero hombres de esa clase no los hay; y en los hombres, tales como son las influencias mentales, actuando a través del espíritu sobre el cuerpo a cada paso, interrumpirían el proceso. Con toda probabilidad, los hombre han estado sobre la tierra más tiempo que varias especies animales. Han estado separados unos de otros bajo diferencias de clima que produce las más marcadas diferencias en los animales, y, sin embargo, las diferencias físicas ente las diversas razas humanas apenas son mayores que la que hay entre caballos blancos y caballos negros; ciertamente no son tan grandes como entre perros de la misma subespecie, por ejemplo entre la distintas variedades de spaniel o de terrier. Y aun respecto a estas diferencias físicas entre razas humanas, los que las explican por la selección natural y la transmisión hereditaria, afirman que fueron producidas cuando el hombre estaba mucho más próximo al animal, es decir, cuando tenía menos entendimiento.
Y si esto es cierto respecto a la constitución física del hombre, ¿cuánto más no lo será respeto a su constitución mental? Venimos al mundo con todos nuestros componentes físicos; pero el entendimiento se desarolla después.
Tomad un número de niños nacidos de los padres más civilizados y llevadlos a un país deshabitado. Suponed que, por algún milagro, se mantienen hasta la edad de cuidarse de sí mismos y ¿qué tendríais? Los salvajes más desvalidos de que tenemos noticia. Tendrían que decubrir el fuego; inventar los más rudimentarios utensilios y armas; formar el lenguaje. En suma, tendrían que tropezar a cada paso, como un niño que aprende a andar, para poseer los conocimientos más sencillos que las razas inferiores poseen ahora. No dudo en lo más mínimo que, con el tiempo, harían todas aquellas cosas, pues todas esas posibilidades están latentes en la mente del hombre, del mismo modo que la facultad de andar está latente en su estructura corporal, pero no creo que las hiciesen mejor o peor, más despacio o más aprisa, que en iguales circunstancias, las harían los niños de padres salvajes. Dados los más elevados poderes mentales que individuos excepcionales hayan desplegado, ¿qué sería de la humanidad, si una generación quedase separada de la siguiente por un intervalo de tiempo como los diecisiete años de la cigarra? Un intervalo como éste reduciría la humanidad, no al salvajismo, sino a un estado, comparado al cual el salvajismo que conocemos parecería civilización.
Semejanza Esencial en
Por el contrario, suponed que un número de niños salvajes, ignorándolos las madres (pues hasta esto sería necesario para hacer el experimento con imparcialidad), substituyesen a otros tantos niños de la civilización. ¿Podemos suponer que al desarrollarse presentarían alguna diferencia? Creo que nadie que haya tratado diferentes pueblos, pensaría así. La gran lección que así se aprende es que «la naturaleza humana es naturaleza humana en todo el mundo». Y esta lección se puede aprender también en los libros. No me refiero a los relatos de viajeros, porque los informes que los civilizados nos dan en su libros sobre los salvajes, muy a menudo son como los informes que de nosotros darían los salvajes, si pudiesen hacernos visitas a toda prisa y luego escribir libros; hablo de aquellas memorias de la vida e ideas de otros tiempos y otros pueblos, que traducidas a nuestro lenguaje actual, son como reflejo de nuestras propias vidas y destellos de nuestras propias ideas. El sentimiento que inspiran es el de la esencial semejanza de los hombres. «Este es -- dice Emmanuel Deutsch -- el resultado de todas las investigaciones en la historia o en el arte: Eran como nosotros.»
El Hombre Moderno y sus Precursores
No hay pruebas para admitir un mejoramiento mental de la raza dentro de los tiempos que conocemos. ¿Puede la civilización moderna presentar poetas, artistas, arquitectos, filósofos, oradores, estadistas o guerreros mejores que los de la antigua? No hace falta recordar nombres. Cualquier niño de la escuela los conoce. Para nuestros modelos y personificaciones del poder mental, recurrimos a los antiguos. Si pudiésemos suponer que Homero o Virgilio, Demóstenes o Cicerón, Alejandro, Anibal o César, Platón o Lucrecio, Euclides o Aristóteles, volviesen a esta vida, ¿podríamos suponer que fuesen inferiores en algo a los hombres de hoy? O, si tomamos cualquier época, aun la de mayor atraso, posterior a la clásica o cualquier otra anterior que conozcamos algo, ¿no encontraremos hombres que, en las circunstancias y conocimientos de su tiempo, mostraron un poder mental tan elevado como el de los hombres de hoy? Y, entre las razas menos adelantadas, cuando fijamos en ellas nuestra atención, ¿no encontramos hoy hombres que, dentro de sus circunstancias, presentan cualidades mentales tan grandes como pueda mostrarlas la civilización? La invención del ferrocarril, dada la época en que ocurrió, ¿demuestra mayor inventiva que la de la carretilla cuando ésta aún no existía? Nosotros, los hombres de la civilización moderna estamos muy por encima de los que nos han precedido y de las razas contemporáneas menos adelantadas. Pero es porque estamos sobre una pirámide, no porque seamos más altos. Lo que los siglos han hecho por nosotros no es aumentar nuestra estatura, sino levantar una construcción sobre la cual podemos afianzar nuestros pies.
El Papel que Desempeña
No digo que todos los hombres posean las mismas capacidades o sean iguales en mentalidad, como tampoco digo que sean iguales en lo físico. Entre los incontables millones que han venido a esta tierra y se han ido de ella, probablemente nunca hubo dos hombres que en lo físico ni en lo mental fuesen exactamente iguales. Ni siquiera digo que no haya diferencias raciales de mentalidad tan claramente marcadas como lo son las diferencias raciales en lo corporal. No niego la influencia de la herencia en la transmisión de peculiaridades mentales, del mismo modo y quizás en el mismo grado en que se transmiten las peculiaridades corporales. Sin embargo, me parece que hay un patrón común y unas proporciones naturales de la mente, como los hay del cuerpo, hacia los cuales todas las desviaciones tienden a regresar. Las circunstancias en que nos encontramos, pueden producir deformaciones, como las producen los «cabezas chatas» comprimiendo el cráneo de sus hijos o los chinos vendando los pies de sus hijas. Pero, así como los niños «cabezas chatas», siguen naciendo con cabeza de forma natural y las niñas chinas con los pies normalmente proporcionados, también la naturaleza parece volver al tipo mental normal. El niño no hereda el saber de su padre, más de lo que hereda el ojo de cristal o la pierna artificial del mismo; el hijo de los padres más ignorantes puede llegar a ser un promotor de la ciencia o un guía del pensamiento.
Las diferencias entre la gente de colectividades de distintos lugares y tiempos, que llamamos diferencias de civilización, son inherentes no al individuo, sino a la sociedad. Resultan, no de diferencias en las unidades, sino de las condiciones en que estas unidades se incorporan a la sociedad.
Importancia del Medio Ambiente Social
Considero que la explicación de las diferencias que distinguen las colectividades es ésta: que cada sociedad, grande o pequeña, teje necesariamente para sí misma una red de saber, creencias, costumbres, lenguaje, gustos, instituciones y leyes. En esta red tejida por cada sociedad (o mejor en estas redes, pues cada colectividad superior a la más sencilla está compuesta de colectividades menores que se superponen y enlazan entre sí), el individuo es recibido al nacer y sigue en ella hasta su muerte. Esta es la matriz en que la mente se desenvuelve y cuyo sello toma. Así es como se desarrollan y perpetúan las costumbres, religiones, prejuicios, gustos y lenguajes. Así es como se transmite la habilidad y se acumula el saber y como los descubrimientos de una época forman la provisión común y el peldaño para la siguiente. Esto, aunque, con frecuencia opone al progreso los más serios obstáculos, es lo que lo hace posible. Es lo que hoy permite a cualquier chico de la escuela aprender en pocas horas más cosas del universo que las conocidas por Ptolomeo y sitúa al más torpe hombre de ciencia muy por encima del nivel alcanzado por la gigantesca inteligencia de Aristóteles.' Esto es para la raza lo que la memoria es para el individuo. Nuestras artes admirables, nuestras trascendental ciencia, nuestros maravillosos inventos, nos han venido de esta manera.
El progreso humano avanza a medida que los adelantos hechos por una generación quedan así asegurados como propiedad común de la siguiente y sirven de punto de partida para otros nuevos adelantos.
El Poder Mental, Motor del Progreso
¿Cuál es, pues, la ley del progreso humano, la ley que ha de explicar clara y terminantemente por qué, aunque probablemente la humanidad comenzó con las mismas facultades y al mismo tiempo, existen ahora tan grandes diferencias en el desarrollo social? No es difícil descubrir esta ley. No pretendo darle precisión científica, sino sólo indicarla.
Los incentivos para el progreso son los deseos inherentes a la naturaleza humana, el deseo de satisfacer las necesidades de índole animal, las de índole intelectual, y las de índole efectiva; el deseo de ser, saber y hacer, deseos que, aun sin ser infinitos, nunca pueden quedar satisfechos, porque crecen a medida que se satisfacen.
La mente es el instrumento con el cual el hombre avanza y con el cual cada avance queda asegurado y convertido en punto de apoyo para nuevos adelantos. Por esto el poder mental es el motor del progreso, y el hombre tiende a avanzar en proporción al poder mental que se aplique a progresar, que se dedique a aumentar el saber, perfeccionar los métodos y mejorar las condiciones sociales.
El trabajo que un hombre puede hacer con su inteligencia tiene un límite, como lo tiene el que puede hacer con su cuerpo; por esto, el poder mental que se puede destinar al progreso es solamente el que sobra después de gastar el exigido por finalidades no progresivas. Estos fines no progresivos, en los cuales se consume poder mental, pueden ser de mantenimiento y de conflicto. Entiendo por mantenimiento, no sólo el de la existencia, sino también el de la posición social y de los avances logrados. Entiendo por conflicto no sólo la guerra y sus preparativos, sino todo gasto de poder mental en la satisfacción del deseo a costa de los demás y en la resistencia a esta agresión.
Comparando la sociedad a un bote, su avance por el agua depende, no del esfuerzo de la tripulación, sino del esfuerzo dedicado a hacerlo avanzar. Este será disminuido por todo gasto de esfuerzo en achicar agua, en luchar los tripulantes entre sí o en bogar en diferentes direcciones.
Requisitos del Progreso
En la soledad, mantener la existencia exige todos los poderes del hombre. El poder mental para aplicaciones más elevadas, sólo se pone en libertad por medio de la asociación de los hombres en colectividades, la cual permite la división del trabajo y todas las economías resultantes de la colaboración de un mayor número. Por esto, la asociación es la primera condición esencial del progreso.
El perfeccionamiento es posible cuando los hombres se reúnen en asociación pacífica, y cuanto más extensa y unida sea ésta, mayores son las posibilidades de perfeccionamiento. Y como el despilfarro de poder mental gastado en lucha será mayor o menor según que, respectivamente, se desatienda o reconozca la ley moral que da a todos una igualdad de derechos, por esto la equidad (o justicia) es la segunda condición esencial del progreso.
Por lo tanto, la asociación en equidad es la ley del progreso.
La asociación libera poder mental para gastarlo en mejorar, y la equidad (o justicia o libertad, pues estos términos significan aquí lo mismo, el reconocimiento de la ley moral) impide la disipación de este poder en luchas estériles
El hombre es social por naturaleza. No necesita que le apresen y domestiquen, para inducirle a vivir con sus semejantes. La extrema incapacidad con que entra en la vida y el largo período necesario para la madurez de sus facultades, requieren el lazo familiar; y éste, como podemos observar, es más extenso y, en toda su extensión, más fuerte entre los pueblos más rudos que entre los pueblos más cultos. Las primeras sociedades son familias, agrandadas hasta tribus, que conservan todavía un mutuo parentesco de consanguinidad, y hasta cuando han llegado a ser grandes naciones, todavía se atribuyen un origen común.
Los hombres tienden al progreso en cuanto se agrupan. Por la mutua colaboración aumentan el poder mental que se puede dedicar al perfeccionamiento, pero en cuanto se provoca el conflicto, o la asociación engendra la desigualdad de condición y poder, esta tendencia al progreso disminuye, se detiene y finalmente se transforma en retroceso.
Por qué Cayó Roma
Mucho antes que los godos o vándalos irrumpiesen a través del cordón de legiones, incluso mientras sus fronteras avanzaban, Roma llevaba la muerte en el corazón. Las grandes propiedades habían arruinado Italia. La desigualdad había secado la fuerza y destruido el vigor del mundo romano. El gobierno pasó a ser un despotismo que ni el asesinato podía moderar; el amor a la patria se convirtió en servilismo; se alardeaba públicamente de los vicios más inmundos; la literatura cayó en puerilidades; se olvidó el saber; comarcas fértiles, sin los estragos de la guerra, quedaron desiertas; por todas partes, la desigualdad produjo la decadencia política, mental, moral y material. La barbarie que arrolló a Roma no vino de afuera, sino de adentro. Era la obligada consecuencia de un sistema que había substituido los pequeños hacendados de Italia por esclavos y colonos y había parcelado las provincias en grandes fincas para las familias del Senado.
El Fundamento de
Yo no sé tocar ningún instrumento de cuerda; pero sí deciros cómo de una aldehuela se hace una ciudad grande y gloriosa. — Temístocles
En todos sus detalles, así como en sus rasgos principales, el origen y crecimiento de la civilización europea demuestra cuán verdad es que el progreso avanza cuando la sociedad tiende a una asociación más compacta y a una mayor equidad. Civilización es colaboración. Unión y libertad son sus factores. El gran aumento de la asociación, no sólo por el desarrollo de colectividades mayores y más densas, sino por el aumento del comercio y múltiples cambios que mantienen unida cada una de ellas y las enlazan entre sí por separadas que estén; el desarrollo de la ley internacional y municipal; los avances en la seguridad personal y de la propiedad, en la libertad individual y hacia el gobierno democrático; los avances, en suma, hacia el reconocimiento de los iguales derechos a la vida, a la libertad y a la búsqueda de la felicidad. Esto es lo que ha hecho nuestra civilización moderna tanto más grande y elevada que cualquier anterior a ella. Es lo que, poniendo en libertad el poder mental, ha descorrido el velo de la ignorancia que ocultaba al saber humano todo el globo, excepto una pequeña porción del mismo, el poder mental que ha medido las órbitas de las esferas en revolución y nos hace ver la vida moverse y palpitar en una gota de agua; que nos ha abierto la antecámara de los misterios de la naturaleza y ha leído los secretos de un pasado enterrado hace mucho tiempo; que ha puesto a nuestro servicio fuerzas físicas a cuyo lado los esfuerzos humanos son exiguos, y que ha aumentado el poder productivo con miles de grandes inventos.
Reprobación de
Con el espíritu de fatalismo que, como ya indiqué, impregna la literatura corriente, esta de moda hablar hasta de la guerra y la esclavitud como medios de progreso humano. Pero la guerra, que es lo contrario de la asociación, no puede ayudar al progreso, sino solamente cuando impide ulteriores guerras o derriba barreras antisociales que por si mismas son una guerra pasiva. En cuanto a la esclavitud, no creo que ninguna vez haya ayudado a establecer la libertad. Desde el más rudo estado en que cabe imaginar al hombre, la libertad, sinónimo de la equidad, ha sido el estímulo y la condición del progreso. la esclavitud nunca ha contribuido ni pudo contribuir al mejoramiento. Tanto si la sociedad consiste en un solo amo y un solo esclavo como si la forman miles de amos y millones de esclavos, la esclavitud trae consigo un despilfarro del poder humano; pues no sólo el trabajo esclavo es menos productivo que el trabajo libre, sino que el poder de los amos se malgasta en retener y vigilar a sus esclavos, desviándose de las direcciones en que está el verdadero progreso. En todos sus aspectos, la esclavitud, como toda otra negación de la igualdad natural de los hombres, ha estorbado e impedido el progreso. En la misma proporción en que la esclavitud desempeña un papel importante en la organización social, el progreso se detiene. Que la esclavitud fuese universal en el mundo clásico es, sin duda, la razón por la cual la actividad mental que tanto pulió la literatura y refinó al arte, nunca acertó a hacer ninguno de los grandes descubrimientos e inventos que distinguen la moderna civilización. En una colectividad esclavista, las clases altas pueden adquirir lujo y refinamiento, pero nunca inventiva. Todo lo que degrada al trabajador y le roba los frutos de su fatiga, sofoca el espíritu de invención e impide utilizar los inventos y descubrimientos, aun cuando se hayan hecho.
Sólo a la libertad le es dado el hechizo que subyuga a los genios mágicos, custodios de los tesoros de la tierra y de las fuerzas invisibles del aire la ley del progreso humano, ¿qué es sino la ley moral? En cuanto la organización social promueve la justicia, reconoce la igualdad de derechos entre los hombres y asegura a todos la perfecta libertad que sólo está limitada por la igual libertad de los demás, la civilización ha de progresar. En cuanto deja de actuar así la civilización que avanza, se estanca y retrocede.
CAPITULO 25
COMO PUEDE DECAER
Según la ley que hemos averiguado, las condiciones del progreso son la asociación y la equidad. Desde la época en que, por vez primera, podemos discernir los destellos de la civilización en medio de las tinieblas que siguieron a la caída del Imperio de Occidente, el desarrollo moderno se ha encaminado hacia la igualdad política y legal; a la abolición de la esclavitud; a la derogación de la servidumbre personal; a la supresión de privilegios hereditarios; a la substitución del gobierno arbitrario por el parlamentario; a la libertad de criterio en cuestiones religiosas; a la más igual seguridad personal y de propiedad de los de clase alta y baja, débiles y fuertes; a la mayor libertad de movimiento y ocupación; de palabra y de imprenta. La historia de la moderna civilización es la historia de los avances en este sentido, de las luchas y triunfos de la libertad personal, política y religiosa. Y la ley general se manifiesta en que, a medida que esta tendencia se ha afirmado, la civilización ha avanzado, mientras que, al reprimir o retrogradar dicha tendencia, la civilización se ha paralizado.
Donde hay algo así como una equitativa distribución de la riqueza, cuanto más democrático sea el gobierno, mejor será éste; pero donde hay una gran desigualdad en la distribución de la riqueza, cuanto más democrático sea el gobierno, peor será éste; porque, aunque una democracia corrompida no puede en sí misma ser peor que una autocracia corrompida, sus efectos sobre el carácter nacional serán peores. Dar el sufragio a vagabundos, a indigentes, a hombres para los cuales la ocasión de trabajar es una dádiva, a hombres que han de mendigar, robar o morirse de hambre, es invocar la destrucción. Poner el poder político en manos de hombres amargados y degradados por la pobreza es como atar teas encendidas a unas zorras y soltarlas entre las mieses, es arrancar los ojos a un Sansón y ceñir sus brazos a las columnas de la vida nacional.
Para transformar un gobierno republicano en el despotismo más vil y más cruel, no es necesario cambiar la forma de sus instituciones o abandonar la elección popular. Después de César, pasaron siglos antes que el dueño absoluto del mundo romano pretendiese gobernar de otro modo que con la autorización de un Senado que temblaba ante su presencia.
La forma no es nada cuando el espíritu ha desaparecido, y las formas de gobierno popular son las que el espíritu de la libertad abandona más fácilmente. Los extremos se tocan, y un gobierno por sufragio universal e igualdad teórica, en circunstancias que inciten al cambio, puede con la mayor facilidad convertirse en despotismo. Porque allí el despotismo se impone en nombre del pueblo y con el poder del pueblo. Una vez conseguida la única fuente de poder, todo se consigue. No hay clases oprimidas a que recurrir, ni clases privilegiadas que, defendiendo sus derechos, puedan defender los de todos. No queda dique que detenga la inundación, ni altura paro salvarse de ella.
Los azares de la sucesión hereditaria o de la elección por la suerte (el sistema de algunas de las repúblicas de la antigüedad) pueden a veces colocar en el poder al sabio y al justo; pero en una democracia corrompida, la tendencia siempre es dar el poder al peor. La honradez y el patriotismo llevan la carga, triunfa la desaprensión. Los mejores gravitan hacia el fondo, los peores flotan a lo alto y los viles sólo se verán desposeídos por otros más viles. Como que el carácter nacional se ha de asimilar gradualmente, las cualidades con que se gana el poder y, por consiguiente, el respeto, se extiende la opinión desmoralizada que, en el largo transcurso de la historia vemos una y otra vez, transformando razas de hombres libres en razas de esclavos. Un gobierno democrático corrompido, corrompe al fin al pueblo, y cuando el pueblo se degrada no cabe resurrección. La vida ha huido, sólo permanece la carroña: ya sólo falta que el arado del destino la oculte bajo tierra.
Esta transformación del gobierno popular en un despotismo del tipo más vil y más degradante, que irremisiblemente ha de resultar de la desigual distribución de la riqueza, no es cosa de un porvenir remoto. Ha empezado ya y avanza rápidamente ante nuestros ojos. Se vota con más despreocupación; cuesta más despertar al pueblo con la necesidad de reformas y es más difícil llevarlas a cabo; las diferencias políticas dejan de ser diferencias de principios, y las ideas abstractas están perdiendo su poder; los partidos caen bajo la dirección de lo que en el gobierno general serían oligarquías y dictaduras. Todo esto son pruebas de decadencia política.
Las corrientes inferiores de estos tiempos, parecen arrastrarnos de nuevo hacia las antiguas condiciones de que soñábamos habernos librado. El desarrollo de las clases artesanas y comerciantes quebrantó gradualmente el feudalismo cuando había llegado a ser tan completo que los hombres suponían el cielo organizado en forma feudal y atribuían a la primera y la segunda persona de
Ante nuestros ojos se van minando los cimientos mismos de la sociedad, mientras nos preguntamos, ¿cómo es posible que se destruya una civilización como ésta, con sus ferrocarriles, su prensa diaria y sus telégrafos? Mientras la literatura respira la creencia de que hemos dejado atrás, y en el porvenir seguiremos dejando cada vez más lejos el estado salvaje, hay indicios de que en realidad estamos retrocediendo hacia la barbarie.
Aunque no podamos decirlo abiertamente, la fe general en las instituciones democráticas disminuye y se debilita allí donde han alcanzado su más pleno desarrollo; ya no se cree confiadamente como antaño en la democracia como origen de la prosperidad nacional. Los hombres pensadores empiezan a ver sus peligros, sin ver el modo de evitarlos; están empezando a admitir la opinión de Macaulay (Nota) y a desconfiar de la de Jefferson. Poco a poco el pueblo se está acostumbrando a la creciente corrupción; el signo político de peor agüero es la difusión de un sentir que o bien duda que haya un hombre honrado en cargos públicos o lo cree tonto de no aprovechar la ocasión. Es decir, el pueblo mismo se está corrompiendo.
(Nota) Véanse las cartas de Macaulay a Randall, biógrafo de Jefferson. |
Cualquiera que piense verá claro a dónde lleva esta marcha. Cuando la corrupción sea crónica, el espíritu público se pierda, la tradición del honor, la virtud y el patriotismo se debiliten, se desprecie la ley y no quede esperanza en las reformas; entonces; en las masas enconadas se engendrarán fuerzas volcánicas que, al presentárseles una ocasión propicia, romperán y destruirán. Hombres fuertes y sin escrúpulos, aprovechando la ocasión, se convertirán en intérpretes de los deseos ciegos y pasiones violentas del pueblo y barrerán las instituciones, desprovistas ya de vitalidad. La espada volverá a ser más poderosa que la pluma y, en el desenfreno de la destrucción, la fuerza bruta y la locura salvaje alternarán con el letargo de una civilización decadente.
¿De dónde vendrán los nuevos bárbaros? Id por los barrios míseros de las grandes ciudades y ya ahora veréis sus hordas agolpadas. ¿Cómo perecerá el saber? Los hombres dejarán de leer y los libros prenderán incendios o se convertirán en cartuchos.
Sobresalta pensar cuán débiles huellas quedarán de nuestra civilización, si pasa por las angustias que acompañaron la decadencia de todas las civilizaciones anteriores. El papel no dura tanto como el pergamino, ni nuestros más firmes edificios y monumentos pueden compararse en solidez con los templos labrados en la roca y los titánicos edificios de las antiguas civilizaciones. Y la inventiva nos ha dado no sólo el vapor y la imprenta, sino también el petróleo, la nitroglicerina y la dinamita.
No obstante, insinuar en el día de hoy la posibilidad de que nuestra civilización decaiga, parece el colmo del pesimismo. Las tendencias especiales a que he aludido son evidentes para quienes piensan, pero, para la mayoría de éstos, así como para las grandes masas, la fe en el verdadero progreso es todavía hondo y fuerte, es una creencia fundamental que no admite ni la sombra de una duda.
Pero cualquiera que medite sobre ello, verá que, necesariamente, así ha de ocurrir donde el adelanto se convierte en retroceso. Porque en el desarrollo social, como en todas las demás cosas, el movimiento tiende a persistir en línea recta, y por esto, donde ha habido un anterior adelanto, cuesta muchísimo reconocer la decadencia, aunque haya comenzado de pleno; hay una tendencia casi irresistible a creer que el movimiento adelante, que ha sido progreso y sigue marchando, es todavía progreso. La red de creencias, costumbres, leyes, instituciones y hábitos, constantemente tejida por cada colectividad, y que produce en el individuo envuelto en ella todas las diferencias de carácter nacional, no se desenreda nunca. Es decir: en la decadencia de la civilización, los pueblos nunca bajan por el mismo camino que subieron.
Y fácilmente se ve que el retroceso de la civilización, que sigue a un período de progreso, puede ser tan gradual que en su tiempo no llame la atención; que, por desgracia, la mayoría de la gente necesariamente ha de tomar la decadencia por adelanto. Por ejemplo, hay una enorme diferencia entre el arte griego del período clásico y el del Bajo Imperio; sin embargo, el cambio fue acompañado o más bien causado por un cambio del gusto. Los artistas que con más presteza siguieron este cambio, fueron en su época considerados como los mejores. Y lo mismo ocurrió en la literatura. Al volverse más insulsa, pueril y ampulosa, lo haría obedeciendo a un gusto alterado, que tomaría su creciente debilidad por una creciente fuerza y belleza. El escritor realmente bueno no encontraría lectores; se le consideraría rudo, seco o pesado. Y así declinaría el drama; no porque faltasen excelentes obras, sino porque el gusto dominante fue, cada vez más, el de una clase menos culta que, naturalmente, tendría por lo mejor en su clase aquello que más admiraba. Y así también en la religión, las supersticiones añadidas por un pueblo supersticioso serían consideradas por éste como mejoras. Cuando empieza la decadencia, el retorno a la barbarie, donde no sea considerado en sí mismo como un progreso, parecerá necesario para hacer frente a las exigencias de los tiempos.
No es preciso investigar si, en las actuales corrientes de opinión y gusto, hay ya señales de retroceso; pero hay muchas cosas que indiscutiblemente demuestran que nuestra civilización ha llegado a un período crítico y que, de no dársele un nuevo impulso hacia la equidad social, quizás en el porvenir, el siglo XIX será considerado como el de su apogeo.
La tendencia a la desigualdad, que es la obligada consecuencia del progreso material donde la tierra está monopolizada, no puede ir mucho más allá sin llevar nuestra civilización hacia el sendero de bajada que tan fácilmente se emprende y tanto cuesta abandonar. En todas partes la creciente intensidad de la lucha por la vida, la creciente necesidad de poner en tensión todos los nervios para no ser arrollado y pisoteado en la rebatiña por la riqueza, está agotando las fuerzas que obtienen y conservan los perfeccionamientos. Cuando en una bahía o en un río, la marea pasa del flujo al reflujo, no lo hace de golpe, sino que en algunos puntos aún sube, mientras en otros ya empieza a bajar. Que el sol pasa por el mediodía, sólo se ve en la dirección que toman las acortadas sombras, pues el calor del día sigue aumentando. Pero tan seguro como que a la pleamar sigue el reflujo y al descenso del sol la oscuridad, es que, aunque el saber siga aumentando y la invención adelante y nuevos estados se pueblen y las ciudades se extiendan todavía, la civilización ha empezado a decaer cuando, en proporción a la población, hemos de construir más y más cárceles, más y más asilos y más y más manicomios. No es de arriba abajo como mueren las sociedades; es de abajo arriba.
Hay un sentimiento vago, pero general, de desilusión; una creciente amargura entre las clases trabajadoras y una extensa sensación de inquietud. Esto, si fuese acompañado de una idea precisa sobre la manera de lograr el alivio, sería un signo de esperanza, pero no es así. Aunque hace tiempo que la escuela se ha generalizado, la común facultad de relacionar efecto y causa no parece haber mejorado ni un ápice.
Qué cambio puede venir, ningún mortal puede decirlo, pero que algún gran cambio ha de venir, los hombres reflexivos empiezan a sentirlo. El mundo civilizado se estremece al borde de un gran movimiento. 0 bien será un salto adelante que abra paso a progresos aún no soñados o será un hundimiento que nos retornará a la barbarie. .
CAPITULO 26
EL LLAMAMIENTO DE
La verdad a que nos ha llevado la parte político-económica de nuestra investigación, se observa claramente en la subida y caída de las naciones y en el crecimiento y decadencia de la civilización. Concuerda con los arraigados conceptos de relación y consecuencia que llamamos ideas morales.
Esta verdad implica a la vez una amenaza y una promesa. Los males que brotan de una injusta y desigual distribución de la riqueza, no son incidentes del progreso, sino tendencias que han de detenerlo; no se curarán por sí solos, sino que, por el contrario, si no se suprime su causa, han de aumentar más y más, hasta que nos retrograden a la barbarie por el camino que siguieron todas las civilizaciones pretéritas. Esos males no los imponen las leyes naturales. Proceden únicamente de desarreglos sociales que infringen las leyes naturales; y al suprimir su causa, daremos un enorme impulso al progreso.
Al consentir el monopolio de las oportunidades que la naturaleza ofrece generosamente a todos, hemos desairado el principio fundamental de la justicia. Pero al suprimir esta injusticia y asegurar los derechos de todos los hombres a las oportunidades naturales, nos ajustaremos a la ley, extirparemos la gran causa de la antinatural desigualdad en la distribución de la riqueza y el poder; aboliremos la pobreza; amansaremos las crueles pasiones de la codicia; secaremos las fuentes del vicio y la miseria; alumbraremos las tinieblas con la lámpara del saber; daremos nuevo vigor a la invención y un nuevo impulso al descubrimiento; sustituiremos la debilidad política con la fuerza política; y haremos imposibles la tiranía y la anarquía. La reforma que he propuesto está de acuerdo con todo lo que política, social y moralmente es deseable. Tiene las cualidades de una verdadera reforma, porque facilitaría todas las demás reformas. No es otra cosa que la realización de la letra y el espíritu de la verdad enunciada en
Estos derechos se niegan al negar el igual derecho a la tierra, en la cual y de la cual el hombre ha de vivir forzosamente. La igualdad de derechos políticos no compensa la negación del igual derecho a los dones de la naturaleza. Cuando se niega el igual derecho a la tierra, al aumentar la población y progresar los inventos, la libertad política se convierte simplemente en la libertad de competir para emplearse por salarios de hambre.
Honramos
¡Libertad! es una palabra para conjurar, no para cansar el oído con frívolas bravatas. Porque Libertad significa Justicia y Justicia es la ley natural, la ley de salud, armonía y vigor, la ley de la fraternidad y la colaboración.
Quienes creen que
Decimos que
Solamente en destellos truncados y con luz parcial, el sol de
¿No confiaremos en ella?
En nuestra era, como en anteriores, se arrastran las insidiosas fuerzas que, produciendo desigualdad, destruyen
Nuestra institución social primaria es una negación de la justicia. Al permitir que un hombre posea la tierra sobre la cual y de la cual han de vivir otros hombres, hemos convertido a éstos en esclavos, en un grado que aumenta a medida que el progreso material avanza. Esta es la alquimia sutil que, por caminos invisibles, quita a las masas de todos los países civilizados el fruto de su penoso esfuerzo, que, en vez de la esclavitud abolida, instituye otra más dura y más desamparada, y que de la libertad política engendra el despotismo.
Esto es lo que convierte los beneficios del progreso material en maldición. Lo que amontona seres humanos en sótanos malsanos e inmundas viviendas; llena cárceles y burdeles; atormenta los hombres con la miseria y los consume con la codicia; roba la gracia y la belleza de la perfecta feminidad; y arrebata a los niños la alegría y la inocencia de la aurora de la vida.
Una civilización fundamentada así, no puede subsistir. Las leyes eternas del universo lo prohíben. Las ruinas de los imperios extintos confirman y el testimonio de las conciencias responde que no puede ser. Algo más grande que la benevolencia, más augusto que la caridad --
Aunque emplee el lenguaje de la plegaria, es blasfemia lo que atribuye a los inescrutables decretos de
Hoy, en los mismos centros de nuestra civilización, hay miseria y sufrimiento bastante para agobiar el corazón de quien no cierra los ojos y no tenga nervios de acero. ¿Osaremos volvernos al Creador pidiéndole alivio? Supongamos que nuestra súplica fuese escuchada y que brillara el sol con mayor potencia; que una nueva fuerza impregnase el aire; un nuevo vigor el suelo; que por una hoja de pasto que hoy crece, crecieran dos, y que la semilla que da cincuenta diera cien. ¿Disminuiría la pobreza o se aliviaría la necesidad? ¡No, evidentemente, no! Cualquier buen resultado que se obtuviese, sólo sería pasajero. Los nuevos poderes del universo material sólo podrían ser utilizados por medio de la tierra. Mientras la tierra siguiese siendo propiedad particular, las clases que ahora monopolizan la generosidad del Creador, monopolizarían todas sus nuevas dádivas. Las rentas subirían, pero los salarios continuarían al nivel de la simple subsistencia.
¿Es posible que de este modo los dones del Creador puedan ser usurpados impunemente? ¿Es cosa leve que al trabajo se le usurpe su ganancia, mientras la codicia se revuelca en la riqueza, que los más hayan de pasar hambre, mientras los menos se atiborran? Acudid a la historia, y en cada página se puede aprender que este agravio nunca queda impune; que Némesis, que sigue. a la injusticia, nunca duerme ni vacila. Mirad hoy a vuestro alrededor. ¿Puede continuar esta situación? ¿Podemos decir siquiera: «Después de nosotros, el diluvio»? No. Los pilares del Estado se estremecen también ahora, y ardientes fuerzas sacuden los mismos cimientos de la sociedad que las comprime. La lucha que ha de vivificarnos o arrastrarnos a la ruina está próxima, si no está ya entablada.
El ¡fiat! creador ha proseguido. Con el vapor y la electricidad y los nuevos poderes nacidos del progreso, han venido al mundo nuevas fuerzas, que, o bien nos propulsarán hacia una mayor altura, o bien nos aplastarán, como han aplastado todas las naciones y civilizaciones precedentes. Entre las ideas democráticas y la organización aristocrática de la sociedad hay un conflicto irreconciliable. No podemos continuar permitiendo que los hombres voten y obligándoles a vagabundear. No podemos seguir educando a los niños y niñas en nuestras escuelas públicas y al mismo tiempo negarles el derecho a ganarse honradamente la vida. No podemos seguir charlando de los inalienables derechos del hombre, y al mismo tiempo negando el inalienable derecho a la generosidad del Creador.
Pero si, mientras aún hay tiempo, nos volvemos a
CAPITULO 27
CONCLUSIÓN
La verdad que he procurado esclarecer no será aceptada fácilmente. Si pudiera serlo, hace tiempo que se habría admitido; si pudiera serlo, nunca se la habría ofuscado. Pero hallará amigos que trabajarán por ella; sufrirán por ella; si es preciso morirán por ella. Tal es el poder de
¿Prevalecerá al fin? Al fin, sí. Pero, en nuestros tiempos o en tiempos en que se conserve alguna memoria de nosotros, ¿quién osará afirmarlo?
Para el que, viendo la privación y la miseria, la ignorancia y el embrutecimiento causados por instituciones sociales injustas, procura remediarlas en la medida de sus fuerzas, hay desengaños y amarguras. Así ha sucedido desde tiempo antiguo. Así ocurre también ahora. Pero la idea más amarga, que a veces alcanza al mejor y al más valiente, es la de la ineficacia del esfuerzo, la inutilidad del sacrificio. ¡A cuán pocos de los que siembran la semilla les es dado verla crecer y aun saber con certeza que crecerá!
No nos engañemos. Una y otra vez se ha levantado en el mundo la bandera de
Sin embargo, para quienes ven
Que lo tienen siempre, lo saben todos los que han sentido su exaltación. Pero a veces se agolpan nubarrones. Es triste, muy triste, leer la vida de los que hicieron algo por sus semejantes. A Sócrates le dieron la cicuta; a Graco lo mataron a palos y pedradas; y a Uno, el más grande y puro de todos, lo crucificaron.
En esta investigación he seguido el curso de mi propio pensamiento. Cuando mentalmente la emprendí, no tenía teoría alguna que defender, ni conclusión alguna que probar. Solamente, cuando contemplé la repugnante miseria de una gran ciudad, espantado y afligido, no hubiera descansado, pensando cuál era su causa y cómo se podía remediar.
Pero, de esta investigación he sacado algo que no pensaba encontrar, y una fe que había muerto, revive.
El anhelo de una vida futura es natural y profundo. Crece con el desarrollo intelectual y quizá nadie lo sienta más realmente que los que han empezado a ver cuán grande es el universo y cuán infinitas son las perspectivas que cada adelanto del saber nos presenta, perspectivas cuya exploración nos requeriría nada menos que una eternidad. Pero, en el ambiente intelectual de nuestros tiempos, a la gran mayoría de hombres en quienes las sencillas creencias han perdido su base, les parece imposible considerar este anhelo, a no ser como una esperanza vana e infantil, nacida del egotismo humano y sin el menor fundamento o garantía, y que, por el contrario, parece incompatible con los conocimientos positivos.
Cuando averiguamos el origen y hacemos el análisis de las ideas que de este modo destruyen la esperanza en una vida futura, pienso que hallaremos su raíz, no en revelación alguna de las ciencias físicas, sino en ciertas enseñanzas de la ciencia política y social que se han infiltrado profundamente en todas las direcciones del pensamiento. Tienen su raíz en las doctrinas de que hay una tendencia a procrear más seres humanos de los que se pueden sustentar, de que el vicio y la miseria resultan de las leyes naturales y son el vehículo del progreso humano y de que éste se verifica por una lenta evolución de la raza. Estas doctrinas, que, en general, se admiten como verdades probadas, hacen lo que (excepto cuando la interpretación científica se tiñe con ellas) el desarrollo de las ciencias físicas no hace: reducen al individuo a la insignificancia; destruyen la idea de que el orden del universo pueda tener miramiento alguno con su existencia o reconocer lo que llamamos cualidades morales.
Es difícil reconciliar la idea de la inmortalidad del alma con la idea de que la naturaleza derrocha hombres trayéndolos constantemente a la vida donde no hay sitio para ellos. Es imposible reconciliar la idea de un Creador inteligente y benéfico con la creencia de que la miseria y la degradación que le toca en suerte a tan gran parte de la humanidad resulten de los decretos de Aquél. Y la idea de que el hombre en lo mental y lo físico es el resultado de lentas modificaciones perpetuadas por la herencia, sugiere irresistiblemente la idea de que el objeto de la existencia humana no es la vida del individuo, sino la vida de la raza. De este modo se ha desvanecido en muchos de nosotros y se está desvaneciendo en muchos más aquella fe que, para las luchas de la vida, es el apoyo más fuerte y el más hondo consuelo.
En el transcurso de nuestra investigación, hemos hallado estas doctrinas y vimos su falsedad. Hemos visto que la población no tiende a sobrepasar las subsistencias. Hemos visto que el despilfarro de fuerzas humanas y la profusión del dolor humano no proceden de las leyes naturales, sino de la ignorancia y el egoísmo de quienes rehúsan adaptarse a ellas. Hemos visto que el progreso no se efectúa cambiando el modo de ser del hombre, sino que, por el contrario, la naturaleza humana es, en general, siempre la misma.
Así se destruye la pesadilla que destierra del mundo actual la creencia en una vida futura. No es que se eliminen todas las dificultades, pues, por más vueltas que demos, venimos a parar a lo que no podemos comprender; pero se eliminan las dificultades que parecían terminantes e insuperables. Y así nace la esperanza.
Pero esto no es todo.
Porque, bien comprendidas, las leyes que gobiernan la producción y distribución de la riqueza, demuestran que la privación y la injusticia del presente estado social no son inevitables. Por el contrario, demuestran que es posible un estado social en el que se desconozca la pobreza y en el que todas las mejores cualidades y más altas facultades de la naturaleza humana hallen oportunidad para desarrollarse completamente.
Y además, cuando vemos que el desarrollo social no es gobernado por una especial providencia ni por un destino cruel, sino por una ley que es a la vez inmutable y benéfica; viendo que la voluntad humana es el gran factor y que, considerando a los hombres como conjunto, su situación es la que ellos mismos se crean; viendo que la ley económica y la ley moral son esencialmente una sola cosa, y que la verdad adquirida por el penoso esfuerzo de la inteligencia, no es sino la que el sentido moral alcanza por una rápida intuición; entonces, un torrente de luz irrumpe en el problema de la vida individual. Los incontables millones de hombres como nosotros que por esta tierra pasaron y siguen pasando, con sus alegrías y tristezas, sus esfuerzos y afanes, sus anhelos y temores, su fuerte percepción de cosas más profundas que los sentidos, sus sentimientos comunes en que se fundan los credos más divergentes, sus pequeñas vidas, ya no parecen un derroche sin objeto.
El gran hecho que la ciencia muestra en todas sus ramas, es la universalidad de la ley. Dondequiera que la investigue, sea en la caída de una manzana, o en la revolución de los soles binarios, el astrónomo ve efectos de la misma ley, actuando en las dimensiones mínimas en que podemos distinguir el espacio, de la misma manera que actúa en las insondables distancias de que su ciencia trata. De más allá del alcance de su telescopio llega un astro que luego desaparece. En tanto que puede seguirse su curso, no cumple la ley. ¿Dirá él que esto es una excepción? Por el contrario, el dice que lo que ha visto es solamente una parte de su órbita; que más allá del alcance de su telescopio, la ley subsiste. Efectúa sus cálculos, y éstos, al cabo de siglos, se ven confirmados.
Si averiguamos las leyes que gobiernan la vida humana en la sociedad, vemos que en la colectividad más grande como en la más pequeña, son las mismas. Vemos ser manifestaciones de un mismo principio las que a primera vista parecían divergencias y excepciones. Vemos que dondequiera que la indaguemos, la ley social, conduce hacia la ley moral y está de acuerdo con ella; que, infaliblemente, en la vida de una colectividad, la justicia lleva su recompensa y la injusticia su castigo.
Las leyes que
Por una ley fundamental de nuestra mente, la ley en que, de hecho,
¿Cuál es, pues, el sentido de la vida, esta vida absoluta e inevitablemente limitada por la muerte? Para mí, sólo se comprende como entrada y vestíbulo de otra vida. De la cadena de ideas que hemos ido siguiendo, parece surgir vagamente una vislumbre, un tenue fulgor de relaciones finales, cuya descripción sólo puede intentarse por medio del símbolo y la alegoría.
Mirad, hoy, en torno a vosotros.
¡Aquí, ahora, en nuestra sociedad civilizada, las viejas alegorías tienen aún significado, los antiguos mitos son aún verdad! Todavía la senda del deber conduce a menudo al Valle de
¡Y cómo llaman y llaman, hasta que se enardece el corazón que los oye! ¡Almas fuertes y nobles intenciones, la humanidad os necesita! La belleza todavía yace prisionera, y ruedas de hierro aplastan lo bueno, lo verdadero y lo bello que las vidas humanas podrían producir.
Y los que luchan al lado de Ormudz, aunque entre sí no se conozcan, en alguna parte, algún día serán convocados.
Para citar este texto puede utilizar el siguiente formato: George, Henry (1880) Progreso y miseria. Texto completo en http://www.eumed.net/cursecon/textos/ Vea también Henry George (1839-1897) en "Grandes Economistas" www.eumed.net/cursecon/economistas/ Ramos Gorostiza , José Luis: "Henry George y el Georgismo" en Contribuciones a
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